22

Cuando Tohr volvió a tomar forma en la mansión de la Hermandad, estaba furioso con el mundo. Totalmente amargado y enloquecido.

Entró en el vestíbulo y cruzó los dedos para que Fritz se limitara a abrir la puerta con el mando a distancia y no fuera a abrirle personalmente. No era necesario que lo vieran en ese estado…

Por fortuna, sus plegarias fueron escuchadas y pudo entrar sin que nadie lo viera. En el primer piso reinaba un completo silencio, pues los doggen seguramente estaban aprovechando para arreglar las habitaciones de arriba antes de ocuparse de los preparativos de la cena.

Mierda. Tendría que enviar un mensaje a Phury para preguntar por Layla…

Pero de repente, de forma instintiva, Tohr volvió la cabeza desde la base de la columna y sus ojos se fijaron en el comedor.

Alguna señal interna le ordenó que siguiera caminando y el impulso lo llevó más allá de los arcos que separaban el comedor del vestíbulo, por un lado de la mesa…, hasta la puerta de la cocina.

N’adie estaba allí, sola, rompiendo unos huevos sobre un recipiente.

Se quedó quieta de pronto y alzó la encapuchada cabeza para mirarlo.

El corazón de Tohr comenzó a latir con fuerza.

El vampiro le hizo una pregunta que la dejó sorprendida.

—¿Ya no quieres complacerme?

—¿Perdón?

—¿Acaso no quedamos en que si estábamos a solas podría verte la cara? ¿Me imaginé esa conversación?

N’adie bajó lentamente la mano y dejó el huevo a un lado. Temporalmente.

—No. No la imaginaste.

—Vuelve a quitarte la capucha.

No era una pregunta, sino una orden, la clase de orden que Wellsie jamás habría tolerado. Pero N’adie obedeció con solemnidad.

Y allí estaba, frente a sus ojos, con la maravillosa melena rubia que se entrelazaba en una gruesa trenza, las delicadas mejillas pálidas, los ojos luminosos, aquel rostro…

—Le dije a Lassiter… —N’adie carraspeó—. Lassiter me preguntó si estaría dispuesta a darte sangre.

—¿Y qué contestaste?

—Que sí.

De repente, Tohr volvió a ver a N’adie en aquella piscina, flotando de espaldas, completamente desnuda, acariciada por el agua.

El macho tuvo que agarrarse a una estantería. Era difícil saber qué era lo que más le perturbaba: si la súbita necesidad de morder el cuello de N’adie o el sentimiento de absoluta frustración que eso le causaba.

—Todavía estoy enamorado de mi shellan.

Y ese seguía siendo el problema: a pesar de toda su determinación, de su disposición a pasar página y desprenderse del pasado, sus emociones no se habían modificado lo más mínimo.

N’adie sonreía dulcemente.

—Lo sé. Y me alegra.

—Debería usar a una Elegida. —Tohr dio un paso hacia ella.

—Estoy de acuerdo. Su sangre es más pura.

Tohr dio otro paso hacia la hembra.

—Pero tú desciendes de un buen linaje.

—Descendía —corrigió la mujer con amargura.

Al ver que los frágiles hombros de N’adie comenzaban a temblar ligeramente, como si hubiese percibido su deseo, el depredador que Tohr llevaba dentro entró en acción y de repente se sorprendió deseando abalanzarse sobre aquella maravillosa criatura.

¿Para qué? Bueno, eso era evidente.

Aunque su corazón y su mente eran bloques de hielo, el resto de su ser, su cuerpo entero, estaba vivo y palpitaba con un deseo que amenazaba con pasar por encima de las buenas intenciones, el decoro… y hasta el dolor por la pérdida que había sufrido.

Mientras daba unos pasos hacia ella, Tohr pensó con horror que esto debía de ser a lo que Lassiter llamaba desprenderse. Porque en ese momento se había desprendido totalmente de Wellsie: lo único en lo que podía concentrarse era en la diminuta hembra que tenía frente a él y que estaba librando toda una batalla para no salir huyendo.

Tohr solo se detuvo cuando no quedaban más que unos pocos centímetros entre ellos y, clavando la vista en la cabeza inclinada de la hembra, sus ojos se concentraron en el frágil pulso de la yugular de N’adie.

Ella respiraba de forma tan alterada como él.

