35
N’adie se despertó en medio de un terremoto.
Debajo de ella, el colchón se movía con fuertes sacudidas y una inmensa fuerza caótica lanzaba lejos las almohadas, echaba a volar las sábanas y dejaba su piel a merced del aire helado…
Pero su conciencia rápidamente identificó lo que ocurría. No era que la Tierra se estuviera moviendo, era Tohrment. Agitaba los brazos y las piernas junto a ella, como si estuviera luchando contra cadenas invisibles que lo ataban a la cama, y su enorme cuerpo se estremecía de manera incontrolable.
Probablemente había tenido otra vez aquel sueño. Aquel del que se negaba a hablar y el cual, desde luego, debía de tener que ver con su amada.
El resplandor que venía desde el baño iluminó su cuerpo desnudo cuando aterrizó sobre el suelo, con los músculos de la espalda tensos, los puños cerrados y las piernas flexionadas, como si estuviera a punto de echar a correr.
Cuando Tohr recuperó el aliento y se dio cuenta de dónde se encontraba, el nombre que tenía grabado en la piel y que formaba un precioso arco se expandió y se contrajo, casi como si la hembra hubiese vuelto a la vida.
«Wellesandra».
Sin decir palabra, Tohrment se dirigió enseguida hacia el baño, cerró la puerta y con ello cortó el chorro de luz que alumbraba la habitación y cualquier posibilidad de comunicación con ella.
Acostada en la oscuridad, N’adie oyó cómo corría el agua. Una rápida mirada al reloj de la mesita le indicó que era hora de levantarse, pero de todas maneras se quedó donde estaba.
¿Cuántos días llevaba en la cama de Tohr? Un mes. No, dos. ¿O eran tres? El tiempo había dejado de tener significado para ella y las noches pasaban veloces, como la fragancia de la brisa del verano.
N’adie suponía que era la primera amante que tenía Tohr.
Aunque él se negaba a estar con ella plenamente, por así decirlo.
Más aún: después de todo el tiempo que habían pasado juntos, no le permitía que lo tocara. Ni dormía debajo de las sábanas con ella. Ni la besaba en la boca. Y tampoco se bañaba con ella en la bañera o en la piscina, ni la miraba mientras se vestía con ojos llenos de deseo…, y no la abrazaba cuando dormían.
Sin embargo, era generoso con sus talentos sensuales y la llevaba una y otra vez hasta ese lugar increíble de dicha pasajera, preocupándose siempre mucho por no mancillar su cuerpo y por que encontrara el máximo placer.
Ella sabía que él también obtenía placer: las reacciones de su cuerpo eran demasiado poderosas para ocultarlas.
Quizá fuera una manifestación de codicia eso de querer más. Pero no lo podía evitar. Quería más, la plenitud.
A pesar de la pasión que despertaban el uno en el otro, a pesar de la manera en que él se alimentaba sin restricciones de la vena de ella y ella de la de él, N’adie se sentía… estancada. Atrapada a mitad de un camino que no conocía pero cuya existencia intuía.
Aunque había encontrado un poco de sentido a su vida trabajando por las noches en el complejo y sentía alivio y esperanza cada amanecer, cuando él regresaba sano y salvo, de todas formas estaba… en un atolladero. Y se sentía muy inquieta.
Infeliz.
Por eso había solicitado permiso para llevar una visita al complejo esa noche.
Así podría tratar de hacer algún progreso en otro campo. Al menos eso esperaba.
N’adie salió del cálido nido que había creado en la cama y se estremeció de frío, aunque la calefacción estaba encendida. Los cambios de temperatura eran algo a lo que todavía tenía que acostumbrarse en este mundo, y el clima eternamente templado, la única cosa del Santuario que añoraba. Aquí había días en los que se sentía sofocada y otros en los que pasaba frío, y estos se habían vuelto predominantes últimamente, ahora que había llegado septiembre y aparecían los primeros fríos del otoño.
Al echarse encima el manto, N’adie sintió los helados pliegues sobre la piel y tembló al recibir el abrazo de la gélida tela. Siempre se vestía en cuanto se levantaba. Tohrment nunca había dicho nada al respecto, pero tenía la sensación de que él lo prefería así: porque a pesar de lo mucho que él parecía disfrutar con su contacto, sus ojos evitaban contemplar su desnudez y también desviaba la mirada cada vez que estaban en público. Aunque con seguridad sus hermanos sabían que dormían juntos.
N’adie tenía la impresión de que él trataba de encontrar a su shellan en el cuerpo de ella, en las experiencias que compartían, aunque él insistía en que sabía que era a ella a quien estaba complaciendo.
Qué iba a decir él.
