28

Sentada al lado de Tohrment, N’adie dijo otra vez «sí».

Querida Virgen Escribana, algo había cambiado entre ellos. En la atmósfera cargada, eléctrica, que separaba sus cuerpos, se percibía una especie de calor, una corriente de energía que les hacía estremecerse.

Esto era totalmente distinto de lo que había ocurrido entre ellos en la oscuridad de la despensa, cuando había quedado atrapada en las garras perennes del pasado.

Tohrment maldijo en voz baja.

—Mierda, todavía no me han limpiado.

Como si no fuera un herido, sino una mesa por la que hubiese que pasar la bayeta.

N’adie frunció el ceño.

—No me importa tu apariencia. Lo único que me importa es que sigas respirando y que tu corazón palpite.

—Pides muy poco a los machos.

—No tengo ninguna petición para los machos. Sin embargo, en lo que tiene que ver contigo, si hay salud y estás a salvo, yo estoy en paz.

—Realmente, no te entiendo…, pero te creo.

—Haces bien porque es la verdad.

Mientras contemplaba su mano entrelazada con la de Tohr, N’adie pensó en lo que él había dicho sobre el pasado, acerca de la familia improvisada que habían formado los tres en el Viejo Continente.

Dijo que ella los había destrozado a todos, incluso a su propia hija.

En realidad, durante mucho tiempo N’adie había visto la resurrección que le fue concedida como una oportunidad de arrepentirse por haberse quitado la vida, pero luego notó que se trataba de otra cosa… Y ahora volvía a darse cuenta de que tenía que cumplir otro propósito.

Por ejemplo, había hecho daño a este macho, y tenía la oportunidad de ayudarlo.

Así era como funcionaba el principio fundamental de la Virgen Escribana: todas las trayectorias, todas las vidas tenían que trazar un círculo completo para mantener el equilibrio cósmico.

Pero ¿podría ayudarlo?

Decidida a hacerlo, contempló el cuerpo de Tohr, o al menos lo que podía ver fuera de la sábana. Tenía el pecho magníficamente musculoso, con una cicatriz en forma de estrella en uno de los pectorales. También el abdomen parecía increíblemente fuerte. Por todas partes se veían magulladuras en las que prefería no pensar, y pequeños agujeros que la asustaban.

Pero enseguida captó su atención lo que estaba ocurriendo por debajo de la cintura. Tohr mantenía la sábana azul sobre las caderas, como si tratara de esconder algo. Además, notó que su antebrazo y su mano sujetaron la tela más fuerte al ver que ella miraba hacia allí.

—No te preocupes por eso —balbuceó el pobre.

Está excitado, pensó N’adie.

—N’adie, vamos…, mírame a los ojos. No mires hacia allá abajo.

La temperatura del cuarto pareció subir de repente, hasta tal punto que la hembra pensó en quitarse el manto. Y de pronto, como si pudiera leer sus pensamientos, Tohr arqueó la pelvis con un movimiento sensual, que fue instintivo pero pareció consciente.

—Ay, mierda… N’adie, olvídate de esto, por favor.

Una extraña excitación corrió entonces por las venas de la hembra, haciendo que le zumbara la cabeza y sintiera un ligero mareo. Y, sin embargo, en ningún momento pensó en no alimentarlo. Por el contrario, con esa excitación deseaba sentir la boca de Tohr sobre su piel.

En tales condiciones, N’adie acercó la muñeca a los labios de Tohr.

El herido gimió y la mordió rápidamente. Para ella fue un dolor dulce, inexplicable, totalmente distinto de cualquier pinchazo normal. Tohr comenzó a succionar y su boca tibia y húmeda se ajustó perfectamente sobre la carne femenina, alimentándose rítmicamente…

Desde el fondo de su garganta, a Tohr se le escapó un gemido de placer y, al oírlo, N’adie sintió que el corazón le saltaba en el pecho y comenzaba a latir todavía más rápido. Y creció aquel calor interno, insidioso, sensual y sofocante, y su cabeza pareció derretirse. Igual que el cuerpo.

Como si hubiese sentido las reacciones físicas de la mujer, Tohrment volvió a gemir y entornó los ojos. Y luego comenzó a emitir pequeños gruñidos, amorosos sonidos que resultaban chocantes al salir de aquel formidable cuerpo.

