29
Al este, en lo más profundo de la zona rural de Caldwell, Zypher permanecía en silencio, sentado en la parte de arriba de su litera. No se encontraba solo en el sótano de la casa en la que se alojaba la Pandilla de Bastardos. Los tres primos estaban con él, todos con las mismas ganas de hablar, pero todos reticentes a hacerlo.
Nada se movía entre ellos. Ni siquiera se oía ruido alguno, salvo el del cuchillo contra un trozo de madera que parecía estar tallando.
Todos estaban despiertos.
Mientras amanecía sobre el campo y la luz reclamaba el dominio sobre el planeta, todos parecían sumidos en sus pensamientos, pues la gravedad de los actos de su líder comenzaba a pesar demasiado sobre sus cabezas.
No era tan incomprensible que Xcor hubiese apuñalado a Throe con tanta brutalidad por su insubordinación. Tampoco era difícil de creer que hubiese ordenado a todos los demás que se marcharan para que su compañero quedara a merced del enemigo.
No era tan raro, no. Y sin embargo, Zypher no podía entenderlo. Y estaba claro que los demás tampoco.
Throe siempre había sido el que los aglutinaba, un macho valioso, con más honra que todos los demás juntos… Y también con una claridad mental que lo había convertido en una especie de mediador ante Xcor: Throe siempre se interponía en la línea de fuego de su frío y calculador líder y al final era la única voz que este escuchaba… Bueno, casi siempre. También había sido el intermediario entre todos ellos y el resto del mundo, el que tenía acceso a Internet, el que les había conseguido aquella misma casa y buscaba hembras de la raza de las que pudieran alimentarse. Y el que coordinaba los asuntos relacionados con el dinero, la servidumbre y demás necesidades materiales.
Además, tenía razón acerca de la tecnología.
Pero Xcor había estallado y ahora… Si los asesinos no habían encontrado a Throe en ese callejón, era posible que los hermanos lo hubiesen matado, aunque fuera solo por una cuestión de principios.
Pronto pondrían precio a sus cabezas. Solo era cuestión de tiempo…
Zypher miró la talla que estaba haciendo y pensó que era una mierda, pues se parecía a un pájaro tanto como cualquier otro trozo de madera de arce. En efecto, carecía de habilidad con las manos, los ojos o el corazón. Lo de tallar era una manera de pasar el tiempo mientras permanecía despierto.
Zypher habría preferido tener una hembra a mano. Lo que mejor se le daba era follar. Era conocido por pasar horas y horas entre las piernas de las damas sin perder eficacia en su labor erótica.
Ciertamente le vendría bien un poco de distracción.
Después de lanzar el trozo de leña a los pies de la litera, Zypher examinó su daga. Tenía un aspecto magnífico, templada y afilada, capaz de lograr mucho más que una mala talla.
Al principio, Throe no le había agradado. Aquel macho llegó a la casa de la Pandilla de Bastardos durante una noche lluviosa y parecía fuera de lugar: un chico mimado en medio de asesinos, entrando en una casucha en la que seguramente en condiciones normales no habría guardado ni su caballo.
Al principio todos lo habían despreciado de la cabeza a los pies, desde el sombrero de copa hasta los zapatos perfectamente lustrados.
Xcor sorteó entre ellos quién sería el primero en darle una paliza. Zypher había ganado y había sonreído al apretarse los nudillos y prepararse para entregar a su rey la virilidad de ese macho en bandeja de plata.
Throe flaqueó tras los dos primeros ganchos, sin protegerse bien y encajando los golpes en la cabeza y el abdomen. Pero para sorpresa general, algo cambió en él, y de pronto modificó su posición sin razón aparente: apretó los puños, los levantó y todo su cuerpo pareció llenar aquella ropa elegante de una manera completamente distinta.
El cambio había sido realmente extraordinario.
Zypher siguió peleando, lanzándole varias series de puñetazos que Throe comenzó a neutralizar…, y, después de un rato, él mismo tuvo que ponerse a la defensiva.
El dandi parecía haber aprendido a pelear por arte de magia, aunque su ropa fina se estuviera volviendo trizas y estuviera empapado en su propia sangre.
