57
Al otro lado de la ciudad, Tohr sacó sus dos dagas negras y se preparó para el ataque. Z y Phury estaban a una calle de allí, pero no había razón para llamarlos…, y no porque estuviera buscando otra vez una muerte fácil.
Los dos restrictores que tenía enfrente parecían padecer un extraño caso de irresponsabilidad, pues iban simplemente deambulando por la calle, como si no tuvieran nada mejor que hacer que gastar las suelas de sus botas.
La Sociedad estaba reclutando personal sin ton ni son, pensó Tohr. Cada vez excavaban más al fondo del pozo de antisociales y, después de inducirlos, los pobres desgraciados ni siquiera recibían buen entrenamiento ni apoyo…
De repente sintió que su teléfono vibraba con un mensaje, pero hizo caso omiso y echó a correr. La capa de nieve ayudaba a acallar el sonido de sus botas de combate y, gracias al viento helado que soplaba en su contra, los enemigos tampoco podían percibir su olor, aunque probablemente esos idiotas ni siquiera lo notarían.
En el último momento, sin embargo, algo pareció encender la señal de alarma en sus cerebros, porque los dos se volvieron.
Y Tohr no habría podido pedir un recibimiento mejor.
Porque alcanzó a ambos justo en el cuello, cortándoles la carótida y abriéndoles una segunda boca. Al ver que los dos levantaban las manos, corrió hasta detenerse en el espacio entre ellos y se dio la vuelta, listo para escoltarlos hasta el suelo si era necesario…
Pero no. Los maricones ya estaban cayendo de rodillas.
Entonces Tohr silbó entre los dientes para avisar a los otros, al mismo tiempo que sacaba su móvil para decirle a Butch que ya podía ir a hacer la limpieza…
Pero en ese momento se quedó paralizado. El mensaje de texto era de la doctora Jane: Necesito que vengas a casa ahora mismo.
—¿Otoño…? —Cuando sus hermanos doblaron la esquina, él levantó la vista—. Me tengo que ir.
Phury frunció el ceño.
—¿Qué sucede?
—No lo sé.
Tohr se desintegró allí mismo y se dirigió al norte. ¿Le habría pasado algo a Otoño? ¿Tal vez mientras estaba en la clínica trabajando? O…, puta mierda. ¿Y si había salido con Xhex y alguien la había agredido?
Tomó forma en las escaleras que subían hasta la entrada de la mansión y al entrar casi rompió las puertas exteriores del vestíbulo. Menos que mal que Fritz evitó que tuvieran que llamar a un carpintero, pues abrió la puerta interior enseguida.
Tohr pasó junto al mayordomo corriendo. Estaba seguro de que el anciano le estaba diciendo algo, pero no le interesaba seguir esa ni ninguna otra conversación. Al llegar a la puerta oculta debajo de las escaleras, la atravesó y siguió corriendo por el túnel subterráneo.
El primer indicio que tuvo acerca de lo que estaba sucediendo lo asaltó tan pronto salió del armario de suministros y llegó a la oficina.
Su cuerpo se dobló en dos y las señales de su cerebro se interrumpieron debido a una interferencia y un cambio de objetivos que no tenía sentido: una erección, larga y gruesa, comenzó a palpitar contra sus pantalones de cuero, mientras su cerebro se hundía en el súbito deseo de buscar a Otoño y…
—Ay, mierda…, no… —El sonido de su voz entrecortada fue interrumpido por un grito que provenía de una de las habitaciones que estaban al fondo del pasillo. Un grito agudo y horrible, que no podía ser de nadie más que de una hembra que estaba soportando un increíble dolor.
El cuerpo de Tohr respondió enseguida y empezó a temblar, mientras se sentía asaltado por un deseo abrumador. Tenía que buscarla…, pues a menos que follara con ella, la pobre hembra iba a pasar las próximas diez o doce horas en el infierno. Ella necesitaba un macho, a él, un macho que se encargara de la tarea de montarla…
Tohr se abalanzó hacia la puerta de vidrio con el brazo estirado y la mano lista para hacer a un lado la frágil barrera transparente.
