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Tohr tuvo un orgasmo poco después de que N’adie lo mordiera por primera vez. No pudo detener la contracción de los testículos ni las palpitaciones que subían y bajaban por su miembro, ni la explosión que experimentó el glande, entre contorsiones bajo las sábanas.

—Ahhhh… N’adie…

Consciente de lo que acababa de suceder y de qué era lo que le estaba pidiendo, N’adie asintió sobre su garganta, para mostrarle que no tenía objeción. Tanto era así que lo tomó de la muñeca y condujo su mano hacia abajo, por debajo de la sábana.

Tohr ya no tendría que pedir permiso.

Así que abrió las piernas y comenzó a frotarse el pene, que seguía totalmente erecto, con un ritmo acompasado con el de la succión de N’adie. Cuando volvió a eyacular y su verga siguió palpitando como loca, se agarró los testículos y apretó con fuerza. El placer y el dolor se volvieron una sola cosa y el clímax se difundió por todo el cuerpo, por el abdomen, el pecho, los miembros, los colmillos…

La sensación de abandono, de liberación del dolor con el que luchaba todos los días y todas las noches supuso un alivio maravilloso. Ahora su alma era un lago que se había descongelado. Se deleitó con la idea de estar eternamente así, con ella, debajo de ese cuerpo liviano y arrebatador, atrapado por su ligereza y su poderoso mordisco.

Hacía tanto tiempo que no sentía nada bueno en el fondo de su alma… Y como sabía que todos sus pesares lo estarían esperando cuando ese idílico amanecer se desvaneciera, Tohr se sumergió aún más en aquella experiencia, dejándose llevar deliberadamente por todas las sensaciones que el destino le brindaba.

Cuando N’adie retiró por fin los colmillos, los lametones para sellar los pinchazos le hicieron correrse de nuevo: la caricia tibia y húmeda de esa lengua sobre su piel se trasladó de inmediato a la entrepierna, que se sacudió y soltó, torrencialmente, más chorros del líquido que ya empapaba todas las sábanas.

Tohr contempló los ojos de N’adie mientras eyaculaba, se mordió el labio inferior y echó la cabeza hacia atrás, pero siempre procurando no perder de vista sus ojos.

Y así fue como se dio cuenta… de que ella también quería un poco de placer.

La mirada lo decía. El exquisito aroma que despedía el cuerpo de N’adie lo confirmaba.

Tras algunas dudas, hizo la pregunta con voz ronca.

—¿Me permitirías darte algo de placer?

—Yo… no sé qué hacer.

—¿Eso es un sí?

—Sí… —dijo con tono casi inaudible.

Entonces Tohr se acostó de lado y la depositó suavemente sobre el colchón.

—Lo único que tienes que hacer es quedarte ahí… Yo me encargaré de todo.

La facilidad con la que ella obedeció fue una agradable y excitante sorpresa y una señal inmediata, en lo que tenía que ver con su libido, para desnudarla y poseerla.

Pero eso no iba a suceder. No debía hacerlo. Por muchas razones.

—Iré despacio. —Tohr se preguntaba si no se lo estaba diciendo a sí mismo. Y luego pensó que a lo mejor actuaba muy lentamente porque ya se acordaba de lo que se le hace a una hembra…

Pero, de repente, una sombra cruzó por su mente, amenazando con saltar sobre ellos y oscurecer el momento.

Con tristeza, Tohr se dio cuenta de que no podía recordar con precisión cuándo había sido la última vez que su Wellsie y él habían estado juntos. Si hubiese sabido lo que iba a pasar, seguro que habría retenido con mucha más precisión aquellos días celestiales.

Sin duda debió de ser una de aquellas maravillosas y serenas sesiones en su cama matrimonial, cuando los dos estaban semidormidos y felices de seguir sus instintos…

—¡Tohrment!

La voz de N’adie lo sobresaltó y amenazó con hacer descarrilar el tren que avanzaba por la vía del presente. Y entonces Tohr pensó en Lassiter… y en su shellan en medio del submundo gris, atrapada en aquel campo desolado y lleno de polvo.

Si se detenía ahora, no habría una nueva oportunidad de vivir este momento, esta situación llena de promesas con N’adie… ni con cualquier otra. Y él se quedaría prisionero para siempre en su dolor y Wellsie nunca sería libre.

Maldición, así era la vida, a veces tenías que superar obstáculos. Lo malo es que este era el mayor que él, superviviente de tantas batallas a muerte, se había encontrado. Pero había que hacerlo. Ya había tenido más de un año para elaborar su duelo y todavía le quedaban décadas, siglos de vida por delante. Así que durante los próximos diez o quince minutos —quizá una hora o el tiempo que durara—, necesitaba permanecer solo en el aquí y el ahora.

Solo con N’adie.

—Tohrment, podemos detenernos…

—¿Puedo abrirte el manto? —Tohr la había interrumpido con voz forzada por la excitación—. Por favor…, déjame verte.

