38
Eran las doce del mediodía cuando sonó el móvil de Xcor y el suave timbre del teléfono lo sacó de un sueño ligero. Con torpes manotazos, buscó el botón verde para contestar y, después de oprimirlo, se colocó el aparato en la oreja.
Xcor odiaba esos malditos teléfonos, pero en la práctica tenía que reconocer que representaban una ventaja increíble y se preguntaba por qué se había opuesto tanto a ellos.
—¿Sí? —Al oír la voz aguda que le contestó, Xcor sonrió en medio de la penumbra del sótano, apenas iluminado por una vela—. Saludos, distinguido caballero. ¿Cómo te encuentras hoy, Elan?
—Pero… —El aristócrata tuvo que tomar aliento—. ¿Qué es lo que me habéis enviado?
Su informante del Consejo tenía una voz más bien aguda de por sí; pero era obvio que el paquete que acababa de abrir había hecho que su tono de tiple se elevara hasta la estratosfera.
—Una prueba de nuestra labor. —Mientras Xcor hablaba, se empezaron a levantar las cabezas en los camastros; la Pandilla de Bastardos parecía muy atenta a la conversación—. No quiero que pienses que hemos exagerado sobre nuestra eficacia, ni que, la Virgen Escribana no lo permita, te hemos engañado con respecto a nuestras actividades. Son muestras de lo mucho que valemos.
—Yo… Yo… ¿Qué esperáis que haga con… esto?
Xcor entornó los ojos.
—Tal vez algunos de tus criados puedan hacer varios paquetes y distribuirlos entre tus compañeros del Consejo. Y supongo que tendrás que mandar limpiar la alfombra.
Dentro de la gran caja de cartón que le había enviado, Xcor había guardado algunos de los recuerdos de sus crímenes, toda clase de pedazos de restrictores: brazos, manos, aquella asquerosa columna vertebral, una cabeza, parte de una pierna. Los había estado coleccionando en espera del momento oportuno para conmocionar al Consejo… y mostrar el trabajo que estaban haciendo.
Con el grotesco «regalo» quería que el Consejo viera la eficacia de Xcor y sus soldados. Pero también corrían el riesgo de que los consideraran unos salvajes.
Elan carraspeó.
—En efecto, veo que habéis estado bastante ocupados.
—Reconozco que esto es desagradable, pero la guerra es un negocio ingrato, del cual, por cierto, solo deberías beneficiarte, sin tener que participar en él. Debemos mantenerte a salvo de estas cosas tan sórdidas. —Hasta que dejes de sernos útil, pensó—. Sin embargo, me gustaría señalar que eso es solo una pequeña muestra de los muchos que hemos matado.
—¿De verdad?
La percepción de un ligero sentimiento reverencial fue gratificante.
—Así es. Puedes estar seguro de que luchamos cada noche por la raza y que somos muy eficaces.
—Sí, es evidente que lo sois… Y quisiera dejar claro que ya no requiero más «pruebas», si podemos llamarlas así. Por otra parte, os iba a llamar esta tarde. Finalmente se ha fijado la última cita con el rey.
—Ah, ¿sí?
—Llamé a los miembros del Consejo porque he programado una reunión para esta noche… Algo informal, claro, de modo que el procedimiento no requiera convocar a Rehvenge. Pero Assail ha avisado de que no puede asistir. Es evidente que debe de tener audiencia con el rey o, de otra manera, vendría a mi casa.
—Puede que así sea. —Xcor arrastraba ahora las palabras—. O quizá no. —Teniendo en cuenta las andanzas nocturnas de Assail, que se habían intensificado desde el verano, probablemente estaba muy ocupado—. Te agradezco la información.
—Cuando los demás lleguen, les mostraré esta… colección.