Deslizó los pies en los mocasines de cuero y vaciló antes de partir. Odiaba verlo tan mal, pero Tohr nunca hablaría con ella sobre eso. De hecho, últimamente no hablaba mucho cuando estaban juntos, aunque sus cuerpos conversaban fluidamente en el muy especial lenguaje en el que se comunicaban. Verdaderamente nada bueno podría resultar de quedarse más tiempo allí, sobre todo teniendo en cuenta el humor de Tohr.
N’adie se obligó entonces a caminar hasta la puerta, se puso la capucha y asomó la cabeza para mirar a derecha e izquierda, antes de salir al pasillo y dejarlo solo.
Como siempre, se marchó sin hacer ruido.
‡ ‡ ‡
—Lassiter —susurró Tohr frente al espejo del baño. Al ver que no había ninguna respuesta, se echó agua fría en la cara otra vez—. ¡Lassiter!
Cerró los ojos y vio de nuevo a Wellsie en aquel paisaje gris. Parecía estar todavía más lejos de él, allá, en la distancia…, cada vez más difícil de alcanzar, mientras permanecía sentada entre aquellas rocas de piedra de color anodino, triste.
Estaban perdiendo la batalla.
—Lassiter, ¿dónde demonios estás?
El ángel apareció finalmente sobre el borde del jacuzzi, con una caja de galletas de chocolate en una mano y un vaso de leche en la otra.
—¿Quieres una? —Le ofreció una de aquellas galletas llenas de calorías—. Acabo de sacarlas del refrigerador. Frías están muy ricas.
Tohr lo fulminó con la mirada. —Me dijiste que yo era el problema. Al ver que lo único que obtuvo por respuesta fue el sonido de las muelas de Lassiter triturando las galletas, sintió deseos de obligarlo a tragarse la caja entera. De una sola vez—. Pero ella todavía está en ese lugar. Está a punto de desaparecer.
Lassiter dejó las galletas a un lado, como si hubiese perdido el apetito de repente. Se limitó a sacudir la cabeza, y Tohr tuvo un momento de pánico.
—Si descubro que me mentiste, ángel, te juro que te mato.
El ángel entornó los ojos.
—Yo ya estoy muerto, idiota. Y permíteme recordarte que a quien estoy tratando de liberar no es solo a tu shellan… Mi destino es el de ella, ¿recuerdas? Si tú fallas, yo me jodo, y no tengo ningún interés en joderme contigo.
—¿Entonces por qué demonios ella todavía está en ese horrible lugar?
Lassiter levantó las manos.
—Mira, amigo, esto va a requerir más de un par de orgasmos. A estas alturas deberías saberlo.
—Por Dios santo, no puedo hacer mucho más de lo que estoy…
—¿De veras? —El ángel entornó los ojos—. ¿Estás seguro de eso?
Sus miradas se cruzaron. Tohr entendió a qué se refería y se preguntó si N’adie y él disfrutaban de verdadera intimidad cuando ese cotilla con alas parecía verlo todo.
Pero daba igual, a la mierda; habían tenido más de cien orgasmos juntos, así que si eso le parecía poco…
—Tú sabes tan bien como yo lo que no has hecho. —El ángel hablaba con voz suave—. Sangre, sudor y lágrimas, eso es lo que se necesita.
Tohr bajó la cabeza y se frotó las sienes, pues se sentía a punto de estallar. Maldición…
El ángel siguió hablando.
—Vas a salir esta noche, ¿verdad? Pues búscame cuando regreses.
—Siempre estás conmigo de todas maneras, ¿no?
—No sé de qué hablas. Nos vemos después de la Última Comida.
—¿Qué vas a hacer?
—Dices que quieres ayuda… Pues bien, voy a dártela.
Lassiter se puso de pie y recogió sus galletas.
—Hasta el amanecer, amigo.
Una vez solo, Tohr consideró durante un momento la posibilidad de dar un golpe al espejo, pero luego pensó que tal vez se cortase y eso pusiera en peligro sus posibilidades de salir a pelear y a matar restrictores. Y, por el momento, esa perspectiva era lo único que lo mantenía cuerdo.
Sangre, sudor, lágrimas.
Tohr soltó una maldición, se dio una ducha, se afeitó y salió a la habitación. N’adie ya se había marchado, seguramente para poder bajar a la Primera Comida por su cuenta. Hacía lo mismo todas las noches, aunque esa comedia no debía de engañar a nadie.
«Tú sabes tan bien como yo lo que no has hecho».
Maldita sea, Lassiter posiblemente tenía razón…, y no solo en lo que tenía que ver con el sexo.
Mientras pensaba en eso, se dio cuenta de que nunca le había dicho nada a la hembra sobre sus sentimientos y su padecer. Como si la pobre no supiera que él tenía pesadillas, cuando saltaba de la cama cada dos por tres como si fuera una tostada y se le ponía una mala cara que parecía enfermo del hígado. Pero él nunca le explicaba nada. Nunca le daba pie para preguntar nada.
