20
Desde un punto de observación privilegiado y gracias a los prismáticos, la mansión al otro lado del río Hudson se veía enorme. Era un inmenso bloque de varios pisos que se asentaba atrevidamente sobre un risco escarpado. En todos los pisos se observaba el brillo de las luces a través de enormes paneles de cristal, como si la casa no tuviera ninguna pared sólida.
Zypher se admiró en medio de la brisa cálida.
—¡Vaya palacio!
—Así es. —Se oyó desde algún lugar a mano izquierda de él.
Xcor se quitó los prismáticos de los ojos.
—Demasiada exposición a la luz del día. Eso es tentar en exceso al destino.
—Tal vez tenga un sótano muy bien equipado —comentó Zypher—. Con más bañeras de mármol como esas…
Al oír el tono del soldado, Xcor pensó que Zypher debía de estar imaginándose a hembras de todas las clases cubiertas de espuma y le lanzó una mirada de desaprobación. Acto seguido reanudó la vigilancia.
Todo aquello no era más que puro desperdicio. Assail, el hijo de uno de los mejores hermanos que habían existido, podría haber sido un guerrero, tal vez incluso un hermano, pero su madre, una Elegida caída en desgracia, le había impuesto un destino diferente.
Aunque uno podría argumentar que si el desgraciado tuviese las pelotas bien puestas, bien podría haberse forjado un destino distinto del de las bañeras de mármol. Sin embargo, Assail no era más que otro zángano inútil de la especie, un dandi que no tenía nada importante que hacer con sus noches.
Pero todo eso podría cambiar durante la velada que estaba a punto de comenzar. Bajo un cielo tormentoso, contra el telón de fondo de los rayos y los truenos, este macho tenía un gran significado, al menos durante un breve tiempo. Su propia relevancia podría costarle la vida, pero si los libros de historia servían para algo, Assail podía ser recordado en el futuro por haber desempeñado un pequeño papel en el gran punto de inflexión de la raza.
Aunque, desde luego, él no sabía nada de eso.
Lógico. En realidad nadie espera que la carnada sea consciente de que está atrayendo a los tiburones.
Al estudiar los alrededores de nuevo, Xcor pensó que la ausencia de árboles y vegetación debía de ser el resultado del proceso de limpieza que antecede a cualquier construcción. No cabía duda de que un aristócrata como Dios manda querría tener hermosos jardines, y quizá estuviera pensando hacerlos más adelante. Pero de momento no había nada y eso hacía más fácil la vigilancia de la mansión. Podrían ver sin dificultad a quien se acercara.
La buena noticia era que, aunque seguramente había acero en la estructura de la casa, las vigas y los cimientos, al menos se podía entrar y salir de ella a través de todos aquellos ridículos paneles de cristal.
—Ah, sí, ahí está el orgulloso anfitrión. —Xcor había visto la figura de un macho que entraba al gran salón.
No había ni siquiera cortinas que ocultaran su presencia. Era como si Assail fuera un hámster en una jaula.
Ese macho merecía morir por ser tan estúpido. De hecho, la guadaña de Xcor comenzó a zumbar, excitada, en su espalda.
El vampiro de la guadaña enfocó mejor los prismáticos. Assail se estaba sacando algo del bolsillo: un cigarro. Naturalmente, el mechero era dorado. Probablemente, Assail era de los que pensaban que el fuego, al igual que la carne empaquetada, solo se podía conseguir en los supermercados.
Menudo bobo. Iba a ser un placer aniquilarlo. Junto con todos los que aparecieran por allí en unos pocos minutos.
En efecto, el Consejo de la glymera había logrado mantener a raya a Xcor y su pandilla de bastardos. Nunca los habían invitado a ninguna reunión. Nunca habían recibido un saludo de bienvenida de su leahdyre, Rehvenge. Ni siquiera una respuesta oficial a la carta que les había enviado en primavera.
Al principio, eso había hecho que se sintiera muy frustrado. Pero luego, un pajarillo, un espía, había comenzado a cantarle al oído y gracias a ello había encontrado otro camino.
Con frecuencia, la mejor arma en una guerra no es una daga ni una pistola ni un cañón. En este caso era algo invisible y letal, que sin embargo no era un gas venenoso. Algo completamente ingrávido y que, no obstante, podía causar daños de inmensa gravedad.
La información, una información sólida y cierta, obtenida de una fuente infiltrada en el campo de tu enemigo, tenía el poder de una bomba atómica.
Su misiva al Consejo ciertamente había sido recibida y, lo que era más importante, había sido tomada muy en serio. El gran Rey Ciego, sin decir nada, había comenzado de inmediato a reunirse con los cabezas de todos los linajes que quedaban. Y lo hacía en persona, en sus lugares de residencia.