Pero se detuvo justo cuando abrió la puerta.
¿Qué estaba haciendo? ¿Qué coño estaba haciendo?
Otro grito llegó hasta él y Tohr a punto estuvo de caerse al sentir una oleada de instinto sexual. Cuando su capacidad de razonamiento volvió a desvanecerse, sus pensamientos parecieron detenerse y solo pudo pensar en una cosa: follar con Otoño y liberarla de su tormento.
Sin embargo, cuando la descarga hormonal cedió, su cerebro comenzó a funcionar de nuevo.
—No —gritó—. No, de ninguna manera.
Entonces se alejó de la puerta, retrocedió hasta el escritorio y se agarró a él para prepararse para el siguiente asalto.
Por su mente pasaron los recuerdos del periodo de fertilidad de Wellsie, aquel en el que concibieron a su hijo, y el dolor psicológico se volvió tan implacable e innegable como las necesidades de su cuerpo. Su Wellsie también estaba muy mal, muy dolorida.
Tohr había regresado a casa poco antes del amanecer, hambriento, cansado y pensando en disfrutar de una buena comida y un poco de mala televisión, antes de que los dos se quedaran dormidos, uno junto al otro… Pero tan pronto entró por el garaje, tuvo la misma respuesta que estaba combatiendo ahora: una abrumadora urgencia de aparearse.
Solo había una cosa que causaba esa clase de reacción.
Seis meses antes, Wellsie le había hecho jurar, por la esencia misma de su unión, que cuando le llegara su siguiente periodo de fertilidad, él no le administraría ningún calmante. Joder, habían tenido una pelea terrible por eso. Él no quería perderla cuando diera a luz; como muchos machos apareados, prefería quedarse sin hijos durante el resto de su larga vida junto, que permanecer solo y sin nada.
«¿Y qué hay de tu trabajo como guerrero?», le había gritado ella. «¡Tú vuelves a nacer cada noche!».
Tohr ya no podía recordar lo que le había dicho entonces a Wellsie. Sin duda había tratado de calmarla, pero no había funcionado.
«Si te sucede algo», había dicho ella, «yo tampoco tengo nada. ¿Acaso crees que yo no paso por esa misma agonía todas las malditas noches?».
¿Qué le había dicho? Maldición, no lo sabía. Pero podía recordar con toda claridad cómo lo había mirado.
«Quiero un hijo, Tohr. Quiero una parte de ti y de mí juntos. Quiero una razón para seguir viviendo si a ti te pasa algo… Porque eso es lo que yo voy a tener que hacer. Voy a tener que seguir viviendo».
Nadie se imaginaba que sería él el que se quedaría aquí. Que el bebé no sería la causa de la muerte de ella. Que todas las cosas por las que habían discutido aquella noche no tuvieron nada que ver con lo que realmente ocurrió.
Pero la vida es así. Y tan pronto como Tohr entró en su casa, sintió deseos de llamar a Havers, e incluso fue hasta el teléfono. Pero al final, como siempre, no había sido capaz de contrariarla.
Y en lugar de sangrar después de que pasara el periodo de fertilidad, ella había quedado encinta. Decir que estaba radiante no describía realmente la felicidad que sintió…
El siguiente grito fue tan fuerte que era asombroso que no se hubiese roto la puerta de cristal.
En ese momento Jane entró corriendo en la oficina.
—¡Tohr! Escucha, necesito tu ayuda…
Mientras clavaba sus manos al borde del escritorio para mantenerse en su lugar, Tohr negó con la cabeza como si estuviera desvariando.
—No lo voy a hacer. No voy a montarla…, de ninguna manera. No voy a hacerlo, no voy a hacerlo, no voy a hacerlo…
Balbuceaba, estaba balbuceando. Ni siquiera oyó sus propias palabras cuando comenzó a levantar el escritorio y a dejarlo caer una y otra vez, hasta que algo duro y pesado aterrizó en el suelo.