En realidad no hablaba con ella de eso ni de nada. Ni de su trabajo en el campo de batalla. Ni de sus hermanos. Ni de los conflictos que tenía el rey con la glymera.
Y también mantenía otras muchas distancias…
Fue hasta el armario, sacó unos pantalones de cuero y se los puso…
Pero se le quedaron atascados a la mitad de la pierna. Y cuando trató de quitárselos, no pudo. Entonces tiró con más fuerza… y se rasgaron por la mitad.
¿Qué coño estaba pasando?
Malditos pantalones de mierda.
Tohr agarró otros. Y le pasó lo mismo… Joder, sus muslos se habían vuelto demasiado grandes.
Entonces revisó toda la ropa de combate que tenía en el armario. Ahora que lo pensaba, hacía días que la ropa le quedaba apretada. Cada vez más. Las chaquetas le oprimían los hombros. Las camisas terminaban descosidas por el sobaco al final de la noche.
Se dio la vuelta y se miró en el espejo.
Virgen Escribana. Había recuperado el tamaño que tuvo en su día. Era curioso que no lo hubiese notado antes, pero lo cierto era que su cuerpo, ahora que tomaba sangre fresca de manera regular, había recobrado sus antiguas dimensiones y los hombros estaban cubiertos de músculos, los brazos eran gruesos, en el estómago se podían ver los abdominales y los muslos se hinchaban llenos de poder.
N’adie era la responsable de eso. Lo que lo fortalecía era la sangre de N’adie corriendo por sus venas.
Dio media vuelta, se dirigió al teléfono que tenía sobre la mesita, pidió unos pantalones de cuero de una talla más grande y se sentó en el sillón.
Sus ojos se clavaron en el armario.
El vestido de la ceremonia de apareamiento todavía estaba allí, relegado al fondo, colgado en el mismo lugar donde lo había dejado cuando decidió intentar seguir adelante.
Lassiter tenía razón: no había llevado las cosas hasta donde podía llevarlas. Pero, joder, ¿por qué tenía que hacer el amor con otra? ¿Estaba obligado al sexo de verdad con la encapuchada? Él solo había estado con su Wellsie.
Mierda… Aquella pesadilla no hacía más que agravarse.
Pero esa visión que tenía en sueños de su shellan alejándose más y más…, cada vez más desvanecida…, con ojos exhaustos y tan grises como el paisaje…
El golpe en la puerta resonó con demasiada fuerza para que fuera Fritz.
—Adelante.
John Matthew se asomó un poco. El chico iba vestido para pelear, llevaba sus armas encima y no parecía muy feliz.
Tohr se sorprendió.
—¿Vas a salir antes que los demás?
—No, he cambiado el turno con Z… Solo quería avisarte.
—¿Qué sucede?
—Nada.
Menuda mentira. La verdad se notaba en las palabras del mudo, sus manos parecían dibujar letras llenas de puntas y bordes afilados, como si fueran mucho más bruscas de lo habitual. Y no quitaba los ojos del suelo.
Tohr pensó en la cama deshecha y en que N’adie había dejado una de sus camisolas sobre la silla del escritorio.
—John, escucha…
El chico no lo miró. Solo se quedó allí, en el umbral, con la cabeza gacha, el ceño fruncido y el cuerpo listo para marcharse.
—Entra un minuto. Y cierra la puerta.
John se demoró unos instantes, pero al final entró y cruzó los brazos cuando cerró la puerta.
Joder. ¿Por dónde empezar?
—Creo que sabes lo que está pasando aquí. Con N’adie.
—No es de mi incumbencia.
—Mentira. —Al menos esa brusca respuesta consiguió que John lo mirara, aunque en ese momento Tohr ya no supo cómo seguir. ¿Cómo podía explicarle lo que estaba sucediendo?—. Es una situación complicada. Pero no está ocupando el lugar de Wellsie. —Joder, ese nombre—. Quiero decir que…
—¿La amas?
—¿A N’adie? No, no.
—¿Entonces qué demonios es lo que estás haciendo? No, no me contestes. —John comenzó a pasearse de un lado a otro, con las manos en las caderas. Las pistolas atrapaban de vez en cuando la luz lanzando inquietantes destellos—. Ya me lo imagino.
Aunque era triste, Tohr pensó que la rabia de John era un sentimiento admirable. Un hijo protegiendo la memoria de su madre.
Dios, eso dolía.
—Tengo que seguir adelante —susurró Tohr con voz ronca—. No tengo elección.
—A la mierda con eso. Pero, como ya te he dicho, no es de mi incumbencia. Me tengo que ir. Hasta luego…
—Si piensas por un momento que me estoy divirtiendo mucho aquí, te equivocas.
—He oído los ruidos y sé exactamente cuánto te estás divirtiendo.
Al marcharse, la puerta se cerró con un golpe.
Fantástico. Si esa noche mejoraba, seguramente alguien terminaría perdiendo solamente una pierna. O nada más que la cabeza.