Con las luces encendidas y la posibilidad de retirar el brazo cuando quisiera, N’adie estuvo tranquila. Solo la amenazó el pánico durante unos segundos, antes de desaparecer por completo. Podía ver muy claramente a Tohrment. Imposible confundirlo con otro. La habitación bien iluminada no tenía nada en común con aquel silo subterráneo: aquí todo brillaba y se hallaba limpio, y el macho que estaba tomando sangre de su vena… era claramente un vampiro, ni remotamente parecido a un symphath.

Cuanto más cómoda se sentía, más consciente era de lo que ocurría en la sala.

Por ejemplo: Tohr no dejaba de mover las caderas.

Bajo la sábana que ella tendría que lavar al día siguiente, oculta por la pantalla que formaban las manos de Tohr, la pelvis del guerrero no dejaba de moverse. Y cada vez que lo hacía, los abdominales se tensaban, el torso se arqueaba y los gemidos se hacían un poco más fuertes.

La excitación de Tohr era enorme.

A pesar de estar gravemente herido, su cuerpo se encontraba listo para aparearse, desesperado por hacerlo, a juzgar por el movimiento de sus caderas…

Al principio N’adie no entendió el cosquilleo que comenzó a sentir por todas partes y que la fue adormeciendo y sensibilizando al mismo tiempo. Tal vez era debilidad, el resultado de haber alimentado a Tohr dos veces en menos de un día… Pero no se trataba de eso. Cuando vio que las manos de Tohrment se apretaban de nuevo frente a sus caderas, que parecía agarrarse la verga por debajo de la sábana, entendió que su sexo estaba clamando por recibir atención y que él se había visto obligado a darle algún…

La electricidad ambiental se disparó hasta el infinito cuando N’adie se dio cuenta cabal de que Tohr se estaba masturbando.

La hembra empezó a respirar con dificultad y, bajo el manto, el calor se hizo mayor y se centró en la parte inferior de su vientre.

Querida Virgen Escribana, ella también estaba… excitada. Por primera vez en su vida.

Como si pudiera leer sus pensamientos, los ojos de Tohr se clavaron en los de la hembra y N’adie pudo ver en ellos una expresión de confusión y una misteriosa oscuridad que parecía cercana al miedo. Y, mientras, la excitación femenina crecía y crecía…

Se miraban intensamente. Tohr liberó una de sus manos y tocó el antebrazo de N’adie. No lo hizo con la intención de sujetarla para retenerla, sino para acariciarla suave, lentamente.

Respirar se estaba volviendo una misión imposible. Pero a ella no le importó.

Las delicadas caricias de los dedos de Tohr eran embriagadoras y la acercaban cada vez más a una anhelada llama que no alcanzaba a ver. N’adie cerró los ojos y se dejó llevar lejos de cualquier preocupación o temor, hasta que solo percibió las nuevas sensaciones que le regalaba su cuerpo.

Mientras alimentaba a Tohr, en cierto modo N’adie también se estaba alimentando. Nutría por primera una parte de su alma que nunca había explorado.

Pasado un rato, N’adie notó unos lametones. Tohr había terminado.

Quería pedirle, o mejor rogarle, que continuara. Abrió los ojos, que notaba pesados. El mundo parecía borroso y ella se sentía igualmente extraña…, sin aliento, como si se hubiese vuelto etérea, con miel en lugar de sangre corriéndole por las venas y con un cerebro de algodón.

Tohrment se encontraba en un estado totalmente distinto.

No estaba, ni mucho menos, en una nube. Los músculos se mostraban tensos no solo a la altura de las caderas, sino por todo el cuerpo, desde los bíceps hasta los abdominales. Incluso los pies parecían erguirse, poderosos, debajo de la sábana.

La otra mano, aquella con la que había estado acariciándola, regresó a su posición inicial debajo de la cintura.

—Creo que es mejor que te marches.

Había hablado con un tono tan profundo que N’adie frunció el ceño mientras trataba de descifrar el sentido último de aquellas palabras.

—¿He hecho algo malo?