Durante aquella primera noche y las que siguieron, Throe había demostrado una asombrosa capacidad de asimilación y adaptación. Frente a Zypher, entre el primer puñetazo y el momento en que finalmente cayó sentado y exhausto, había evolucionado como guerrero más que muchos soldados que habían pasado años en el campamento del Sanguinario.
Todos habían rodeado a Throe cuando yacía en el barro, con el pecho agitado y la apuesta cara llena de moretones.
De pie, junto a Throe, Zypher había escupido la sangre que tenía en la boca… y luego se había agachado para tenderle la mano a su adversario. El dandi todavía tenía que demostrarles muchas cosas, pero se había portado como un verdadero macho durante la pelea.
En todo aquel tiempo, ni una sola vez se había comportado como un lacayo afeminado.
Era extraño sentir lealtad hacia alguien de la aristocracia. Sin embargo, Throe se había ganado ese respeto una y otra vez. Y ya hacía mucho tiempo que formaba parte de ellos… Aunque era posible que eso hubiese llegado a su fin en aquel callejón de mierda. En todos los sentidos.
Zypher empezó a dar vueltas a su cuchillo mientras contemplaba el hermoso reflejo de las llamas sobre el acero, casi tan fascinante como cuando se reflejaban en los muslos de una hembra.
Xcor había usado su daga para lo que se suponía que servía: cortar, herir, matar. Pero ¿quién había sido su víctima? Si se tenía en cuenta todo lo que Throe había hecho por ellos, su líder, en medio de aquel ataque de ira, había hecho más mal que bien. En efecto, la sed de venganza estaba convirtiendo a Xcor en un individuo muy volátil y eso no casaba muy bien con los planes que tenía.
De repente, Zypher sintió un cosquilleo en la nuca. Seguro que era una de las arañas que convivían con ellos en el sótano. Así que levantó la mano y la aplastó contra el cogote, al tiempo que lanzaba una maldición.
Debería tratar de dormir. En realidad, había estado esperando el regreso de Xcor, pero hacía ya rato que había amanecido y no había vuelto. Tal vez estaba muerto, quizá la Hermandad lo había atrapado. O tal vez la reunión con cierto miembro de la glymera se había complicado.
Zypher se sorprendió al descubrir que no le importaba lo más mínimo. De hecho, más bien deseaba que Xcor no volviera nunca.
Y eso representaba un gran cambio en su manera de pensar. Muchos años atrás, cuando la Pandilla de Bastardos se reunió por primera vez en el Viejo Continente, no eran más que un montón de mercenarios que se preocupaban solo por sí mismos. El Sanguinario había sido el único capaz de unirlos. Aquella máquina del crimen, que carecía de toda capacidad de moderar sus instintos, fue el macho más cruel que había conocido entre los soldados. Pero todos ellos lo habían seguido como símbolo de la libertad y la fuerza en la guerra.
Con ese historial no había manera de que la Hermandad de la Daga Negra llegara a recibirlos en sus filas.
Con el tiempo, sin embargo, se habían creado algunos lazos. A pesar de lo que Xcor pensaba, los soldados que peleaban bajo sus órdenes habían desarrollado ciertas lealtades…, y estas se extendían incluso a Throe, el antiguo aristócrata.
—¿Vas a hablar con él? —La pregunta la hizo Syphon, con voz suave desde el camastro de abajo.
Syphon y él habían compartido litera desde hacía siglos. Zypher siempre dormía arriba. También compartían las mujeres y las hembras, y los dos hacían buena pareja. Syphon era un buen compañero, ya fuera en la cama, en el suelo, contra una pared… o en el campo de batalla.
—Sí. Si es que regresa.
—¿Lo habrá matado? —Había una evidente pesadumbre en el tono de voz de Syphon, y en el de los demás, cuando hablaban de este asunto—. No debió hacerlo.
—Así es.
—Pero tú no tienes por qué tolerarlo.
—No, ya me encargaré del asunto.
El gruñido que se escuchó como respuesta sugería que contaba con refuerzos en caso de que llegara a necesitarlos. Xcor era peligroso como enemigo y como amigo, siempre.
—Malditas arañas. —Zypher volvió a darse un golpe en la nuca.
—Debimos hacer algo —dijo Balthazar en medio de la oscuridad.
Y enseguida se escuchó un murmullo general de aprobación.
—No debemos volver a quedarnos quietos —anunció Zypher—. Y no lo haremos.