Y cuando tomó aire, Tohr percibió el aroma que despedía el cuerpo de N’adie.

Y no había miedo en su fragancia.

‡ ‡ ‡

Querida Virgen Escribana, qué macho tan enorme.

A medida que el gran guerrero se le acercaba, N’adie podía notar el calor que salía de su cuerpo inmenso. Era como si estuviera frente a una hoguera. Y, sin embargo…, no sentía que pudiera quemarse. Y tampoco tenía miedo de aquel fuego. Tardó en darse cuenta de que buena parte de ese calor provenía de su propio interior. Y era reconfortante.

¿Qué le estaba pasando? Lo único seguro era que él iba a alimentarse de su vena en unos pocos instantes y que ella iba a permitírselo. Y no porque el ángel se lo hubiese pedido, ni porque ella se hubiese comprometido a hacerlo, ni siquiera para reparar un error del pasado.

Lo haría porque quería que él lo hiciera. De no haberlo deseado, le habría sido imposible alimentarlo.

Se oyó un siseo. N’adie supo que Tohrment acababa de abrir la boca y enseñar los colmillos.

Era la hora. Pero no se levantó la manga, sino que se aflojó la parte de arriba del manto, se lo abrió hasta enseñar los hombros y ladeó la cabeza para ofrecerle su garganta al macho.

Y cómo le latía el corazón.

—Aquí no —rugió él—. Ven conmigo.

Tras tomarla de la mano, Tohr la llevó hasta la despensa y se encerraron allí. El cuartito, pequeño y atiborrado de estanterías llenas de latas de conservas de distintos colores, olía a café recién molido y harina.

La luz se encendió al mismo tiempo que la puerta se cerraba y se echaba el cerrojo. N’adie pensó que el macho la había encendido con el pensamiento.

Tohr se quedó mirándola mientras sus colmillos se alargaban; cada vez le brillaban más los ojos.

La mujer se dirigió a él con voz ronca por la emoción.

—¿Qué debo hacer?

Él frunció el ceño.

—¿A qué te refieres?

—¿Qué tengo que hacer… por ti?

El symphath había tomado lo que deseaba y luego la había abandonado. Y su padre, naturalmente, nunca había permitido que ningún macho se alimentara de ella. No sabía en qué consistía eso de alimentar a otro.

Ante esas palabras, Tohrment pareció recuperar la conciencia, liberarse del remolino de pasión que lo tenía atrapado. Y, sin embargo, su cuerpo siguió totalmente excitado. Tenía que hacer enormes esfuerzos para dominarlo.

—¿Es que nunca has…?

—Mi padre me estaba cuidando. Y cuando fui secuestrada…, nunca había hecho esto de una forma normal.

Tohrment se llevó una mano a la cabeza como si le doliera.

—Escucha, esto es…

—Simplemente dime qué tengo que hacer.

Cuando Tohr volvió a fijar sus ojos en ella, N’adie pensó que realmente tenía un nombre muy apropiado. Ese macho vivía ciertamente atormentado.

—Necesito esto —dijo Tohr, como si estuviera hablando consigo mismo.

—Sí, así es. Estás tan demacrado que sufro por ti.

Al ver cómo se ensombrecía la mirada del macho, la mujer pensó que Tohr estaba a punto de suspenderlo todo. Y ella sabía por qué.

—Ella es bienvenida —murmuró la hembra—. Trae a tu shellan a tu mente. Deja que tome mi lugar.

Haría cualquier cosa para ayudarlo. Por todas las atenciones que Tohrment había tenido con ella en su vida anterior y por los crueles golpes que le estaba dando el destino.

Tohr habló con voz áspera.

—Te podría hacer daño.

—No hay nada peor que aquello a lo que sobreviví.

—¿Por qué no…?

—Deja de hablar. Deja de pensar. Haz lo que debes hacer para cuidarte.

Hubo un largo y tenso silencio. Al cabo la luz se apagó y el cuarto diminuto quedó en una penumbra interrumpida solamente por la escasa luz que penetraba por los paneles de cristal opaco de la puerta.

N’adie jadeó.

Él respiró con fuerza.