La hembra asintió y él tragó saliva y llevó una mano temblorosa hasta el cinturón del manto, que se soltó casi sin resistencia alguna.

Los pliegues se abrieron y dejaron expuesto el cuerpo casi desnudo.

El pene de Tohr palpitó con fuerza al contemplar aquel cuerpo, apenas separado de sus ojos, sus manos…, su boca.

Y esa reacción le dijo que, afortunada o desgraciadamente, sí podía hacer lo que se proponía. E iba a hacerlo.

Cuando deslizó una mano por la cintura de N’adie, se detuvo un momento. Wellsie tenía un cuerpo tan sensual, tan lleno de curvas y de fuerza femenina que volvía loco. El de N’adie no se le parecía en absoluto.

—Tienes que comer más —dijo con tono brusco. Al ver que ella levantaba las cejas y parecía encogerse, Tohr sintió ganas de darse un puñetazo en la cabeza. Ninguna hembra necesitaba oír la enumeración de sus defectos en un momento como ese—. Eres muy hermosa. —Sus ojos penetraban la delgada tela que cubría sus senos y sus caderas—. Solo estoy preocupado por tu salud. Eso es todo.

Cuando percibió que ella volvía a relajarse, Tohr se tomó su tiempo y comenzó a acariciarla por encima de la sencilla camisola de lino que llevaba encima, bajando lentamente hacia el vientre. La imagen de ella suspendida sobre el agua azul de la piscina, flotando con los brazos abiertos, la cabeza echada hacia atrás y los senos erguidos, lo hizo gruñir. Y le marcó un primer objetivo.

Tohr dirigió las manos hacia arriba y rozó la base de los senos de la hembra.

Los gemidos que ella dejó escapar y la forma en que se arqueó le dejaron claro que el contacto había sido más que bienvenido. Pero no había prisa. Ya se había apresurado demasiado en la despensa y eso no iba a ocurrir de nuevo.

Con serenidad, Tohr fue subiendo el dedo índice hasta llegar al pezón. Más gruñidos, siseos, gemidos. Más movimientos del cuerpo.

Y más exploración.

Tohr sentía que su cuerpo rugía y su miembro se rebelaba contra las sábanas, contra su autocontrol, contra su ritmo. Pero tenía la intención de mantener tranquilas las cosas allá abajo y estaba decidido a que así fuera. Se trataba del placer de ella, no del suyo, y la manera más rápida de cambiar las cosas sería acercarle su cuerpo desnudo.

Tenía que tratarse de la sangre de ella que corría por sus venas. Sí, eso era. Esa era la causa de esta loca necesidad de apareamiento…

Cuando N’adie comenzó a mover las piernas encima de la sábana y le clavó las uñas en el antebrazo, Tohr le agarró los senos con las dos manos y comenzó a acariciarla con el pulgar.

—¿Te gusta? —Arrastraba las palabras. Ella jadeaba.

Respondió con gemidos, pero la verdadera respuesta fue la enorme tensión erótica que podía ver con sus ojos.

Claro que le gustaba lo que estaba sintiendo.

Entonces Tohr la rodeó con el brazo y la levantó suavemente hasta la altura de su boca. Tuvo un momento de vacilación antes de besarle los senos, pero solo porque no podía creer que de verdad le estuviera haciendo eso a una hembra. En los últimos amargos meses no se le había ocurrido pensar que alguna vez tendría sexo, más allá de sus recuerdos. Pero allí estaba, con su cuerpo desnudo y excitado, su boca a punto de probar a una hembra que no era la añorada.

—Tohrment—gimió ella—. No sé qué voy a…

—No pasa nada, estoy contigo… Yo te tengo.

Tohr dejó caer la cabeza, abrió los labios y le rozó el pezón por encima de la camisola, y comenzó a acariciarla de esa manera. Ella le acarició apasionadamente la cabeza.

La hembra desprendía un olor delicioso. Su aroma era más ligero que el de Wellsie…, y sin embargo actuaba igualmente como combustible de vehículo espacial en sus venas.

El primer lamento le hizo intuir el paraíso, así que siguió lamiéndola y lamiéndola, una y otra vez.

Luego se puso a chupar los pezones, a tirar de ellos delicadamente, con los dientes, con cierto ritmo. Y mientras ella se agarraba a él con más fuerza, empezó a mover sus manos por todo el cuerpo de N’adie, explorando sus caderas y la parte externa de los muslos, el vientre, los costados…

La cama crujía ligeramente y el colchón cedía con todos sus movimientos, mientras él se iba acercando cada vez más al cuerpo femenino, hasta poner en contacto ambos sexos.

Era hora de llevar el encuentro a otro nivel.

‡ ‡ ‡

Esta era la razón por la cual las hembras ponían esa cara tan especial cuando pensaban en sus compañeros.

N’adie por fin estaba entendiendo por qué cada vez que un hellren entraba en una habitación su shellan se enderezaba un poco y esbozaba una discreta sonrisa. Esta era la razón de todas esas miradas entre los dos sexos de la especie. Esto explicaba la prisa por terminar la ceremonia de apareamiento, después de alimentar a los invitados y permitirles bailar un par de piezas; y explicaba también la necesidad de cerrar la casa durante el día.