—No, pero yo sí estoy a punto de hacerlo. —Tohr apretaba los dientes y sus caderas subían y bajaban por debajo de la sábana—. Tengo que… Mierda.

¿Qué más necesitaba saber la hembra? Todo estaba muy claro.

—N’adie, por favor…, tengo que… No podré contenerme durante mucho más tiempo…

N’adie pensó en lo hermoso que era el cuerpo enorme de Tohr en medio de aquella mezcla de placer y agonía: aunque estaba herido y lleno de sangre por todas partes, había una carga inconfundiblemente sexual en la manera en que apretaba los dientes y se agitaba sobre la mesa de operaciones.

Durante un momento, la pesadilla de lo que había vivido con el symphath amenazó con regresar y el terror intentó apoderarse de nuevo de su conciencia. Pero Tohrment gimió y eso la hizo volver en sí.

—No quiero irme —dijo la hembra con voz ronca.

Tohr crispó el rostro y dejó escapar otra maldición.

—Si te quedas, vas a ver un tremendo espectáculo.

—Entonces… muéstramelo.

Los ojos del macho se clavaron en los de ella, mientras su cuerpo se quedaba como paralizado. Su único movimiento era ahora el de los párpados. Finalmente habló con tono sordo.

—Voy a correrme. ¿Sabes lo que eso significa? ¿Sabes qué es tener un orgasmo?

N’adie dio las gracias mentalmente a la Virgen por estar sentada. Porque entre la voz ronca de Tohr, aquel pesado y fascinante olor y la manera tan erótica en que se estaba agarrando el miembro viril, sentía que estaba a punto de caerse al suelo, de volverse loca, de morirse de pasión.

—N’adie, ¿entiendes lo que estoy diciendo?

La parte de ella que acababa de despertar a la vida respondió:

—Sí. Lo entiendo, y quiero verlo.

Tohr sacudió la cabeza como si tuviera la intención de discutir. Pero luego lo pensó mejor y no dijo nada más.

—Alíviate, guerrero —le dijo N’adie con voz sensual.

—Ay, Dios…

—Ahora.

Al oír la orden de N’adie, Tohr se sintió obligado a obedecer. Así que levantó una de sus rodillas por debajo de la sábana, abrió las piernas y se agarró con más fuerza la parte de su anatomía que lo definía como un macho.

Lo que sucedió después fue indescriptible. Tohr se masturbó sobre la sábana, convertida en un ovillo, moviendo las caderas, haciendo presión, gimiendo mientras su cuerpo llegaba al momento cumbre…

El sonido, la música de la masturbación, la respiración entrecortada, los gemidos y los crujidos de la camilla, todo eso también llevó a la hembra a regiones desconocidas.

Era el espíritu animal en medio de la agonía de la pasión.

Y no había marcha atrás para ninguno de los dos.

Tohr movió la mano más rápido, haciendo más presión, hasta que el pecho se levantó y toda su anatomía pareció tallada en piedra y no de piel, carne y huesos. Luego soltó una maldición y se sacudió. Los espasmos del macho hacían que N’adie hiciera presión instintivamente sobre su propio pecho y que comenzara a jadear, como si lo que le estaba ocurriendo a él se repitiera en ella. ¿Qué clase de milagro era ese? Tohrment parecía estar sufriendo, y sin embargo no parecía querer que cesara su sufrimiento; todo lo contrario, incrementaba la agonía moviendo las caderas con más fuerza.

Hasta que terminó.

Después, lo único que se escuchaba era la respiración de los dos, al principio bastante agitada y luego cada vez más silenciosa.

Cuando sus sentidos volvieron a la normalidad, N’adie sintió que también recuperaba la conciencia. Y lo mismo pareció ocurrir con él. Tohr retiró las manos de su entrepierna y se vio que parte de la sábana estaba mojada. Había una mancha húmeda que antes no estaba allí.

El vampiro habló por fin.

—¿Estás bien?

N’adie abrió la boca, pero no tuvo fuerzas para hablar, así que solo asintió con la cabeza.

—¿Seguro?

Era tan difícil poner en palabras lo que estaba experimentando… No se sentía amenazada, eso era seguro. Pero tampoco podía decirse que estuviera bien…

Se sentía angustiada, ansiosa. La cabeza le daba vueltas. El mundo daba vueltas en torno a ella.