Suponiendo que Xcor regresara. Pero si eso no sucedía, seguramente no sería porque había tenido remordimientos por su acción. Xcor nunca se arrepentía de nada. Él era tan implacable como sus cuchillos.
Sin embargo, una cosa estaba clara: si Throe había muerto, Xcor se vería obligado a afrontar una rebelión. Demonios, eso tendría que ocurrir independientemente de la suerte que hubiese corrido Throe. Nadie iba a arriesgar su pellejo por poner en el trono a un sujeto que no era capaz de honrar los lazos de…
Zypher se dio otro golpe tan fuerte en la nuca que alguien bromeó.
—Si quieres un látigo, te prestamos uno.
Pero al sentir que tenía la palma de la mano húmeda, Zypher se la acercó a la cara.
Sangre. Sangre roja. Mucha sangre roja.
Maldición, seguramente la araña lo había picado. Así que comenzó a explorar la zona con la otra mano, tanteando con los dedos…
Y le cayó una gota sobre la muñeca.
Levantó la vista hacia las vigas del techo y su mejilla recibió otra gota procedente de una rendija de la madera.
Antes de que le cayera otra gota de sangre, Zypher estaba en el suelo, con los cuchillos en la mano y en posición de ataque.
Los otros se pusieron alerta de inmediato, sin ni siquiera pronunciar palabra: el mero hecho de verlo en posición de combate los hizo salir de sus camas e imitarlo.
—Estás sangrando —susurró Syphon.
—No soy yo. Hay alguien arriba.
Zypher tomó aire con la intención de percibir algún aroma, pero lo único que pudo sentir fue el olor a humedad de ese sótano oscuro.
Alguien susurró una pregunta:
—¿Será posible que la Hermandad nos haya traído de regreso a Xcor?
En segundos, prepararon sus armas y se cubrieron el pecho con sus armaduras.
—Yo voy delante —dijo Zypher.
Nadie discutió la propuesta, cosa que habría sido inútil, porque el soldado ya se encontraba junto a las toscas escaleras y estaba comenzando a subir. Los otros lo siguieron y, aunque todos juntos pesaban fácilmente media tonelada, subieron sin hacer el más mínimo ruido, sin que la madera crujiera ni una vez.
Los últimos tres escalones habían sido desencajados a propósito, para dar la señal de alarma ante cualquier infiltración. Sin embargo, los soldados los evitaron desintegrándose directamente hasta la puerta de acero reforzado que estaba empotrada dentro de un marco grueso, rodeado de paredes recubiertas de acero por encima del yeso.
Nadie podía entrar o salir fácilmente de allí.
Con cuidado, Zypher desatrancó la puerta y giró el picaporte. Luego la empujó un centímetro.
El olor a sangre fresca llegó enseguida hasta sus fosas nasales, con tanta fuerza que Zypher sintió un sabor metálico en la boca. Y entonces reconoció la fuente.
Era Xcor. Y no había nada ni nadie con él: no había rastros del hedor de los restrictores, ni olía a especias, como les suele ocurrir a los vampiros machos, ni tampoco se percibía la patética fragancia de las colonias que utilizaban los humanos.
Zypher hizo señas a los otros para que se quedaran atrás. Quizá necesitara su apoyo si la nariz lo estaba engañando.
Así que abrió la puerta con rapidez y se ocultó entre las sombras creadas por las tablas y las cortinas que cubrían las ventanas…
En un extremo del suelo, más allá de las baldosas y las tablas de madera burda que formaban una especie de vestíbulo, en el último rincón del salón, en medio de un círculo de luz, se encontraba Xcor, sentado en un charco de sangre.
Todavía llevaba puesta la ropa de combate; la guadaña y las armas reposaban en el suelo junto a él. Tenía las piernas estiradas y los antebrazos, desnudos y completamente ensangrentados, apoyados sobre los muslos.
Tenía una daga en la mano.
Se estaba autolesionando, él mismo se hacía cortes profundos. Una y otra vez, se hería con la afilada daga en aquellos brazos fibrosos, y ya tenía tantas heridas que la sangre le resbalaba por los brazos. Pero eso no era lo más impresionante. Lo que más conmocionaba a quien lo veía y lo conocía era que Xcor estaba llorando. Las lágrimas rodaban por sus mejillas y caían desde la cara para mezclarse con la sangre de los brazos que encharcaba el suelo.