—Hazlo. Y diles que estoy dispuesto a encontrarme con ellos en cualquier momento. Solo tienes que llamarme… Estoy a tus órdenes en esto y en todo lo que quieras. De hecho… —Xcor hizo una pausa para dar más efecto a sus palabras—, será un honor conocerlos con tu mediación… Juntos, tú y yo podremos asegurarnos de que entiendan exactamente el estado tan vulnerable en el que se encuentran bajo el mando del Rey Ciego y la seguridad que ambos podríamos proporcionarles.
—Ah, sí, claro… Sí. —El macho se sintió halagado por aquella verborrea, que tenía precisamente esa intención—. Muchas gracias por vuestra sinceridad.
Era increíble ver cómo una turbia conspiración podía ser vista como una muestra de sinceridad.
—Y yo te agradezco tu apoyo, Elan.
Xcor colgó y miró de reojo a sus soldados, y luego se dirigió a Throe:
—Después del ocaso visitaremos de nuevo la propiedad de Assail. Tal vez esta vez encontremos algo.
Mientras los otros gruñían para mostrar su aprobación, Xcor levantó el móvil en silencio… y le hizo una inclinación de cabeza a su segundo al mando.
‡ ‡ ‡
—Señor, hemos llegado. La puerta ya se está cerrando detrás de nosotros.
Al oír la voz de Fritz a través del intercomunicador de la furgoneta, Tohr no se sorprendió con la noticia, a pesar de que desde allí atrás no podía ver nada.
—Gracias.
Mientras tamborileaba con los dedos sobre el suelo de la parte trasera de la furgoneta, el vampiro se sintió un poco mareado por las muchas cervezas que se había tomado con Lassiter. Para colmo, tenía acidez de estómago por el atracón de palomitas con mantequilla y otras guarrerías.
O quizá las náuseas tenían más que ver con el lugar donde se encontraban.
—Señor, ya puede salir.
Tohr fue gateando hasta las puertas, mientras se preguntaba por qué demonios se estaba torturando de esa manera. Cuando Lassiter y él terminaron su homenaje al almíbar de celuloide, el ángel se fue a dormir y Tohr… se metió en este lío, aparentemente sin ninguna razón.
Al bajarse de la furgoneta… Tohr quedó en medio de su propio garaje, sumido en tinieblas, pues todo estaba cerrado.
Fritz bajó la ventana.
—Señor, quizá debería esperar aquí con usted.
—No, vete. Voy a quedarme aquí hasta que amanezca.
—¿Está seguro de que las cortinas están bien cerradas?
—Sí. Esa es la norma y confío en mi doggen.
—Pero ¿no debería entrar yo primero, solo, para verificarlo?
—En realidad no es…
—Por favor, señor. No me envíe a casa para tener que enfrentarme a su rey y a sus hermanos sin tener la certeza de que usted se encuentra a salvo.
Era difícil discutir eso.
—Esperaré aquí.
El doggen se apresuró a bajarse de su puesto tras el volante y comenzó a caminar a una velocidad admirable para sus viejos huesos… Probablemente porque le preocupaba que Tohr cambiara de opinión.
Mientras el mayordomo entraba en la casa, Tohr dio una vuelta por el garaje, al tiempo que inspeccionaba su vieja cortadora de césped, sus rastrillos, la sal para la entrada de la casa en las nevadas del invierno. El Stingray se encontraba en el garaje de la mansión desde la noche en que Tohr le llevó a Xhex el vestido de Wellsie.
Tohr no había querido regresar para devolver el vestido cuando al fin estuvo lavado y planchado.
Tampoco tenía muchas ganas de estar allí en ese momento.
—Todo está bien, señor.
Tohr giró sobre sus talones y se alejó del lugar donde solía aparcar su Corvette descapotable.
—Gracias, amigo.
Sin esperar a que el mayordomo se marchara —había demasiada luz detrás de aquellas puertas cerradas como para quedarse esperando a que se abrieran—, Tohr se dispuso a entrar en la casa. Así que se despidió con un gesto de la mano, reunió valor… y entró.