Ese era un movimiento muy audaz en épocas de guerra y demostraba que el desafío de Xcor era acertado: un rey no arriesgaba su vida a menos que hubiese perdido contacto con sus súbditos y se viera obligado a volver a retomarlo.
Pensándolo bien, eso era incluso mejor que una reunión con el Consejo. Quedaban apenas unos pocos de sus miembros y todos ellos poseían residencias conocidas. Wrath ya había tenido audiencias con la mayoría y, gracias a ese pequeño pajarillo, Xcor estaba muy al tanto de quién faltaba.
Con los prismáticos estudió detenidamente el edificio, las paredes, el tejado, las puertas, las cristaleras. Todo.
De acuerdo con la fuente de Xcor, Assail había regresado en primavera, había comprado esa propiedad y… eso era todo lo que sabían los aristócratas. Bueno, aparte de que el macho no había traído a nadie con él: ni familia, ni servidumbre, ni shellan. Estaba muy solo. Las dos cosas eran inusuales para un miembro de la glymera, pero claro, quizá estaba esperando a ver cómo evolucionaban las cosas en este nuevo entorno, antes de traer a su familia con él…
Tenía un hermano menor, ¿no? Un tío al que su madre también había mimado mucho. ¿Y no había una hermana mediana de mala reputación?
Xcor oyó cómo sus soldados se movían nerviosamente tras él. Las ropas de cuero chirriaban con los roces y las armas llenaban el aire de ruidos metálicos. Arriba, en el cielo, de las nubes seguían saliendo rayos intermitentes, aunque el estruendo resonaba aún lejos.
Debería haberlo pensado desde el principio: si quería derrocar a Wrath iba a tener que hacerlo él solo. Confiar en la glymera para cualquier cosa que no fueran gansadas y delirios de grandeza había sido un error.
Al menos tenía un aliado en el Consejo. Una vez transcurridos los hechos, cuando las cosas se pusieran feas, iba a necesitar apoyo. Por fortuna, había mucha gente que estaba de acuerdo con él: Wrath no era más que una figura decorativa y aunque en tiempos de paz eso era tolerable, en épocas de guerra y conflictos la falta de liderazgo se hacía insoportable.
Las Antiguas Tradiciones podían mantener y mantenían a Wrath en un lugar que no le correspondía. Xcor había decidido esperar el momento propicio y atacar luego con determinación.
Era hora de que el reino de Wrath quedara relegado a una insignificante nota en la historia vampírica.
—Detesto esperar —murmuró Zypher.
—Pues ahora la paciencia es la única virtud que importa —le respondió Xcor.
‡ ‡ ‡
En el vestíbulo de la mansión de la Hermandad todo el mundo se estaba reuniendo para salir: los machos se paseaban a los pies de la gran escalera con expresiones ceñudas, mientras las armas que llevaban sobre el pecho y las caderas reflejaban la luz y sus cuerpos se movían con nerviosismo. Parecían caballos alterados a punto de desbocarse.
Entre las sombras que proyectaba la puerta que llevaba a la alacena, N’adie esperaba a que Tohrment bajara a reunirse con ellos. Por lo general siempre era uno de los primeros, pero últimamente se demoraba cada vez más…
Allí estaba por fin, en lo alto del rellano del segundo piso, vestido de cuero negro.
Al bajar se agarró a la barandilla con gesto casual, como si lo hiciera sin necesidad ni propósito alguno.
Pero N’adie no se dejó engañar.
Durante los últimos meses se había debilitado aún más y su cuerpo estaba cada día más deteriorado, hasta el punto de que era evidente que lo único que lo animaba era su deseo de venganza.
Se estaba muriendo por llevar tanto tiempo sin tomar sangre. Y parecía darle igual: siempre rechazaba la idea de ceder a ese capricho biológico.
Así que al comienzo de cada noche, N’adie vigilaba nerviosamente con la esperanza de que bajara por fin renovado, y al final de la noche acababa rezando para que regresara vivo.
Querida Virgen Escribana, él…
—Tienes muy mal aspecto —dijo uno de los hermanos.
Tohrment hizo caso omiso del comentario, mientras caminaba hasta donde estaba el joven inmenso con el que se había apareado Xhexania. Por lo que había podido entender, ellos dos formaban equipo y N’adie daba las gracias por ello. El joven tenía que ser un vampiro purasangre. La bella encapuchada había oído muchas referencias a sus hazañas en el campo de batalla. Además, ese guerrero en particular nunca estaba solo: tras él, tan fiel como su sombra, siempre había un soldado de apariencia imponente, terrorífica, que tenía los ojos de colores distintos y una expresión en la mirada que sugería que era tan inteligente como fuerte.
