27
Throe se despertó en medio del vacío. No veía nada, no oía nada y tampoco sentía su cuerpo, como si la oscuridad que lo rodeaba se hubiese apoderado completamente de él.
Así que este era el Dhund, pensó. Lo opuesto al resplandeciente Ocaso. El tenebroso lugar donde eran encerrados para toda la eternidad aquellos que habían pecado en la Tierra.
Este era el infierno del Omega. Y, en efecto, era ardiente. Porque Throe sentía que le ardían las entrañas…
—No, te equivocas. Ese restrictor también recibió un tiro desde arriba. Había alguien más en ese lugar.
Los sentidos de Throe se despertaron rápidamente y espantaron el vacío de forma tan contundente como el amanecer ahuyenta las tinieblas. Pero tuvo cuidado de no cambiar el ritmo de la respiración ni moverse, pues el macho que hablaba no era uno de sus compañeros soldados.
Y tampoco lo era el dueño de la segunda voz.
—¿De qué estás hablando?
—Cuando me acerqué para apuñalarlo y enviarlo de regreso al Omega, vi que estaba como un colador y que tenía algunos disparos que solo podía haber recibido desde lo alto. Sé de lo que hablo, tenía el cráneo agujereado, al igual que los hombros, estaba como un colador.
—¿Y ninguno de nuestros chicos se encontraba arriba?
—No, que yo sepa.
Intervino una tercera voz.
—Todos estábamos abajo, en el suelo.
—Pues entonces lo mató un desconocido. Tohr le metió un poco de plomo en el cuerpo, claro, pero eso no fue lo decisivo…
—Silencio. Nuestro huésped se está despertando.
Sin poder fingir más, Throe había abierto los ojos. No, aquello no era el Dhund, pero se le parecía: la Hermandad de la Daga Negra se encontraba allí, en pleno, alrededor de él, y todos los machos lo miraban con odio. Y eso no era todo. También había otras personas, soldados, obviamente… Y aquella hembra, la que había matado al Sanguinario.
Joder, también el gran Rey Ciego.
Throe se concentró en Wrath. Llevaba gafas ahumadas, pero incluso así la mirada resultaba bastante penetrante. El vampiro más importante del planeta tenía el mismo aspecto de siempre: un guerrero gigantesco, con la astucia de un maestro en estrategia, la expresión de un verdugo y un cuerpo lo suficientemente fuerte como para complementar cualquiera de esas habilidades.
Verdaderamente imponía.
Xcor había elegido a un adversario muy, pero que muy peligroso.
El rey dio un paso hacia el borde de la cama.
—Mis cirujanos te han salvado la vida.
—No lo dudo. —A Throe le salía una voz ronca. Querida Virgen Escribana, tenía la garganta totalmente seca.
—Así que, tal como lo veo, bajo circunstancias normales un macho honorable estaría en deuda conmigo. Pero teniendo en cuenta con qué compañías andas, las reglas normales no se aplican.
Throe tragó saliva un par de veces.
—Mi principal lealtad, mi única… lealtad… es con mi familia…
—Esa familia de mierda —murmuró el hermano Vishous.
—Me refiero a mi familia de sangre. Mi… amada hermana…
—Creí que había muerto.
Throe miró con odio al guerrero.
—Así es. Murió.
El rey decidió calmar los ánimos.
—Bueno, bueno, hagamos un trato. Te liberaremos en cuanto te recuperes, para que vayas a contarle al mundo que mis chicos y yo somos tan compasivos y justos como la maldita Madre Teresa. A pesar del jefe que tienes…
—Tenía.
—Da igual. En todo caso, nadie te hará daño…
—A menos que la cagues —terció Vishous.
El rey fulminó al hermano con la mirada.
—Siempre y cuando te portes como un caballero. Incluso te conseguiremos a alguien que te dé su sangre. Cuanto más pronto salgas de aquí, mejor.
—¿Y si mi deseo es luchar junto a vosotros?
Vishous escupió en el suelo.
—Nosotros no aceptamos a traidores…
Wrath se dirigió a él con furia.