En el fondo de su mente, pensó que era demasiado irónico que estuviera otra vez en esa misma situación y en esa misma habitación.
Pues había sido allí donde se había enterado de que Wellsie estaba muerta.
Jane levantó las manos.
—No, espera, necesito tu ayuda, pero no en ese sentido… —Otra oleada de instinto le hizo apretar los dientes y tuvo que doblar el cuerpo hacia delante mientras maldecía—. Ella me pidió que no te llamara…
Entonces, ¿por qué estaba él ahí? Ay, maldición, ese deseo…
—¡Entonces por qué me mandaste ese mensaje!
—Porque ella no quiere recibir ningún calmante.
Tohr sacudió la cabeza, solo que esta vez estaba tratando de mejorar su capacidad de audición.
—¿Qué?
—Se niega a tomar drogas. No logro que acepte y no puedo encontrar a Xhex. No sabía a quién llamar y está sufriendo mucho…
—Tienes que sedarla…
—Pero es más fuerte que yo. Ni siquiera he podido llevarla a la cama sin que me ataque. Además, desde el punto de vista ético yo no puedo tratar a alguien que no quiere ser tratado. Y no lo voy a hacer. Tal vez tú puedas hablar con ella y convencerla.
A esas alturas de la conversación, los ojos de Tohr mostraban que había entendido y, de hecho, en ese momento se fijó en la doctora. Tenía la bata blanca rota y una solapa colgaba de un lado, como si fuese un colgajo de piel blanca. Era evidente que había sido víctima de un ataque feroz.
Tohr pensó en Wellsie en medio de su sufrimiento. Cuando había llegado a su habitación, el lugar parecía un campo de batalla. La mesita de noche estaba volcada, todos los muebles de la habitación estaban tirados por el suelo y rotos, las almohadas y las sábanas rasgadas, el despertador roto en mil pedazos…
Él había encontrado a Wellsie en un rincón, sobre la alfombra, hecha un ovillo de agonía. Estaba desnuda, pero caliente y sudorosa, aunque hacía frío.
Nunca olvidaría cómo ella lo miró y, a través de un velo de lágrimas, le rogó que le diera lo que él podía darle.
Tohr la había follado completamente vestido.
—Tohr… ¿Tohr?
—¿Los otros machos están en cuarentena? —murmuró Tohr.
—Sí. Incluso he tenido que echar de aquí a Manny. Estaba…
—Sí. —Probablemente el médico debía de estar llamando en ese momento a Payne para que regresara del campo de batalla. O tenía planes de pasar un buen rato con su mano izquierda, ya que, después de que cualquier macho se exponía a la fuerza del deseo, quedaba con una erección permanente por un tiempo, aunque saliera de la zona de influencia.
—Le pedí a Ehlena que viniera a ayudarme, pero me dijo que tenía que mantenerse alejada. Supongo que a veces el ciclo de una hembra puede afectar al de las otras. Y aquí ninguna quiere quedarse embarazada.
Tohr se llevó las manos a las caderas y asintió con la cabeza, mientras recuperaba la compostura. Se dijo que no era ningún animal capaz de follar con Otoño en cualquier cama. Él no era…
Mierda, pero ¿en qué demonios pensaba ella? ¿Por qué no quería que le administraran calmantes?
Tal vez era una treta. Para lograr que él la montara.
¿Acaso podría ser tan calculadora?
El siguiente grito fue totalmente sobrecogedor y eso lo enfureció. Enseguida se ordenó dar media vuelta y volverse por donde había venido, pero no podía dejar sola a la doctora Jane. Con seguridad llevaría a cabo otro intento de ayudar a Otoño y era posible que acabara herida.
Tohr miró a la médica.
—Vamos juntos…, y no me importa si ella está de acuerdo o no. Vas a ponerle un calmante, aunque tenga que sujetarla contra el suelo para mantenerla quieta.
Tohr respiró un par de veces para tomar aliento y se arregló los pantalones.