Cuando la puerta se cerró detrás de él, lo primero que vio fueron los abrigos de invierno, colgados en el vestíbulo trasero. Las malditas parcas seguían colgadas de sus ganchos: la suya, la de Wellsie y la de John.
La de John era pequeña, pues en aquella época solo era un pretrans.
Era como si aquellos abrigos estuvieran esperando a que todos volvieran a casa.
Siguió por el pasillo y entró a la cocina con la que tanto había soñado Wellsie.
Fritz había tenido la consideración de dejar las luces encendidas, pero la impresión que le produjo ver todo aquello por primera vez desde la muerte de Wellsie hizo que se preguntara si no habría sido mejor entrar a oscuras: las encimeras que habían elegido juntos, el congelador que ella tanto adoraba, la mesa que habían comprado por Internet, las estanterías que él le había colocado para los libros de cocina…, todo estaba allí, tan limpio y brillante como el primer día.
Mierda, nada había cambiado. Todo estaba exactamente igual que la noche en que ella fue asesinada. Su doggen se había encargado de hacer la limpieza, pero nada más.
Tohr se dirigió entonces al escritorio empotrado en la pared y, no sin aprensión, leyó un post-it escrito por Wellsie.
Martes: Havers - control, 11.30.
Tohr dejó caer el papel y dio media vuelta, mientras se preguntaba seriamente si se habría vuelto loco. ¿Qué hacía en aquella casa? ¿Qué podía encontrar allí que le sirviera para sentirse mejor?
Deambuló por la vivienda, atravesó la sala, la biblioteca y el comedor, haciendo un recorrido completo por las zonas comunes del primer piso…, hasta que sintió que no podía respirar. Aunque ya no se sentía mareado, su cuerpo estaba hipersensible y tenía los sentidos de la vista, el olfato y el oído insoportablemente aguzados. ¿Por qué había…?
Tohr parpadeó al darse cuenta de que se encontraba ante la puerta de la cocina.
Ya había dado toda la vuelta y estaba de regreso.
Y muy cerca se hallaba la puerta que conducía al sótano.
Joder. No…, no estaba listo para eso.
La verdad era que Lassiter y sus estúpidas películas le habían hecho más mal que bien. Todas esas parejas que había visto en la pantalla…, aunque eran artificiosos productos de ficción, se habían colado dentro de su mente y habían disparado toda clase de sensaciones.
Ninguna de las cuales tenía nada que ver con Wellsie.
En lugar de rememorar a Wellsie, en lo único en lo que Tohr había podido pensar era en aquellos días que había pasado en compañía de N’adie, forcejeando contra todas esas sábanas que separaban sus cuerpos, mientras ella lo miraba como si deseara mucho más de lo que él le estaba dando y él se contenía por respeto a sus muertos…, o quizá porque, en el fondo, no era más que un maldito cobarde.
Probablemente, por las dos razones.
Por eso Tohr había sentido la necesidad de ir a su casa. Necesitaba reencontrarse con los recuerdos de su amada, con imágenes de su Wellsie que tal vez había olvidado; necesitaba un poderoso encuentro con el pasado para contrarrestar lo que le parecía una traición en el presente.
Como si se observara desde fuera, Tohr vio que su mano se estiraba y agarraba el picaporte. Luego lo giró a la derecha y empujó el pesado panel de acero pintado hasta abrirlo de par en par. Cuando el sensor de movimiento encendió las luces de la escalera, quedó frente a un ambiente color crema: la alfombra de la escalera era beis, las paredes estaban pintadas de un color similar y todo tenía un aire tranquilo y sereno.
Aquel era su refugio sagrado.
Bajar el primer escalón fue como saltar desde el borde del Gran Cañón. Y el segundo tampoco fue fácil.
Todavía se sentía así cuando llegó al último peldaño.
El sótano tenía una distribución parecida al primer piso, pero solo dos tercios del espacio estaban ocupados por la habitación principal, un gimnasio, una lavandería y una minicocina. El resto hacía las veces de trastero.