—V, cierra tu maldita boca o sal de aquí.
Vishous, hijo del Sanguinario, no era la clase de macho al que nadie pudiera dirigirse en ese tono. Excepto Wrath, claro. El hermano de los tatuajes en la cara y reputación de pervertido, el de la mano de la muerte, hizo exactamente lo que le decían y cerró la boca.
Lo cual hablaba muy bien de Wrath.
El rey se volvió otra vez hacia Throe.
—Pero no me importaría saber quién te hizo esto.
—Xcor.
Las fosas nasales de Wrath aletearon.
—¿Y te dejó allí para que te murieras?
—Así es. —De alguna manera, Throe todavía no podía creerlo. Lo cual lo catalogaba como un estúpido—. Sí…, eso es lo que hizo.
—¿Esa es la razón por la que ahora solo les debes lealtad a tus parientes de sangre?
—No. Eso siempre ha sido así.
Wrath asintió con la cabeza y cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Dices la verdad?
—Siempre.
—Bueno, me alegra que los hayas abandonado, hijo. La Pandilla de Bastardos está alborotando un avispero de esos de los que nadie sale vivo.
—Ciertamente… no hay nada que pueda decir que tú no sepas ya.
Wrath soltó una carcajada moderada.
—¡Qué diplomacia!
—Más bien qué porquería —matizó Vishous, que no podía permanecer mucho tiempo callado.
Wrath levantó la mano y el diamante negro del anillo del rey resplandeció.
—Que alguien saque de aquí a ese bocazas o lo haré yo mismo.
—Ya me voy.
Vishous se marchó y el rey se frotó la frente.
—Bien. No más charla. Tienes muy mal aspecto… —Se dirigió a los demás—. ¿Dónde está Layla?
Throe comenzó a negar con la cabeza.
—No necesito alimentarme de la vena de nadie…
—Pamplinas. Mientras estés aquí no te dejaré morir. No quiero que Xcor pueda acusarnos de matarte. No le voy a facilitar esa clase de arma. —Cuando el rey comenzó a avanzar hacia la puerta, Throe vio por primera vez que tenía un perro a su lado, un chucho que llevaba un arnés al cual iba agarrado Wrath. No era posible… ¿De verdad estaba ciego?—. No es necesario decirte que tendrás constante compañía… Ah, hola, Elegida.
El cerebro de Throe dejó de funcionar al ver que una aparición entraba en el cuarto. Una absoluta… aparición. Alta, rubia y de ojos claros, vestida con una túnica blanca. Era, en efecto, una Elegida por los dioses.
Una verdadera belleza, pensó Throe. Un amanecer que respiraba y caminaba… Un milagro.
Pero no estaba sola, como era de esperar tratándose de semejante joya. A su lado se encontraba Phury, hijo de Ahgony, como un escudo protector. Ese hermano tenía un gesto tan serio que parecía que ella fuera de su propiedad. Incluso llevaba una daga negra en la mano, aunque discretamente escondida junto a la pierna, sin duda para no alarmar a la hembra.
—Os dejaré para que procedáis —dijo Wrath—. Yo en tu lugar sería muy prudente en cada movimiento, pues mis chicos están un poco nerviosos.
Cuando el gran Rey Ciego salió con el perro, Throe se quedó a solas con los hermanos, los soldados… y aquella hembra.
La sonrisa de la Elegida fue para él como una fuente de paz, de dulce feminidad en medio de las perversas trampas de la guerra y la muerte. Si Throe no hubiese estado malherido, seguramente habría caído de rodillas en actitud de adoración.
Había pasado tanto tiempo desde la última vez que estuvo cerca de una hembra honorable… Se había acostumbrado a las prostitutas, a quienes trataba como damas, pero no por convicción sino por hábito.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, pues la Elegida le recordó lo que hubiera sido su hermana.
Phury dio un paso al frente y se colocó delante de ella para impedir que la mirase. Luego se agachó y acercó la boca al oído de Throe. Y mientras le apretaba un brazo con sadismo, le susurró:
—Si te atreves a excitarte, te castraré en cuanto se marche.