—Estoy tan… confundida.

—¿Sobre qué?

Vio los agujeros de las balas en el cuerpo de Tohr y sacudió la cabeza. No era el momento adecuado para hablar.

—Déjame llamar a los sanadores. Necesitas que te atiendan.

—Tú eres más importante que eso. ¿Estás bien?

A juzgar por la firmeza de su gesto, resultaba evidente que Tohr no iba a dejar las cosas así. Y si ella se marchaba para llamar al cirujano, seguramente la seguiría y dejaría en el suelo un reguero de esa preciosa sangre que no podía permitirse malgastar.

N’adie no tuvo más remedio que intentar explicarse.

—Sencillamente, nunca esperé que…

De pronto N’adie creyó volver a la realidad. No podía engañarse. Esa erección, la masturbación… había sido posible porque él estaba pensando en su shellan. Ella misma le había dicho que Wellesandra era bienvenida y él había dejado muy claro que no quería a ninguna otra hembra. No había experimentado el orgasmo por ella, sino pensando en la otra, en la amada que ya no volvería.

No había tenido nada que ver con ella.

Lo cual, en realidad, no debería molestarla. Después de todo, era exactamente lo que le había dicho que quería que pasara. ¿Por qué, entonces, se sentía tan desilusionada?

—Estoy bien. —N’adie lo miró a los ojos—. De verdad. Ahora, ¿puedo ir a por los sanadores? No me quedaré tranquila hasta que te atiendan.

Tohr dudó, pero luego asintió con la cabeza.

—Está bien.

La hembra hizo un esfuerzo por sonreír y dio media vuelta. Pero cuando llegó a la puerta, Tohr la detuvo.

—N’adie.

—¿Sí?

—Quiero devolverte el favor.

‡ ‡ ‡

Aquellas palabras la hicieron frenar en seco.

Al igual que a Tohr.

Mientras N’adie permanecía en la puerta, dándole la espalda, Tohr no podía creer que semejante frase hubiera salido de su boca. Pero era la maldita verdad, y estaba decidido a cumplir su deseo.

—Sé que vas al Santuario para satisfacer tus necesidades de sangre —dijo él—, pero eso ahora no será suficiente. Me he alimentado mucho de ti en las últimas veinticuatro horas.

La hembra no respondió, pero él percibió su aroma y tuvo que contener un gruñido. No estaba seguro de que N’adie tuviera conciencia de ello, pero su cuerpo había sido muy claro: deseaba lo que él le podía dar.

Con ansia.

Dios, ¿en qué lío se estaba metiendo? ¿De verdad se estaba ofreciendo a dar su sangre a otra hembra distinta de su Wellsie?

«Dios te ayude si ella alguna vez llega a desearte…».

No, no, no tenía nada que ver con sexo. Simplemente quería ayudarla, después de todo lo que ella le había permitido tomar de su propio cuerpo. Era solo sangre…

Pero la voz interior no se dejaba engañar.

¿Solo? ¿Te parece poco?

¿Estás seguro de lo que vas a hacer?

El maldito sermón de Lassiter regresó a su memoria: «Tú estás vivo. Ella no. Y el hecho de que te aferres al pasado os está dejando a los dos en el Limbo».

Tohr carraspeó.

—De verdad. Quiero devolverte el favor. Solo se trata de eso.

Ah, ¿de veras?, preguntó la vocecita.

Vete a la mierda…

—¿Cómo dices? —La hembra hablaba desde la puerta, con gesto de sorpresa.

—Escucha, ven a buscarme después de que terminen de remendarme. Estaré en mi habitación.

—Es posible que estés más herido de lo que crees.

—No, he estado aquí muchas veces. Cientos de veces.

Ella se puso la capucha de nuevo.

—Pero necesitas la sangre para recuperarte.

—Tú me has dado más que suficiente para los dos. Ven a mí, quiero decir…, ven a verme.

Hubo una larga pausa.

—Voy a buscar al doctor.