Tohr no supo cuánto tiempo se quedó allí quieto.
Fuera el que fuese, después comenzó a caminar hacia delante, hacia la puerta cerrada que tenía enfrente…
Al abrirla, quedó ante un espacio oscuro.
Mierda, el cuarto todavía olía a ella. A su perfume. A su aroma femenino.
Entró, cerró la puerta y tomó aire mientras buscaba el interruptor en la pared e iba encendiendo las luces gradualmente.
La cama estaba perfectamente hecha.
Probablemente por la propia Wellsie. Aunque tenían personal de servicio, a ella le gustaba hacer las cosas por su cuenta. Cocinar, recoger, lavar, doblar la ropa limpia.
Y hacer bien la cama al final de cada día.
No había ni una brizna de polvo en ninguna de las superficies, ni sobre las cómodas, la de él y la de ella, ni sobre las mesitas de noche, la de él con el reloj despertador encima y la de ella con el teléfono, ni sobre el escritorio donde reposaba el ordenador que compartían.
Tohr sentía que se ahogaba.
Entró en el baño con la idea de recuperar el aliento y volver a llenar su cuerpo de oxígeno.
Pero no fue buena idea, porque los recuerdos de Wellsie también estaban por todo el baño, al igual que sucedía con el resto de la casa.
Al abrir uno de los armaritos agarró un frasco de crema de manos y leyó las etiquetas, la de delante y la de detrás, algo que nunca había hecho cuando ella estaba viva. Hizo lo mismo con un champú y con un frasco de sales de baño que… olía tal como él lo recordaba, a limón.
Volvió a la habitación.
Fue hasta el armario…
De repente se produjo un cambio. Tal vez fue mientras inspeccionaba los jerséis perfectamente doblados en las estanterías. O quizá cuando observaba los zapatos de Wellsie, ordenados en sus compartimentos. Puede que fuera al revisar las blusas colgadas en las perchas, o los pantalones de Wellsie…, puede que mientras examinaba las faldas y los vestidos…
El caso es que después de un rato, en medio del abrumador silencio, sumido en su dolorosa soledad, su eterno dolor…, Tohr se dio cuenta de que todo aquello no eran más que objetos materiales.
La ropa de Wellsie, sus productos de maquillaje, sus artículos de belleza…, la cama hecha por sus propias manos, la cocina en la que solía trajinar, la casa que ella tanto había disfrutado.
Solo un montón de objetos materiales.
Y así como ella nunca volvería a meterse dentro de aquel vestido que había llevado en la ceremonia de apareamiento, tampoco volvería a esa casa a reclamar ninguna de esas cosas. Todo eso había sido de Wellsie y ella lo había usado y había necesitado cada una de aquellas cosas…, pero nada de eso era ella misma.
«Dilo…, di que ella está muerta».
«No puedo».
«Tú eres el problema».
Nada de lo que había hecho durante su largo periodo de luto había podido traerla de vuelta. Ni la agonía de los recuerdos, ni la bebida, ni las lágrimas, ni la resistencia a estar con otra hembra… Tampoco sirvió de nada evitar ese lugar durante tanto tiempo, ni todas esas horas que había pasado sentado a solas, con un agujero en el alma.
Ella ya no estaba allí. Se había ido.
Y eso significaba que todo aquello no era más que un montón de cosas guardadas en una casa vacía.
Dios…, esto no era lo que Tohr esperaba sentir. Había ido a esa casa para olvidarse de N’adie. Pero ¿qué había ocurrido en lugar de eso? Lo único que había encontrado eran aquellos objetos inanimados, que eran tan incapaces de ayudarlo como de hablar y caminar.
Aunque, teniendo en cuenta el lugar en el que Wellsie se encontraba, la idea de estar buscando una forma de cortar la conexión con N’adie era una locura. En realidad Tohr tendría que estar feliz por reconocer que podía pensar en otra hembra.
Pero la verdad era que todavía encontraba que eso estaba mal, muy mal.