24
N’adie se despertó con un grito agudo y terrible, de esos que acompañan a los crímenes sangrientos.
Tardó un momento en darse cuenta de que era ella quien estaba emitiendo ese sonido, con la boca totalmente abierta, el cuerpo contraído y los pulmones ardiendo.
Por fortuna había dejado las luces encendidas. Miró frenéticamente a su alrededor, pasando los ojos por las paredes, las cortinas, la cama. Luego se fijó en su manto…, sí, llevaba puesto el manto, no un delgado camisón de dormir.
Había sido un sueño. Un sueño nada más.
No estaba prisionera en un silo subterráneo.
No estaba a merced del symphath…
—Lo siento.
N’adie se sobresaltó y se echó bruscamente hacia atrás, de modo que se golpeó contra la cabecera acolchada de la cama. Tohrment se hallaba dentro de la habitación y la puerta estaba cerrada.
—¿Estás bien?
N’adie se puso inmediatamente la capucha.
—Yo… —Los recuerdos de lo que había ocurrido entre ellos hacían que le fuera más difícil pensar con claridad—. Estoy… bien.
—No lo creo. —El vampiro hablaba con brusquedad—. Dios…, lo siento tanto. No hay excusa para lo que hice. Y te juro que no volveré a acercarme nunca más a ti.
La angustia de su voz mortificó tanto a N’adie que se sintió conmovida.
—Está bien…
—Por supuesto que no está bien. Hasta has tenido una pesadilla por mi culpa…
—No, esa pesadilla no ha tenido nada que ver contigo. Ha sido por algo… que sucedió hace mucho. —N’adie suspiró antes de proseguir—. Es extraño, hasta ahora nunca había soñado con… lo que me sucedió…, jamás. Pensaba en ello con frecuencia, pero al dormir solo veía oscuridad.
Tohr la miraba con tanto interés como arrepentimiento.
—¿Y ahora?
—Ahora ha sido como volver a estar encerrada bajo tierra. En aquel silo subterráneo. El olor de ese lugar, querida Virgen, ese olor… —N’adie se abrazó y se estremeció como si volviera a sentir otra vez la brisa que se colaba por aquella pesada puerta de cedro—. Y los bloques de sal… Había olvidado los bloques de sal.
—¿Cómo?
—El silo estaba lleno de bloques de sal, para conservar carne… Tenía un efecto corrosivo y me quedaron cicatrices. Siempre me he preguntado si tal vez él había usado algún tipo de poder symphath o algo así para alterar mi piel. Pero no, por fin lo recuerdo bien: había bloques de sal y cecina. —Sacudió la encapuchada cabeza—. Lo había olvidado. Se me habían borrado todos esos detalles precisos…
Al oír un gruñido y una maldición entre dientes, N’adie levantó la vista. La expresión de Tohrment sugería que deseaba volver a matar a ese symphath, pero enseguida se controló. No quería alterarla más.
—No creo que nunca te haya dicho lo mucho que lo siento. —El vampiro hablaba ahora con voz suave—. Hace años, en la cabaña con Darius, sentíamos tanta pena por lo que tú…
—Por favor, no hablemos más sobre ese tema. Gracias.
En el tenso silencio que siguió se escucharon con claridad los rugidos del estómago de Tohrment.
—Deberías comer algo —murmuró ella.
—No tengo hambre.
—Pero tu estómago dice lo contrario.
—Se puede ir al infierno.
Al contemplar la figura de Tohrment, N’adie se sorprendió por los cambios que se percibían en su apariencia física. En tan poco tiempo había vuelto a tener color en la cara, parecía más erguido y sus ojos estaban más vivos.
La sangre era una cosa muy poderosa, pensó N’adie.
—Te volveré a dar de mi sangre. —Al ver que el hermano la miraba como si se hubiese vuelto loca, N’adie levantó la barbilla y le sostuvo la mirada—. Así es. Volveré a hacerlo.