Y luego un brazo la agarró por detrás, a la altura de la cintura, y le dio un tirón hacia delante. N’adie se estrelló contra el muro del pecho de Tohr y fue como si chocara contra una roca. Impulsivamente abrió las manos para agarrarse de algo…

La piel de sus brazos era suave y ardiente por encima de los magníficos músculos.

Después N’adie sintió que le tiraba de la trenza. Y entonces su pelo fue liberado de toda restricción y el tirón le hizo echar la cabeza hacia atrás. Una mano grande se hundió en la melena, tirando hacia abajo. Y a medida que el tirón se hacía más fuerte, N’adie fue perdiendo el equilibrio hasta quedar sostenida únicamente por la fuerza del macho.

Quedó desorientada por un momento.

Entonces buscó la cara de Tohr y la encontró. Pero como no pudo ver sus rasgos con claridad el rostro se volvió una confusa mezcla de planos y ángulos; y el cuerpo ya no era el de Tohrment, el hermano que había tratado de salvarla, sino el de un desconocido.

Sin embargo, ya no había marcha atrás, no había manera de retroceder en el tiempo.

El macho la agarró todavía con más fuerza, hasta que ella quedó aplastada contra él.

La mujer se puso rígida. Él bajó la cabeza y dejó escapar un gruñido feroz que brotó directamente de su pecho, al tiempo que despedía un aroma oscuro y penetrante. Luego gimió, y ella notó un rasguño que comenzó a la altura de la clavícula y fue subiendo.

N’adie se dejó dominar por el pánico.

Aquella presencia masculina, la forma en que la tenía inmovilizada, el hecho de no poder verlo bien, todo la llevó de nuevo al pasado y comenzó a forcejear.

Y en ese momento la mordió.

Con violencia.

N’adie gritó y trató de apartarlo de un empujón, pero los colmillos del macho ya estaban hundidos en su garganta y el dolor era extrañamente dulce. El macho comenzó a succionar, a succionar con fuerza mientras todo su cuerpo temblaba.

No quedó ahí la cosa. Algo duro surgió debajo de las caderas de Tohr y comenzó a hacer presión contra el vientre de N’adie.

Recurriendo a todas sus fuerzas, ella trató de zafarse, pero sus esfuerzos eran inútiles. Una brisa enfrentada a un huracán.

Y luego… la pelvis del macho comenzó a moverse contra ella, girando, y la verga erecta hacía presión contra su manto, buscando una manera de penetrarla, mientras rugidos de satisfacción llenaban el aire que los rodeaba.

Él ni siquiera sintió el temor de la hembra, así de absorto estaba.

Y el pánico de N’adie le impidió entender que eso era precisamente lo que ella había deseado en el fondo.

Mientras miraba el techo fijamente, N’adie recordó otras ocasiones en las que había forcejeado inútilmente y entonces comenzó a rezar, tal como había hecho antes, para que todo pasara lo más rápido posible.

Querida Virgen Escribana, ¿qué era lo que había hecho?

‡ ‡ ‡

El cuerpo que se apretaba contra el de Tohr entregó todo lo que podía entregar: sangre, aliento y piel. Y, contraviniendo su propia razón, él lo tomó todo, con voracidad, succionando con fuerza y deseando tomar algo más que la sangre de sus venas.

Tohr deseaba la esencia de aquella hembra.

Quería estar dentro de ella mientras se alimentaba de sus venas.

Y eso ocurría pese a que era perfectamente consciente de que esa no era su Wellsie. El pelo no era como el de Wellsie, el de N’adie caía en ondas suaves y no en rizos espesos. Su sangre tampoco sabía igual. Y este cuerpo era delgado y delicado, no fornido y poderoso como el de la añorada. Pero igualmente maravilloso.

Y la deseaba.

Su maldito miembro rugía sin excusas, dispuesto a conquistar, penetrar…, adueñarse de ella.

Mierda, esta explosión de deseo no se parecía en nada a la anémica escena que había tenido con la Elegida Selena. Así era como debían ser las cosas, con este abandono, este deshacerse de la piel civilizada para dejar ver el animal que se escondía debajo de ella.

Y contra toda razón, contra toda su historia, Tohr se dejó llevar.

Mientras reacomodaba a N’adie, bajó la mano con la que la sostenía por detrás hasta que quedó sobre las caderas…, y luego sobre las nalgas.