Desde luego, había quedado claro. El herido echó una mirada a la habitación y vio que Phury no era el único que estaba dispuesto a hacerle pagar sus errores. Los otros hermanos parecían capaces de pelearse entre ellos por sus despojos si se atrevía a tener una erección.
Tras incorporarse, Phury sonrió a la hembra como si no hubiese nada de qué preocuparse.
—Este soldado está muy agradecido por contar con el regalo de tu vena, Elegida. ¿No es así?
Aunque Phury no dijo en voz alta el apelativo que seguramente seguía a esto último, la forma de mirarlo fue suficientemente enfática.
—Siempre os estaré agradecido, señora —dijo Throe en voz baja.
Al oír eso, la Elegida le sonrió a Throe, con lo cual le quitó el poco aliento que le quedaba.
—Me siento bendecida por la posibilidad de servir a un macho honorable como tú, aunque sea de manera insignificante. No hay mayor servicio para la raza que combatir al enemigo.
—Sí que lo hay —dijo alguien entre dientes.
Phury hizo señas a la Elegida para que se acercara a la cama. Throe pudo contemplar su cara, mientras su corazón dudaba entre latir muy fuerte o dejar de latir definitivamente. Imaginándose a qué podría saber su sangre, trató de no lamerse los labios, porque seguramente eso caía dentro de la categoría de las actividades prohibidas. También le recordó a su sexo que permaneciera flácido, o se arriesgaba a no levantarse nunca más.
—No soy digno de esto —le dijo Throe en voz baja.
—Eso es muy cierto —gruñó alguien.
La Elegida frunció el ceño.
—Seguro que es digno. Cualquiera que empuñe con honor una daga contra los restrictores es digno de respeto. —La Elegida se giró para mirarlo de nuevo—. Señor, ¿podemos proceder?
Maldición.
Aquellas palabras llegaron directamente a su entrepierna, la cual se alborotó al instante. Desde la base hasta la punta, el miembro empezó a arder de deseo.
Throe cerró los ojos y rogó a la Virgen Escribana que le diera fuerzas. Y que los hermanos no se dieran cuenta. Aunque era poco probable que se le concediera alguna de las dos cosas…
La muñeca de la Elegida se acercó a sus labios… Throe podía olerla. Abrió los ojos y, al ver la frágil vena a solo unos centímetros de sus colmillos, solo pudo pensar en una cosa: en estirar la mano para acariciar esa suave mejilla…
Pero una daga negra lo obligó a bajar el brazo.
—Sin tocar. —La voz de Phury tenía un tono severo.
Bueno…, si el hermano estaba preocupado por eso, era porque, obviamente, no había notado lo que estaba pasando debajo de la cintura de Throe.
Pero no estaba dispuesto a dejarse castrar, así que muy bien, sin tocar.
Nada de caricias para él…
‡ ‡ ‡
Tohr se despertó con la idea de que era un poco temprano para estar durmiendo. ¿No debería andar por la calle, peleando contra el enemigo? ¿Por qué estaba…?
—Traed inmediatamente a Layla —ordenó una voz masculina—. No podemos operar hasta que no suba un poco la tensión arterial…
¿Cómo?, se preguntó Tohr. ¿La tensión arterial de quién?
—Vendrá en cuanto pueda —respondieron desde lejos.
¿Acaso estaban hablando de él? No, no podía ser…
Abrió los ojos. La lámpara que colgaba sobre su cabeza aclaró las cosas con celeridad. No estaba en su habitación, sino en la clínica, abajo, en el centro de entrenamiento. Y sí que estaban hablando de él.
Se hizo la luz en un instante. Tohr se vio saliendo de detrás del contenedor, con el cuerpo agujereado por las balas mientras avanzaba. Recordó con total viveza el momento en que abrió fuego y siguió disparando hasta que saltó por encima de la asquerosa figura de aquel asesino.
Después comenzó a tambalearse como un poste que no han asegurado bien al suelo.