Con tal de ver otra mejoría como aquella en un tiempo tan corto estaba dispuesta a soportar de nuevo los momentos de terror. Se sentía atrapada en su pasado para siempre, pero el cambio en él era tan notorio: la sangre de N’adie lo había liberado de su fatiga y eso podría salvarle la vida en el campo de batalla.
—¿Cómo puedes decir eso? —Tohr tenía de nuevo una voz tan ronca que sonaba casi entrecortada.
—Porque eso es lo que siento.
—No te sientas obligada a torturarte de esa manera.
—Eso es decisión mía, no tuya.
El macho frunció el ceño.
—Hace un rato, en ese cuartito, parecías un cordero ante el matarife.
—Pero solo eran aprensiones. Aquí sigo, viva y a salvo.
—¿Es que te ha gustado el sueño que acabas de tener? ¿Te has divertido? —N’adie se estremeció. Tohr se acercó a las ventanas cerradas por las persianas de acero y se quedó contemplándolas fijamente, como si pudiera ver el jardín a través de ellas—. Tú eres más que una criada o una prostituta de sangre, lo sabes muy bien.
—Servir a los demás es una tarea muy noble —le respondió N’adie con aire digno.
Tohr se dio la vuelta para mirarla y buscó sus ojos a pesar de que tenía puesta la capucha.
—Pero tú no lo estás haciendo como un acto de nobleza. Escondes tu belleza y tu posición detrás de ese manto solo para castigarte. No creo que esto tenga nada que ver con la dignidad.
—Tú no me conoces a mí ni conoces mis motivaciones…
Tohr tomó aire y decidió ser más claro.
—Yo estaba excitado. Tuviste que darte cuenta. —Sí, se había dado cuenta. Pero…—. Y si vuelvo a alimentarme de tu vena, me ocurrirá de nuevo.
—Pero no estabas pensando en mí.
—¿Y acaso eso marcaría alguna diferencia?
—Sí.
Tohr pasó de la seriedad al sarcasmo.
—¿Estás segura?
—No hiciste nada para aprovecharte, ¿o sí? Escucha: alimentarte una sola vez no será suficiente. Tú lo sabes. Ha pasado demasiado tiempo. Hasta ahora has podido sobrevivir, pero pronto vas a necesitar más.
Al oír que Tohr maldecía, N’adie volvió a levantar la cabeza con altivez, indicando que no estaba dispuesta a cambiar de opinión.
Después de un rato largo, él sacudió la cabeza.
—Eres tan… extraña.
—Lo tomaré como un cumplido.
‡ ‡ ‡
Desde el otro lado de la habitación, Tohr observaba a N’adie y hay que decir que sentía gran respeto por ella, aunque era evidente que la hembra estaba como una cabra. A pesar de tener un par de marcas en el cuello, de haberse despertado gritando y de encontrarse frente a un hermano excitado, parecía completamente inflexible en su posición.
Por Dios, cuando la oyó gritar había decidido entrar, aunque tuviera que tirar la puerta. El temor de hallarla otra vez con un cuchillo, haciéndose quién sabe cuánto daño, lo había impulsado a actuar. Pero lo único que había encontrado era la pequeña figura de N’adie sobre la cama, atribulada solo por lo que anidaba en sus recuerdos.
Sal corrosiva. Qué puñetera vida.
El macho volvió a hablar con voz suave.
—¿Qué te pasó en la pierna?
—Me puso un aro de acero en el tobillo y me encadenó a una viga. Cuando él… venía a mí… el aro se me clavaba en la carne.
Tohr cerró los ojos como si así pudiera dejar de ver lo que se estaba imaginando.
—Maldita sea…
No sabía qué decir después de eso. Simplemente se quedó allí, impotente, triste…, deseando poder cambiar muchas cosas en la vida de los dos.
—Creo que sé por qué estamos aquí —dijo ella de repente.
—Porque gritaste.