N’adie esperaba que los dos intervinieran si Tohrment llegaba a estar en peligro.
—¿Te gusta lo que ves? A mí no.
N’adie se dio la vuelta con tanta rapidez que el vuelo de su manto ondeó violentamente. Lassiter había aparecido en la cocina sin que ella se diera cuenta. Se hallaba de pie en el umbral y su pelo rubio y negro y sus colgantes dorados reflejaban la luz de la lámpara que tenía encima.
Sus ojos inquisitivos siempre intimidaban, pero, al menos por el momento, la mirada blanca del ángel no se centraba en ella.
N’adie cruzó los brazos sobre el pecho y metió las manos entre las mangas del manto, mientras volvía a concentrarse en Tohrment.
—Verdaderamente, no entiendo cómo puede seguir peleando.
—Es hora de dejar de andarnos con mariconadas con él.
N’adie no estaba del todo segura de lo que el ángel quería decir, pero tenía una vaga idea.
—Aquí hay Elegidas que se ocupan de alimentarlos. Seguramente podría recurrir a alguna de ellas, ¿no es así?
—Ojalá lo hiciera.
Como si hubiesen recibido una señal, los dos se volvieron al tiempo para observar a Wrath, el Rey Ciego, cuando apareció en lo alto de la escalera y comenzó a bajar hacia donde estaban todos. Él también iba vestido para el combate, pero en esta ocasión no lo acompañaba su amado perro; era conducido por su reina y los dos se movían de manera tan sincronizada que tenían el mismo andar.
Tohrment debía de ser así antes, pensó N’adie.
—Quisiera que hubiese alguna manera de hacer algo por él —murmuró la mujer—. Yo haría cualquier cosa por ayudarlo, para no verlo torturado, solo en su sufrimiento.
El ángel la miró.
—¿De verdad piensas eso?
—Claro que sí.
Lassiter clavó la mirada en ella aún más intensamente.
—¿De verdad lo piensas?
N’adie trató de dar un paso atrás, pero ya estaba contra el marco de la puerta.
—Sí…
El ángel levantó la mano con gesto solemne.
—Júralo.
La hembra frunció el ceño.
—No entiendo…
—Que harías cualquier cosa… Quiero oírte jurar que harías cualquier cosa por él. —Sus ojos brillaron con un fuego extraño—. Llevamos dilatando esto desde la primavera, y en ese momento ya no nos sobraba tiempo. Dices que quieres salvarlo y yo quiero que tú te comprometas a hacerlo…, sin importar lo que eso implique.
Abruptamente, como si el recuerdo hubiese sido disparado en su mente de forma deliberada, tal vez por el ángel pero más probablemente por su propia conciencia, N’adie recordó aquellos momentos después de dar a luz a Xhexania, cuando su dolor físico y su angustia mental se fundieron en una sola agonía en su corazón por todo lo que había perdido, e, incapaz de soportar el peso de sus sufrimientos, había tomado la daga que Tohrment llevaba en su pecho y la había utilizado de una manera que lo había hecho gritar de horror.
El alarido ronco de Tohrment había sido lo último que ella había escuchado.
N’adie levantó la vista para mirar al ángel y, como no era estúpida ni ingenua, dijo:
—Estás sugiriendo que yo lo alimente con mis venas.
—Sí. Así es. Es hora de dar un paso adelante, que creo que será decisivo.
N’adie tuvo que armarse de valor para mirar a Tohrment. Pero al contemplar de nuevo el cuerpo frágil de Tohr, tomó una decisión: Tohrment la había enterrado…, así que ciertamente ella podía tomarse el trabajo de alimentarlo de su vena con el fin de devolverle la vida.
Suponiendo, claro, que él aceptara. Y que ella, la hembra traumatizada, violada, mancillada, fuera capaz de hacerlo.
N’adie sintió que su cuerpo temblaba solo con pensarlo, pero su mente rechazó la respuesta de su organismo. Este no era un macho interesado en sus atractivos sexuales. De hecho, era el único macho a quien ella podría alimentar con total confianza.
—La sangre de una Elegida sería más pura —balbuceó N’adie.
—Por Dios, así no llegaremos a ningún lado. No se trata de la pureza de tu sangre.
N’adie sacudió la cabeza, pues se negaba a interpretar lo que podía significar esa respuesta, y cedió.
—Atenderé su necesidad de beber sangre, si él viene a mí.
Lassiter le hizo una ligera reverencia.
—Yo me ocuparé de esa parte. Y te voy a hacer cumplir tu palabra.
—No tendrás necesidad de obligarme. Mi promesa es un voto solemne.