Y luego perdió el conocimiento.
Tohr dejó escapar un gruñido y trató de levantarse, pero las palmas de sus manos resbalaron sobre la camilla. Seguramente estaba sangrando…
En ese momento, la apuesta cara de Manello apareció en su línea de visión, reemplazando a la lámpara. Hombre, mira quién está aquí. El tío parecía feliz, como siempre. ¡Qué sorpresa!
—Es increíble que estés consciente.
—¿Tan mal lo ves?
—Incluso un poco peor. No te ofendas, pero ¿en qué diablos estabas pensando? —El buen cirujano giró sobre sus talones, corrió hasta la puerta y asomó la cabeza—. Necesitamos a Layla ahora mismo. ¡Ya!
Se inició una conversación, pero Tohr no la siguió, y no porque estuviera herido, sino porque no le interesaba. Hablaban de la Elegida Layla, pero a pesar de lo hermosa que era, no era a ella a quien su cuerpo reclamaba para alimentarse y reponer las otra vez maltrechas fuerzas. Quería a N’adie. O, mejor dicho, su cuerpo reclamaba a la encapuchada. Se trataba de un deseo casi inconsciente, instintivo, pero clarísimo. La mente le decía que era injusto usarla otra vez, pero el corazón y el organismo decían lo contrario.
—Yo lo haré. Yo me encargaré de él.
Al oír la voz de N’adie, Tohr apretó los dientes y sintió que una misteriosa fuerza lo recorría de arriba abajo. Volvió la cabeza y al mirar más allá de las mesitas con ruedas llenas de material quirúrgico… vio a N’adie en el rincón, con la capucha puesta, el cuerpo inmóvil y las manos entrelazadas bajo las mangas del manto.
Nada más verla se le alargaron los colmillos y su cuerpo herido amenazó con salirse de la piel. El dolor y el deseo se mezclaban, en un remolino de sensaciones que jamás había experimentado.
Lo que sí conocía bien era lo que estaba ocurriéndole en la entrepierna. Incluso cosido a tiros tenía un miembro revoltoso.
Mierda.
Tohr camufló rápidamente la erección echándose la sábana encima y esforzándose por encogerse.
—Deberías permanecer tumbado. No es bueno que te incorpores —murmuró Manny.
¿Se había incorporado? Pues sí, en su afán por disimular la erección creyó encogerse, pero en realidad se había erguido hasta quedar sentado en la camilla. En eso tenía razón el médico, pero en cuanto a lo de la alimentación de las venas de la Elegida, no se enteraba de nada. No se daba cuenta de que a la que necesitaba era en realidad a la otra…
Sin embargo, Tohr estaba preocupado por N’adie. La primera y última vez que lo alimentó fue un desastre total.
Pero desde el otro lado de la habitación, ella asintió con la cabeza, como si supiera exactamente qué era lo que estaba pensando, lo que le preocupaba en ese momento, y estuviese dispuesta a seguir adelante de todas maneras.
Aquella muestra de valor y firmeza de la mujer hizo que a Tohr le ardieran los ojos.
—Déjanos solos. —Tohr habló al cirujano sin mirarlo—. Y no permitas que nadie entre hasta que yo te llame.
El médico, que se había dado cuenta de las preferencias del vampiro herido, soltó una sarta de maldiciones en voz baja, de las que Tohr hizo caso omiso. Cuando el doctor salió se propuso controlar sus instintos. Sencillamente, esta vez no iba a hacerle daño, ni volvería a asustarla. Punto.
La voz aguda de N’adie interrumpió el silencio.
—Estás sangrando mucho.
Joder, seguramente no lo habían limpiado todavía.
—Parece peor de lo que es. La sangre siempre es muy llamativa.
—Bonita frase en boca de un vampiro.
Tohr se rio de buena gana, pero el movimiento de los músculos costales le provocó dolores que interrumpieron sus carcajadas.
Se restregó la cara con las manos y se dio cuenta de que también allí tenía una venda. No acababa de llevarse sorpresas. ¿Cuántas balas tenía en el cuerpo? ¿No se encontraría cerca de la muerte?