—No, me refiero a… —N’adie carraspeó—. Siempre me había preguntado por qué la Virgen Escribana me había llevado al Santuario. Pero Lassiter, el ángel, tiene razón. Estoy aquí para ayudarte, tal y como tú me ayudaste hace tiempo.
—Pero no pude salvarte, ¿recuerdas? Al final no.
—Sin embargo sí lo hiciste. —Tohr ya estaba sacudiendo la cabeza cuando ella lo interrumpió—. Solía mirarte mientras dormías, allá en el Viejo Continente. Siempre estabas a la derecha del fuego y dormías de frente a mí. Pasé muchas horas memorizando la forma en que el resplandor de la hoguera jugueteaba sobre tus ojos cerrados, tus mejillas, tu mandíbula.
De repente, la habitación pareció cerrarse sobre ellos dos y se volvió más pequeña…, más cálida.
—¿Por qué?
—Porque eras totalmente distinto del symphath. Tú tenías el pelo oscuro y él claro. Tú eras grande y él delgado. Tú eras amable conmigo… y él no. Tú eras lo que me impedía perder la razón del todo.
—No lo sabía.
—No quería que lo supieras.
Hubo una pausa y luego Tohr habló con amargura.
—¿Todo el tiempo estuviste planeando suicidarte?
—Sí.
—¿Y por qué no hacerlo antes de dar a luz? —Joder, Tohr no podía creer hasta dónde estaba llegando esa conversación.
—No quería matar a la criatura. Había oído rumores acerca de lo que ocurría si tomabas el destino en tus manos y yo estaba preparada para aceptar las consecuencias. Pero ¿qué pasaría con esa criatura que aún no había nacido? Ya estaba llegando al mundo en medio de una gran tristeza, pero al menos podría forjarse su propio destino.
Y, sin embargo, al final no se había condenado, tal vez por las circunstancias en que decidió matarse… Dios sabía que ya había sufrido lo suficiente antes de marcharse.
Tohr volvió a sacudir la cabeza.
—Sobre lo de alimentarme de nuevo, agradezco tu oferta, de veras, pero la verdad es que no me puedo imaginar cómo nos puede ayudar a ninguno de los dos el hecho de repetir esa escena de allá abajo.
—Admite que te sientes más fuerte.
—Pero dijiste que no habías soñado con esa mierda desde que ocurrió.
—Un sueño no es…
—Para mí sí es suficiente.
La hembra volvió a levantar la barbilla, un gesto que no era especialmente atractivo pero impresionaba.
—Si pude sobrevivir a los sucesos reales, podré sobrevivir a los recuerdos.
En ese preciso momento, mientras contemplaba esa demostración de voluntad por parte de ella, Tohr se sintió extrañamente unido a N’adie, como si una cuerda los envolviera a los dos por el pecho.
La mujer siguió hablando.
—Ven otra vez a mí cuando lo necesites.
Tohr no daba su brazo a torcer.
—Ya veremos. Ahora, ¿estás… bien? Me refiero a si estás bien aquí, en esta habitación. Puedes cerrar la puerta con llave…
—Estaré bien si vienes a mí de nuevo.
—N’adie…
—Es la única manera que tengo de compensarte.
—Tú no tienes por qué compensarme. De verdad.
Tohr dio media vuelta y se dirigió a la puerta, pero antes de salir, la observó por encima del hombro. N’adie se miraba las manos, meditando.
Tras dejar a N’adie más o menos tranquila, Tohr trasladó su estómago rugiente hasta su propia habitación y se quitó las armas. Se estaba muriendo de hambre y sentía como si tuviera un agujero en la parte baja del torso. Habría preferido hacer caso omiso del hambre, pero no tuvo elección. Le pidió a Fritz que le subiera una bandeja con comida, se acordó de N’adie y le pidió al doggen que se asegurara de llevarle también algo a ella.
Luego llegó la hora de bañarse. Después de abrir el grifo, se desvistió y dejó la ropa sobre el suelo de mármol, exactamente donde cayó. En ese momento vio su imagen en el espejo que estaba sobre los lavabos.