Jane le estaba diciendo algo: seguramente seguía hablando de toda clase de consideraciones éticas, pero él no la estaba escuchando.
Recorrer el pasillo les llevó una eternidad: con cada paso que daban, el cuerpo de Tohr se tensaba más y más, transformándolo en una bomba de instintos. Cuando llegó a la puerta de la sala de reanimación en la que se encontraba Otoño, Tohr se dobló y se agarró la entrepierna, incluso frente a la doctora Jane. El pene le palpitaba sin control y no podía dejar de mover las caderas…
Abrió la puerta.
—Mieeeerda…
Notó como si los huesos se le quebraran en dos al verla. Una parte de él sintió deseos de abalanzarse sobre ella, mientras que la otra lo obligó a quedarse junto a la puerta.
Otoño se encontraba en la cama, sobre el estómago, con una rodilla contra el pecho y la otra pierna estirada en un ángulo extraño. Tenía la camisola enredada en la cintura, estaba empapada de sudor y el pelo no era más que un mazacote húmedo y enredado alrededor de su cuerpo. Y tenía manchas de sangre cerca de la boca, porque probablemente se había mordido los labios.
—Tohrment… —dijo con voz entrecortada—. No… vete…
Él se acercó a la cama y puso su cara frente a la de ella.
—Es hora de detener esto…
—Ve… te… —espetó Otoño, y lo miró con aquellos ojos inyectados en sangre que no podían enfocar debido a las lágrimas que rodaban por su cara irisada, pues las hormonas le habían otorgado un color melocotón que hacía que pareciese una fotografía antigua pintada a mano—. Vete… No…
El gruñido que interrumpió sus palabras fue subiendo de volumen hasta convertirse en un grito.
—Trae los calmantes —le dijo Tohr a la médica.
—Pero ella no quiere tomárselos…
—¡Tráelos! Es posible que tú necesites que ella te dé su consentimiento, pero yo no…
—Habla con ella primero…
—¡No! —gritó Otoño.
Entonces se desató un caos y todos comenzaron a gritar al mismo tiempo hasta que la siguiente oleada de deseo dejó callados a Tohr y a Otoño, pues los dos se doblaron otra vez por la intensidad del instinto.
La aparición de Lassiter se produjo en el instante en que pasó la crisis y estaba a punto de comenzar otra ronda de gritos airados: el ángel avanzó hasta la cama y extendió la palma de su mano.
Otoño se calmó de inmediato y entornó los ojos, al tiempo que relajaba las extremidades. Tohr sintió alivio al ver que al menos ella ya no estaba sufriendo. Todavía se hallaba atrapado en las garras del deseo, pero al menos la hembra ya no se estaba muriendo de dolor.
—¿Qué le estás haciendo? —preguntó la doctora Jane.
—Solo está en un trance. Pero no podré mantenerla así mucho tiempo.
Sin embargo, el asunto era impresionante. La mente de los vampiros era más fuerte que la de los humanos y, por eso, el hecho de que el ángel pudiera producir esa clase de reacción en Otoño sugería que realmente tenía varios trucos escondidos bajo la manga.
Los ojos de Lassiter se cruzaron con los de Tohr.
—¿Estás seguro?
—¿De qué? —preguntó él. Maldición, estaba a punto de perder el control…
—De la posibilidad de montarla.
Tohr estalló en una carcajada de amargura.
—Eso no está en el libreto. Jamás.
Y para demostrar su determinación, se abalanzó hacia la derecha, hacia donde había una bandeja con jeringas que claramente habían sido preparadas para Otoño, y después de agarrar dos, se las clavó en las piernas y se inyectó lo que hubiera en ellas.
En ese momento se oyeron muchos gritos, pero no duraron demasiado pues el cóctel de drogas, cualquiera que fue, hizo efecto inmediatamente y Tohr cayó al suelo.
Lo último que vio antes de desmayarse fueron los ojos desorbitados de Otoño mirándolo caer.