«No te ofendas, pero ¿en qué diablos estabas pensando?», le habían preguntado.
Al diablo. Trató de olvidarse de todo eso. Sacó la mano y le hizo señas a N’adie para que se acercara. Ella obedeció. Al avanzar hacia él, Tohr notó que cojeaba un poco más de lo normal. Cuando la mujer alcanzó la mesita, apoyó la cadera contra el borde, probablemente porque le estaba doliendo la pierna.
El herido hizo ademán de levantarse.
—Déjame acercarte una silla.
Pero una mano delicada lo obligó a recostarse de nuevo.
—Yo misma lo haré.
Cojeó hasta el otro lado del cuarto. A Tohr se le hizo evidente que estaba sufriendo más de lo que quería reconocer.
—¿Cuánto tiempo llevas de pie?
—Un buen rato.
—Debiste marcharte.
N’adie acercó un taburete con ruedas y no pudo contener un leve gemido al sentarse.
—No podía ni puedo marcharme hasta verte a salvo. Ellos dijeron… que te metiste en medio de un tiroteo.
Dios, cómo deseaba Tohr ver aquellos ojos, aquel rostro libre de los pliegues de la maldita capucha.
—No es la primera vez que hago algo estúpido.
Como si eso arreglara las cosas. Menudo imbécil, se dijo inmediatamente.
—No quiero que mueras —susurró la encapuchada.
La emoción latente en aquellas palabras dejó a Tohr desconcertado.
El silencio se impuso de nuevo. Tohr se quedó mirando la sombra que creaba la capucha y pensó en el momento en que había salido de detrás del contenedor de basura. Luego retrocedió aún más en sus recuerdos…
—¿Me dejas hacerte una confesión? He estado furioso contigo todos estos años. —Al ver que N’adie parecía encogerse, Tohr moderó su tono—. Sencillamente no podía aceptar lo que hiciste. Habíamos llegado tan lejos, los tres: tú, Darius y yo. Éramos como una familia. No sé, pensaba que, de alguna manera, nos habías traicionado. Pero ahora…, después de haberlo perdido todo yo también…, creo que entiendo tus reacciones. De verdad.
N’adie bajó la cabeza.
—Ay, Tohrment.
El vampiro alargó la mano y la puso sobre las de ella, pero enseguida notó que tenía la palma y los dedos manchados de sangre. Había plantado una mano espeluznante en la purísima piel de aquella belleza.
Sin embargo, cuando trató de retirarla, ella se la agarró.
Tohr suspiró.
—Sí, creo que entiendo por qué lo hiciste. En momentos tan terribles sencillamente no puedes tener más perspectiva que tus desgracias. Lo que haces no lo haces para herir a los que te rodean. Se trata de terminar con tus propios sufrimientos porque simplemente no puedes soportarlos ni un minuto más.
Hubo un largo momento de silencio que acabó rompiendo ella.
—Cuando caminaste hoy hacia las balas, ¿estabas tratando de…?
—No, solo fue parte del combate.
—¿De verdad?
—Sí. Hacía mi trabajo, nada más.
—Pero, a juzgar por la reacción de tus hermanos, eso no parece formar parte de tus obligaciones.
Tohr levantó entonces los ojos hacia arriba y vio la imagen de los dos reflejada en los contornos de acero inoxidable de la lámpara que se situaba sobre la mesa de operaciones: él acostado y sangrando y ella encorvada y cubierta por la capucha. La escena estaba distorsionada, retorcida por la irregularidad de la superficie del metal, pero la imagen resultaba acertada en más de un sentido. Los destinos de los dos habían sido lo suficientemente crueles como para que su realidad tuviera una representación grotesca.
Curiosamente, las manos entrelazadas de ambos eran la parte de la imagen más clara de todas y la que se veía de inmediato.
—Detesto lo que te hice anoche —dijo él de repente.
—Lo sé. Pero esa no es razón para quitarte la vida.