Esta era la razón por la cual las parejas felizmente apareadas no bajaban a veces al comedor y se saltaban la Última Comida, o la Primera, o todas.

Este festín de los sentidos constituía el sustento último de la especie.

Algo que ella nunca había pensado que llegaría a conocer.

¿Y por qué, contra lo que siempre creyó, era capaz de disfrutarlo? Porque a pesar del deseo frenético, Tohr había tenido mucho cuidado. Aunque evidentemente estaba excitado, al igual que ella, no se apresuró: su autocontrol fue como una jaula de acero que contuvo sus instintos, su premura y su ritmo para que todo discurriera con la lentitud y la serenidad de una pluma que cae al suelo un día sin viento.

Tan delicado era el vampiro que N’adie ya estaba comenzando a impacientarse.

Pero ella sabía que eso era lo mejor. A pesar de lo ansiosa que se sentía, sabía que esa era la manera correcta de hacerlo, porque así no había posibilidad de que ella se confundiera con respecto a la persona con la que estaba o de que dudara de si realmente deseaba lo que estaba pasando…

La sensación de la boca húmeda de Tohr sobre sus senos la hizo gritar y arañar el cuero cabelludo del guerrero. Y eso fue antes de que él empezara a chuparle los pezones.

Con uno de los pezones en la boca, Tohr preguntó:

—¿Abrirías tus piernas para mí?

Los muslos obedecieron antes de que los labios pudieran contestar afirmativamente. Un rugido de satisfacción brotó del pecho de Tohr, que no desperdició ni un minuto. Mientras reacomodaba su boca sobre los senos de ella, deslizó la palma de la mano hasta la parte superior de uno de sus muslos y siguió hacia la zona interna.

—Levanta las caderas, por favor —dijo Tohr, antes de seguir chupándole el pezón.

Ella obedeció de inmediato y estaba tan absorta en las sensaciones que experimentaba que no entendió por qué le pedía eso.

En ese momento sintió un suave roce alrededor de las piernas.

Tohr estaba subiéndole la camisola.

Y a continuación, comenzó a acariciarla de nuevo, pasando primero por la parte superior del muslo, luego hacia abajo…, y otra vez hacia la parte interna…

Qué maravillosa sensación le brindaba la caída de todas las barreras. Como si las cosas no fueran ya suficientemente buenas.

En respuesta, N’adie arqueó la pelvis y tensó los músculos, pero no logró con ello que Tohr se apresurase a llegar hasta ese epicentro de calor que ella sabía que terminaría por reclamar. En realidad, sometida a tantas sensaciones distintas, la hembra ya solo sintió que su sexo florecía y que estaba a punto de estallar. Notó una creciente humedad y aumentó la necesidad de que la acariciara allí, hasta que le doliera, es decir, hasta que pudiera disfrutar como había disfrutado con los mordiscos.

La primera vez que Tohr le tocó la vagina fue apenas un roce que de inmediato la hizo gritar porque quería más. La segunda vez lo hizo con más fuerza. Y la tercera…

N’adie lanzó la mano hacia abajo para cubrir la de Tohr y empujarlo hasta lo más hondo.

El gemido que emitió Tohr fue totalmente inesperado. Probablemente tocarle el sexo lo había hecho eyacular de nuevo. Sí, N’adie pudo confirmar su hipótesis al ver cómo el cuerpo de Tohr se sacudía debajo de las sábanas, de una manera que la hizo pensar instintivamente en la penetración.

Una penetración vigorosa y repetida.

—Tohrment… —N’adie le habló con voz entrecortada, totalmente centrada en una sola idea…

Pasó un momento antes de que él pudiera emitir algún sonido que no fuera el de su respiración.

—¿Estás bien?

—Ayúdame. Necesito…

Tohr volvió a rozar sus labios con los senos de la hembra.

—Me encargaré de eso. Te lo prometo. Solo espera un poco más.

Ella no sabía cuánto tiempo podría soportar aquello sin que su cuerpo se desintegrara.

Pero Tohr le enseñó que la frustración podía alcanzar niveles más altos.

Después de un rato, las caricias siguieron tal como habían comenzado, lenta, suavemente. Eran más un roce que una caricia propiamente dicha. Pero, gracias a la Virgen Escribana, las cosas no se quedaron ahí. Mientras él aumentaba sutilmente la presión en la parte alta de su sexo, N’adie recordó cómo se había masturbado el macho en la clínica, empujando las caderas con las manos y creando una fricción rítmica que finalmente estalló en una ola de placer…

El orgasmo fue más poderoso que cualquier otra cosa que ella hubiese sentido en la vida. Fue un infinito placer que sacudió la parte inferior de su cuerpo, reverberó por todo el torso y tuvo eco hasta en las yemas de los dedos.

N’adie conocía la Tierra y conocía el Santuario.

Pero esto… Esto era el Cielo.