Y se oía un murmullo ronco que repetía: «Maldito maricón…, llorando como un afeminado…, deja de gimotear…, para…, hiciste lo que tenías que hacer…, maldito maricón».
Al parecer, sus hombres no eran los únicos que habían establecido un vínculo con Throe.
Allí estaba el líder, reducido a una condición miserable, agobiado por el dolor y los remordimientos.
Zypher retrocedió lentamente, cruzó la puerta y la cerró tras de sí.
Syphon fue el primero en preguntar con voz queda:
—¿Qué pasa?
—Tenemos que dejarlo solo.
—Entonces, ¿Xcor está vivo?
—Sí. Y se está aplicando el castigo que merece: derrama su propia sangre por aquel a quien ofendió de manera tan terrible.
Hubo un murmullo de aprobación y luego todos dieron media vuelta y bajaron.
Al menos era algo. Pero todavía tenían que pasar muchas cosas para que Xcor recuperara la lealtad de sus soldados. Primero necesitaban saber qué había sucedido con Throe.
‡ ‡ ‡
Sentado sobre el suelo de tablas, en medio del charco que había formado su propia sangre, Xcor se debatía entre las enseñanzas que había recibido del Sanguinario y su… corazón.
Porque aquello debía de ser cosa del corazón. Era extraño descubrir a esa edad que tenía corazón. Y, desde luego, resultaba difícil calificar ese descubrimiento como una bendición.
Parecía más bien un indicio de fracaso. El Sanguinario le había enseñado bien las cualidades que debía reunir un buen soldado y las únicas emociones que tenían cabida en su vocabulario eran la rabia, la venganza y la codicia. La lealtad era algo que exigías a tus subordinados, y si estos no te la entregaban a ti, y solo a ti, tú los desechabas como se hace con las armas que no funcionan bien. El respeto era algo que solo se sentía por la fuerza del enemigo y únicamente porque no querías que te ganara por subestimarlo. El amor no existía, salvo el amor al poder. Era un sentimiento asociado exclusivamente con la adquisición y la defensa exitosa del poder.
Mientras volvía a herirse con la daga, Xcor gimió. El dolor en los brazos y las piernas era mortificante y hacía que la cabeza se le nublara. El corazón empezaba a perder el ritmo.
La sangre manaba sin parar. Xcor rezaba para que se llevara con ella la confusa mezcla de ira y remordimientos que se había apoderado de él poco después de dejar a Throe sobre el pavimento.
¿Cómo era posible que todo hubiera salido tan mal?
Todo había comenzado cuando decidió no marcharse de aquel callejón.
Después de despachar a sus soldados, Xcor tenía intención de hacer lo mismo que ellos, pero había terminado quedándose en el techo de uno de los edificios, escondido mientras vigilaba a su soldado. Se había dicho que lo hacía para asegurarse de que fueran los hermanos los que encontraran a su segundo al mando, y no la Sociedad Restrictiva, porque la información que necesitaba tenía que ver con los primeros y no con la segunda.
Pero mientras observaba a Throe retorciéndose de dolor en el asfalto, tratando infructuosamente de encontrar un poco de alivio al cambiar de postura, la realidad de un orgulloso guerrero que ha quedado indefenso caló en lo profundo de su mente.
¿Por qué razón había causado semejante agonía?
Mientras el viento azotaba su cara y le aclaraba la mente y enfriaba su temperatura, Xcor se dio cuenta de que no se sentía cómodo con lo que había hecho, y que su conducta le resultaba intolerable.
Cuando los asesinos llegaron, sacó el arma, listo para defender al macho al que acababa de herir. Pero no hizo falta, porque Throe se había defendido increíblemente bien…, y luego llegaron los hermanos y actuaron tal como él había previsto que harían, deshaciéndose de los restrictores con facilidad, recogiendo a Throe y montándolo en la parte trasera de un vehículo negro.
En ese momento, Xcor resolvió no seguir al todoterreno. Y la razón que eligió fue la más inesperada en vista de su comportamiento previo. En los cuarteles de la Hermandad, Throe recibiría el mejor tratamiento posible.