Incluso ante sus ojos poco detallistas, era evidente que había mejorado, que los músculos comenzaban a marcarse bajo la piel y que los hombros habían vuelto a la posición en que debían estar y ya no parecían escurridos.
Lástima que semejante recuperación no pudiera alegrarlo.
Entró en la ducha, se plantó debajo de los chorros, abrió los brazos y dejó que el agua corriera por su cuerpo.
Cuando cerró los ojos, se volvió a ver en la despensa, encima de N’adie, succionándole la sangre. Debería haberse alimentado de su muñeca, no de su garganta… De hecho, ¿por qué no había sido así?
De pronto el recuerdo se aclaró plenamente y los sabores y los olores y las sensaciones de esa hembra apretada contra su cuerpo le hicieron perder el control y encendieron sus sentidos.
Dios, había sido como un… amanecer.
Tohr abrió los ojos y se quedó mirando la erección que se había manifestado desde que cruzó por su mente la primera imagen del encuentro en la despensa. El pene tenía ahora las mismas proporciones de su cuerpo, es decir, que era largo, grueso y pesado. Y era capaz de mantenerse así durante horas.
Mientras la erección reclamaba su atención, Tohr tuvo miedo de que ese estado fuera similar a la sensación de hambre, que no le dejara en paz hasta verse saciado.
Pero ya no era un chico recién salido de la transición, de esos que se mantienen excitados y no pueden hacer nada más que masturbarse. Él podía elegir si se masturbaba o no, joder, y en esta ocasión había que decantarse por un rotundo NO.
Buscó la pastilla de jabón y se enjabonó las piernas. Y deseó ser como V. Pero no por aquella parafernalia de las velas negras y todo lo demás. Si tuviera el cerebro de su hermano, en ese momento se podría poner a pensar en la composición molecular del plástico, o en la composición química de la pasta dental, o… en la razón por la que la gasolina mueve los coches. Cualquier cosa que no fuera el sexo.
O quizá también podría pensar en otros tíos, lo cual, teniendo en cuenta lo poco que lo atraían las relaciones homosexuales, implicaría una honrosa retirada de la erección.
El problema estaba en que él solo era Tohrment, hijo de Hharm…, así que las posibilidades se reducían a tratar de recordar cómo se hacían galletas de avena, porque no sabía una mierda sobre ciencias, los deportes le importaban un bledo y hacía años que no leía un periódico ni veía las noticias.
Lo único que sabía hacer en la vida era galletas de avena… Aunque ya ni siquiera estaba seguro de eso. ¿Qué era lo que había que ponerles? ¿Mantequilla? ¿Margarina?
No se le ocurría nada en que pensar para no acabar masturbándose.
Casi dolorido de las caderas para abajo y desesperado, cerró los ojos… y pensó en su Wellsie, desnuda y acostada en su cama. En el sabor de su piel y la textura de su cuerpo, en las mil maneras en que habían hecho el amor, en todos los días que habían pasado entrelazados y jadeantes.
Así que se agarró el miembro y decidió pegar las imágenes de su compañera en la página principal de su mente, para ocultar con ellas cualquier cosa que pudiera tener que ver con N’adie. No quería que esa otra hembra ocupara ese espacio.
Era seguro que no podía elegir su destino, pero sus fantasías sí dependían totalmente de él.
Mientras se frotaba la polla, trató de recordar todo lo que podía de su hermosa pelirroja: el pelo eróticamente extendido sobre su pecho, el resplandor de su sexo, la forma en que sus senos se erguían cuando estaba acostada de espaldas. El olor de su excitación cuando se le ofrecía, abierta, lubricada.
Sin embargo, todo eso parecía ahora un texto de historia. Era como si las ilustraciones hubieran ido perdiendo color, como si la tinta estuviera comenzando a difuminarse.
Tohr abrió los párpados y se quedó mirándose la mano con la que se estaba restregando la maldita erección.