Cierto. Tenía otras muchas razones para eso.
Sin previo aviso, N’adie se quitó la capucha. Tohr miró de inmediato aquel maravilloso cuello.
Mierda, deseaba esas venas, sobre todo aquella que corría tan cerca de la superficie.
La hora de hablar había terminado. Volvió el deseo, una pasión que ahora no tenía que ver solamente con la biología. Tohr deseaba estar otra vez dentro de la piel de N’adie, bebiendo su sangre, no solo para curar sus heridas, sino porque le gustaba el sabor de aquel néctar, la sensación de aquella fina piel contra su boca y la forma en que sus colmillos se hundían en ella y le permitían apropiarse de una parte de la hembra.
Bien, tal vez había mentido un poco acerca del tiroteo. Odiaba haberle hecho daño, pero esa no era la única razón por la cual se había metido en medio de aquella lluvia de plomo. La verdad era que ella estaba despertando algo en su corazón, una emoción aún no identificada del todo, y esos sentimientos estaban empezando a mover dentro de él cosas que ya estaban oxidadas por la falta de uso.
Y eso le daba miedo. Ella le aterrorizaba.
Sin embargo, al mirar ahora ese rostro preocupado, celestial, Tohr se alegraba de haber salido vivo de aquel callejón.
—Me alegro de estar todavía aquí.
Ella suspiró con alivio.
—Tu presencia conforta a muchas personas. Eres importante en este mundo, muy valioso.
El herido rio con incomodidad.
—Me sobrevaloras.
—Tú eres el que te subestimas.
—Bueno, como quieras, pero… lo dicho.
—¿Qué?
—Ya sabes a qué me refiero. —Tohr enfatizó sus palabras con un apretón de mano. Y cuando vio que ella no respondía nada, agregó—: Me alegra que estés aquí.
—Y a mí me alegra que tú estés aquí. Es un milagro.
Sí, probablemente N’adie tenía razón. Tohr no entendía cómo había podido salir vivo de la refriega. Ni siquiera llevaba puesto el chaleco antibalas.
Tal vez su suerte estaba cambiando.
Por desgracia, un poco tarde para muchas cosas.
Mientras la observaba fijamente, Tohr repasaba sus magníficos rasgos, desde los ojos grises hasta los sonrosados labios…, la elegante columna de su garganta, el sugestivo pulso que palpitaba debajo de esa preciosa piel.
De pronto, la mirada de N’adie se dirigió a su boca.
—Sé lo que deseas —dijo ella—. Puedes disponer de mi vena.
Tohr sintió algo parecido a una oleada de poder ardiente que recorría todo su cuerpo, sacudiéndole las caderas y resolviendo de un plumazo el problema de la baja tensión arterial que tanto preocupaba al cirujano. Pero otra vez estaba adentrándose en terreno prohibido. No podía dejar que aflorase esa parte de él que deseaba de la encapuchada cosas con las que ella no se iba a sentir bien. No, de ninguna manera volvería a cometer ese error.
Además, la mente y el corazón de la hembra no estaban interesados en ninguna de esas mierdas y esa era otra razón por la cual ella era perfecta para él. Layla bien podía aceptar su cuerpo si estaba excitado, pero N’adie nunca lo haría. Y había peores traiciones a su shellan que desear lo inalcanzable. Al menos con N’adie, y gracias a su autocontrol, esos impulsos siempre se quedarían en el terreno de la fantasía, como una masturbación mental inocua e imposible, que no tenía más sustancia en la vida real que el porno que ves por Internet…
Que Dios se apiade de ti, le dijo una voz que provenía desde su interior, si esa mujer alguna vez llega a desearte de manera irrefrenable.
Muy cierto. Pero aunque ella parecía tener una actitud vacilante, él estaba seguro de que eso nunca se iba a producir.
Con voz gutural, Tohr le dijo a N’adie:
—No tengo prisa. Y quiero que sepas una cosa: esta vez las luces se quedarán encendidas… y yo tomaré de tu muñeca…, y solo lo que quieras darme.