Uno podía pensar lo que quisiera sobre los lujos de esos desgraciados, pero Xcor sabía que tenían acceso al mejor cuidado médico. Ellos eran la guardia privada del rey y Wrath solo les podía ofrecer lo mejor. Si él seguía al todoterreno con la idea de infiltrarse en sus cuarteles, los hermanos podrían descubrirlo y combatirían con él, en lugar de prestar a Throe la ayuda que necesitaba.
Xcor se mantuvo, por tanto, al margen por la razón equivocada, la razón incorrecta, una razón inaceptable. A pesar de todo el entrenamiento que había recibido, se sorprendió eligiendo la vida de Throe por encima de su ambición. Su rabia lo había llevado en una dirección, pero sus remordimientos lo habían empujado en la contraria. Y eran estos últimos los que habían terminado por ganar la batalla.
Sin duda, el Sanguinario se estaría revolviendo en su tumba.
Ya había decidido no hacer nada más el resto de la noche cuando un disparo iluminó el callejón, aun antes de que arrancara el vehículo en el que iba Throe.
Intentó hacerse cargo de lo que sucedía. Hubo un momento de calma. Luego Tohrment, hijo de Hharm, salió al centro del callejón, dejando atrás su escondite y convirtiéndose en un objetivo perfecto para los restrictores que acababan de llegar y a los que el suicida disparaba.
Resultaba imposible no respetar semejante comportamiento.
Xcor se encontraba justamente encima del asesino que había iniciado el fuego contra el hermano y, aunque varias balas del enemigo habían penetrado en su cuerpo, Tohrment seguía disparando con las dos pistolas, implacable, sin inmutarse.
Un tiro en la cabeza y se acabó, estaría muerto.
Siguiendo un impulso que se negó a calificar, Xcor se tiró al suelo, se arrastró hasta el borde del edificio y apuntó con su arma. En un instante vació el cargador sobre el asesino que estaba escondido. Así disminuían las posibilidades de que el hermano muriera. Qué menos podía hacer ante semejante despliegue de coraje.
Luego se desintegró para irse lejos de la zona de combate. Recorrió las calles de Caldwell durante horas, con las enseñanzas del Sanguinario dando vueltas y más vueltas en su cabeza… Trataba de resucitarlas, devolverles su vigencia, para atenuar aquella maldita sensación de que lo que le había hecho a Throe había estado muy mal.
Sin embargo, solo consiguió que los remordimientos se intensificaran. De golpe desfilaron por su cerebro recuerdos de años y años de relación con aquel soldado, ese que alguna vez le había llamado padre.
La idea de que tal vez él no estaba hecho de la misma madera que el Sanguinario era difícil de aceptar. Sobre todo si se tenía en cuenta que había emprendido junto con sus soldados una guerra contra el Rey Ciego, para la cual necesitaría la clase de fortaleza que solo proviene de la falta de compasión.
En efecto, ya era muy tarde para echarse atrás, aunque quisiera, y tampoco quería. Todavía tenía la intención de derrocar a Wrath, por la sencilla razón de que el trono existía para ser conquistado, independientemente de lo que dijeran las Leyes Antiguas o las tradiciones.
Pero, en cuanto a sus soldados y su lugarteniente…
Xcor volvió a concentrarse en sus antebrazos e, impulsado por lo que ya era una horrible rutina y una difusa búsqueda ciega de sí mismo, volvió a clavar la hoja de la daga en su carne, y utilizando además el lado menos cortante, para que la herida fuese más brutal, irregular y peligrosa.
Cada vez resultaba más difícil encontrar un trozo de piel sin heridas.
Apretaba los dientes y gemía, y rogaba que el dolor llegara hasta el centro mismo de su ser. Lo necesitaba para escarbar entre sus emociones en busca de la voz del Sanguinario, que nunca dejaba de llenarlo de fuerzas y aclarar su mente y su frío corazón.
Sin embargo, no lo lograba, por más dolor que se infligiera. El sufrimiento hacía más fuerte la certeza de su infamia, más horrible la traición a un buen macho, con un alma noble, que le había servido muy bien.
Empapado de sangre por todas partes, anegado por el dolor, Xcor volvió a cortarse muchas veces más, en espera de que le llegara la claridad…
Y cuando se convenció de que esta no llegaría, se sorprendió reconociendo que, si alguna vez tenía oportunidad de hacerlo, liberaría a Throe de su condena de una vez y para siempre.