Cuando N’adie salió, Tohr dejó caer la cabeza, que se estrelló contra la dura superficie de la camilla. El golpe reverberó por todo su cráneo. Y el dolor le gustó. Así que volvió a hacerlo.

Manello entró en ese momento.

—¿Ya habéis terminado?

El tono del cirujano carecía por completo de malicia, lo cual Tohr habría agradecido con alguna broma si en ese momento no se hubiera dado cuenta de que la sábana estaba llena de semen.

—Muy bien, te diré lo que vamos a hacer. —El cirujano se puso unos guantes—. Te hice unas placas cuando estabas inconsciente y me alegra informarte de que solo tienes un par de balas dentro del cuerpo. Una en el pecho y otra en el hombro. Así que voy a abrirte, voy a extraer el plomo y luego coseré las otras heridas de entrada y salida. Fácil, ¿verdad?

—Pero primero necesito limpiarme.

—Ese es mi trabajo y, créeme, tengo suficiente agua destilada como para quitar toda esa sangre y todavía lavar un coche.

—Sí…, bueno… No me refería a esa clase de limpieza.

Manello adoptó de pronto una expresión decididamente profesional, lo cual mostró que había entendido el mensaje con claridad.

—Me parece buena idea. ¿Qué tal si te traigo otra sábana?

—Será estupendo, gracias. —Puta mierda. Estaba ruborizado. O tal vez no se había dado cuenta de que también le habían disparado en la cara y por eso le ardían las mejillas.

Mientras la sábana limpia pasaba de unas manos a otras, Manello comenzó a revisar con deliberada lentitud todos los instrumentos que tenía sobre la mesita de ruedas: las agujas, el bisturí, el hilo, las tijeras, los paquetes de gasa estéril…

Era increíble cómo el sexo podía convertir en adolescentes a hombres hechos y derechos.

Tohr se aseó y le pidió a su erección que desapareciera de una puta vez. Por desgracia, el miembro parecía hablar otra lengua, porque permaneció duro como una palanca. ¿Sería, tal vez, un pene sordo?

Menos mal que ya no estaba dispuesto a darle un puñetazo.

Tohr arrojó al suelo la sábana manchada y se tapó con la limpia.

—Estoy listo.

La buena noticia era que al menos no tenía ninguna herida en las piernas, así que Manello permanecería concentrado en el torso.

—Bien. —El doctor se acercó de nuevo—. Creo que será suficiente con anestesia local. Cuantas menos drogas, mejor. ¿Te parece bien?

—Claro, haz lo que te parezca mejor.

—Me gusta esa actitud. Empezaremos con esta herida en la parte alta del pecho. Puede que sientas ardor mientras se adormece…

—¡Mieeeeerda!

—Lo siento.

Mientras Manello empezaba a trabajar, Tohr cerró los ojos y pensó en N’adie. Luego miró al médico.

—No me tengo que quedar aquí cuando terminemos, ¿verdad?

—Si fueras un humano, sí. Pero esta mierda ya está sanando. Joder, sois increíbles.

—Así que podré volver a la mansión.

—Bueno, sí…, después de un rato. —En ese momento se oyó un golpe metálico, como si el médico acabara de dejar caer una de las balas en la bandeja—. Creo que Mary quería echarte un vistazo antes.

—¿Por qué?

—Solo quiere echarte un vistazo, ya sabes, lo habitual.

Tohr fulminó al médico con la mirada.

—¿Por qué?

—¿Te das cuenta de la suerte que has tenido de no haber terminado…?

—No necesito «hablar» con ella, tengo la cabeza en mi sitio.

—Mira, yo no tengo nada que ver en eso.

—Estoy perfectamente…

—Tanto que esta noche te ha dado por correr en mitad de un tiroteo.

—Gajes del oficio…

—Venga ya. Tú no estás bien y claro que necesitas hablar con alguien, imbécil. —Al pronunciar las palabras bien y hablar, el humano movió las manos en el aire formando unas comillas, a pesar de que tenía las manos ocupadas.

Tohr cerró los ojos, frustrado.

—Mira, iré a ver a Mary cuando pueda…, pero cuando terminemos aquí tengo algo que hacer.

En respuesta, el cirujano soltó una retahíla de improperios.

Pero eso no era problema de Tohr.