Era como tratar de ordeñar un grifo… Bueno, excepto por el vago dolor que sentía cada vez que la piel se estiraba.
Menuda historia.
Entonces decidió abandonar la tonta idea de masturbarse y se puso a trabajar con el jabón, restregándose el pecho y las axilas.
—¡Señor! —Era la voz de Fritz desde la habitación—. ¿Necesita usted algo más?
No, no le iba a pedir al doggen que le consiguiera unas revistas porno. Eso sería asqueroso en muchos sentidos.
—No, gracias amigo.
—Muy bien. Que duerma usted bien.
Sí, claro, cojonudamente.
—Tú también.
Tras oír que la puerta se cerraba de nuevo, Tohr se echó un poco de champú en la mano y se lo restregó por la cabeza como si estuviera tratando de sacar una mancha de una alfombra. Luego se quedó mucho rato debajo del agua, porque se había aplicado demasiado champú, o lo que fuese aquello que Fritz le había comprado y a él le pareció champú.
Más tarde pensó que habría sido mejor mantener los ojos abiertos.
Porque en cuanto los cerró para que no le entrara espuma en los ojos, la caricia tibia del agua sobre su torso se convirtió en un par de manos y el deseo de tener un orgasmo regresó con más fuerza que antes, mientras el miembro palpitaba y los testículos se le apretaban… Al instante se vio de nuevo en la despensa, con la boca sobre el delicado cuello de N’adie, llenándose la barriga, mientras sus brazos la apretaban contra su cuerpo…
«Tu shellan es bienvenida».
Tohr sacudió la cabeza al oír otra vez la voz de la hembra en su mente. Pero luego se dio cuenta de que esa era la solución.
De modo que volvió a agarrarse la polla y le dijo a su cerebro que las imágenes eran de su Wellsie. Que los sentimientos, las sensaciones, el olor, el sabor… eran los de su Wellsie, no los de otra hembra.
No era un recuerdo.
Era como tener a su compañera de vuelta…
El alivio fue tan inesperado que se echó hacia atrás y abrió los ojos como platos, mientras su cuerpo se sacudía, pero no por el orgasmo sino por la sorpresa de ver que, en efecto, estaba teniendo un orgasmo en la vida real y no en medio de un sueño.
Mientras se frotaba con más rapidez montándose en la ola del orgasmo, vio cómo se corría y cómo su miembro hacía lo que se suponía que debía hacer, lanzando chorros hacia el mármol húmedo y los paneles de cristal de la puerta.
Era una visión más biológica que erótica.
Solo era una función de su organismo, se dijo Tohr. Como respirar y comer. Sí, se sentía mejor, pero lo mismo sucede cuando respiras profundamente: en medio de ese vacío de emociones, en esa ducha solitaria, en realidad no era más que una serie de eyaculaciones que expulsaba su aparato reproductor.
Los sentimientos dan sentido al sexo, ya sea en una fantasía o con tu pareja…, sin ellos no es más que un desahogo corporal, una función biológica.
Cuando su cuerpo terminó, Tohr tuvo miedo de que hubiera sido solo el primer asalto, pues seguía tan erecto como cuando todo había empezado. Pero al menos no se sentía como si hubiese traicionado a su compañera. De hecho, no sentía nada de nada, y eso era bueno.
Terminó de aclararse, salió, se secó con una toalla… y se llevó la toalla a la habitación.
Estaba muy seguro de que, después de comer algo, cuando se acostara, las cosas se iban a poner otra vez feas, y no por causa de una indigestión.
Pero todo iba… bien. Tan bien como podían ir las cosas, se dijo.
El sexo que solía tener con su compañera era magnífico, exuberante, transformador.
Lo de hacía un momento no era nada de nada.
Siempre y cuando no pensara en…
Tohr se contuvo y carraspeó, aunque no estaba hablando en voz alta.
Siempre y cuando no pensara en otra representante del sexo femenino, él estaría bien.