De repente la empujó contra las puertas de cristal de un armario y los paneles se sacudieron. Tohr no tenía intención de ser brusco, pero resultaba imposible luchar contra su deseo. Y lo que era peor aún: en lo más recóndito de su mente tampoco quería hacerlo.

Luego levantó la cabeza y dejó escapar un rugido que retumbó en sus propios oídos, y entonces volvió a morderla. Había perdido el control, arrastrado por el festín del que estaban disfrutando sus depravados sentidos.

La segunda vez que la mordió lo hizo más arriba, más cerca de la mandíbula, y la succión se volvió todavía más intensa. Ambos parecían apresados por la locura mientras los nutrientes de la sangre de N’adie eran absorbidos por las fibras de sus músculos, fortaleciéndolo, restaurando su poder físico.

Cuando por fin levantó la cabeza, Tohr se sentía totalmente embriagado. La mente le daba vueltas por razones distintas a las meramente físicas. El paso siguiente tenía que ser el sexo. Incluso se giró para ver si había una cama.

Pero, joder, estaban en la despensa. ¿Qué demonios era esto? ¿Qué hacían allí?

Por Dios, ni siquiera podía recordar cómo había sucedido todo.

Pero lo primero era lo primero. Hubieran llegado como hubieran llegado a la despensa, no quería que ella sangrara por los pinchazos, así que bajó la cabeza hacia la garganta de N’adie, sacó la lengua y lamió aquella preciosa superficie que había mordido dos veces. De nuevo sintió la suavidad de aquella piel, el sabor de su sangre y su olor…

El olor que penetró por sus fosas nasales no era el de ningún perfume comercial.

Y tampoco el de una hembra excitada, como creyó percibir al principio.

N’adie estaba aterrorizada. No, no era posible. ¡Qué había hecho!

—¡N’adie!

Con un grito ronco, ella comenzó a sollozar y él se quedó paralizado en medio de un absoluto desconcierto. Empezó a volver en sí, a recuperar las sensaciones, y percibió con claridad cómo las uñas de N’adie se habían clavado en sus brazos cuando su delicado cuerpo había tratado de zafarse.

Tohr la soltó de inmediato.

N’adie empezó a retroceder y enseguida corrió hacia la puerta, a la que comenzó a sacudir con desesperada violencia.

—Espera, yo la abro…

Tan pronto Tohr quitó el seguro con la mente, ella salió corriendo, y cruzó la cocina y el vestíbulo como si la estuvieran persiguiendo para matarla.

—¡Mierda! —Tohr salió detrás de ella—. ¡N’adie!

Al vampiro no le importó que alguien pudiera oírlo mientras gritaba de nuevo su nombre. La tremenda voz del macho rebotaba contra el techo alto del comedor. Debía de oírse en la mansión entera.

Al verla atravesar como un rayo el suelo de mosaico del vestíbulo, Tohr recordó la imagen de ella aquella noche en que trataron de llevarla a casa de su padre, la forma en que el camisón volaba tras ella, convirtiéndola en un fantasma mientras corría bajo la luz de la luna.

Ahora era el manto lo que volaba detrás de ella mientras se dirigía a las escaleras. Tohr estaba asustado. Se desintegró y volvió a aparecer en el rellano de la escalera, pero siempre detrás de ella. Entonces siguió persiguiéndola por el pasillo y pasaron frente al estudio de Wrath antes de doblar a la derecha.

Tan pronto como llegó a la habitación que ocupaba, N’adie se apresuró a entrar y cerró la puerta.

Tohr llegó justo en el instante en que ella estaba echando la llave.

La sangre de N’adie corría por su organismo, devolviéndole el poder que tanta falta le hacía, el apetito que había perdido y la claridad mental que había desaparecido durante tanto tiempo. Y Tohr recordó todo lo que no había podido recordar mientras se alimentaba de las venas de la desdichada hembra.

Ella se había entregado voluntaria, generosamente, y él había abusado, había tomado demasiado, y demasiado rápido, en un cuarto oscuro donde él habría podido ser cualquiera y no el macho al que ella había accedido a alimentar.

La había asustado. O algo peor.

Entonces Tohr giró sobre sus talones y apoyó la espalda contra la puerta de N’adie. Se deslizó hasta sentarse en el suelo.

—Mierda… Puta mierda…

Aquello merecía una condena.

Bueno, en realidad ya estaba condenado.