16

Muy lejos del caos de Caldwell, en la silenciosa biblioteca de las Elegidas, tras oír lo que leía la mujer, Tohr sintió un estremecimiento. El vértigo se apoderó de él.

—Dame eso.

Después de tomar el volumen, Tohr forzó sus ojos para concentrarse en aquellos caracteres de la Lengua Antigua que habían sido escritos con tanto cuidado: «Wellesandra, compañera del hermano de la Daga Negra Tohrment, hijo de Hharm, hija de sangre de Relix, dejó el mundo terrenal en el curso de esa noche, llevándose con ella a su retoño no nacido, un varón de unas cuarenta semanas».

Tohr sintió como si todo aquello acabara de pasar solo unos momentos antes, y su cuerpo volvió a sumergirse en el ya habitual océano de dolor.

Tuvo que releer varias veces los signos antes de poder concentrarse no solo en lo que decía allí, sino en lo que no decía.

No existían, en efecto, ninguna mención al Ocaso.

Entonces Tohr se saltó varios párrafos para buscar las anotaciones que había sobre otros decesos. Había varios…

«Dejó el mundo terrenal y entró en el Ocaso». «Dejó el mundo terrenal y entró en el Ocaso». «Dejó el mundo te…», Tohr se saltó otras páginas, «… y entró en el Ocaso».

—Dios…

Aunque oyó un ruido a sus espaldas, Tohr no levantó los ojos, pero de pronto N’adie comenzó a tirar de él.

—Siéntate, por favor. —La mujer tiró más fuerte—. Por favor.

Tohr obedeció y se sentó en el taburete que ella había arrastrado. La miró y la interrogó con voz gutural.

—¿Hay alguna posibilidad de que sencillamente se hayan olvidado de incluirlo?

Era una pregunta absurda. No había necesidad de que N’adie respondiera. Las escribanas recluidas tenían un trabajo sagrado, en el que no se podían equivocar. Esa clase de «olvido» habría sido imperdonable.

Entonces Tohr oyó la voz de Lassiter en su cabeza: «Esa es la razón por la que vine… Estoy aquí para ayudarte a ayudarla a ella».

—Tengo que regresar a la mansión —murmuró Tohr.

El siguiente movimiento fue ponerse de pie, pero no resultó una buena idea. Entre la repentina debilidad que había invadido su cuerpo y la herida del maldito pie, se fue contra una de las estanterías, empujando con el hombro la fila de libros tan cuidadosamente ordenados. Y como el suelo pareció inclinarse en la dirección contraria, Tohr se vio de repente en el aire…

Hasta que algo pequeño y suave se atravesó en la trayectoria de su caída.

Era un cuerpo. Un cuerpo femenino diminuto, con caderas y senos que, de repente, se marcaron claramente contra el cuerpo de Tohr, aun en medio de su confusión.

Al instante, la visión de N’adie en la piscina, sus formas desnudas, brillantes y húmedas, emergió y explotó en su cerebro como una bomba. Y la detonación fue tan grande que lo sacudió de la cabeza a los pies.

Todo ocurrió muy rápido: el contacto, el recuerdo… y la erección.

Bajo la bragueta de sus pantalones de cuero, el miembro de Tohr se hinchó hasta alcanzar su máxima dimensión. Así, de repente, por las buenas.

—Déjame que te ayude a sentarte de nuevo —dijo N’adie, pero la voz resonó en los oídos del macho como si estuviera muy lejos.

—No me toques. —La empujó hacia atrás, mientras se tambaleaba—. No te acerques a mí. Estoy… a punto de… enloquecer…

Trastabillándose entre las estanterías, Tohr casi no podía respirar, ni sostenerse sobre sus propios pies.

En cuanto salió de la biblioteca, huyó del Santuario y se transportó a la estancia que ocupaba en la mansión.

Todavía estaba excitado cuando llegó.

Joder.

Mientras se miraba fijamente la bragueta, trató de encontrar una explicación que no fuera la obvia. ¿Podría tener un coágulo de sangre? Un trombo en la polla…, o tal vez…, mierda…

No era posible que se sintiera atraído por otra hembra.

¡Él era un macho apareado, maldición!

Miró a su alrededor y empezó a gritar:

—¡Lassiter! ¡Lassiter! —¿Dónde diablos estaba ese maldito ángel?—. ¡Lassiter!

Al ver que no había respuesta angelical y que nadie entraba corriendo por la puerta, se sintió atrapado y solo…, con su erección.

La rabia hizo que apretara el puño de la mano derecha y se golpeara con todas sus fuerzas en los testículos…

—¡Puta mierda!

Era como recibir un golpe de una bola de demolición, de modo que el rascacielos se desplomó y terminó sobre la alfombra.

Mientras trataba de contener las arcadas y ponerse de pie y se preguntaba si no se habría causado alguna lesión seria, Tohr escuchó una voz sarcástica que se filtraba entre sus aullidos.

—Eso tiene que doler. —La cara del ángel apareció de repente frente a su campo de visión—. Lo bueno del asunto es que tal vez a partir de ahora puedas poner la voz de tiple en las canciones de Navidad.

—¿Qué… coño es el… Limbo? —Le resultaba difícil hablar. Y también respirar. Y cada vez que tosía, se preguntaba si no iba a escupir las pelotas. Pero quería respuestas—. Dime… Háblame de eso…, del Limbo…

—¿No prefieres esperar hasta que puedas respirar?

Tohr levantó una mano y agarró al ángel de los brazos.

—Habla, desgraciado.

‡ ‡ ‡

Una verdad universal para los machos es que cada vez que ves que alguien recibe un golpe en las pelotas, experimentas, por simpatía, un ataque de dolor fantasma en tu propia entrepierna.

De modo que cuando se agachó junto al cuerpo encorvado del hermano, Lassiter también se estaba sintiendo un poco mareado y tuvo que darse un respiro para asegurarse de que lo que le colgaba entre las piernas seguía en su sitio, porque… por muy iconoclasta que fuera, algunas cosas son sencillamente sagradas.

—¡Habla!

Era impresionante que Tohr todavía tuviera fuerzas para gritar. En fin, lo de «por qué no hablamos más tarde» no parecía viable con un hijo de perra que era capaz de darse semejante puñetazo.

Y tampoco había razón para andarse con rodeos.

—El Limbo no está realmente bajo la jurisdicción de la Virgen Escribana o el Omega. Es el territorio del Creador…, y, antes de que me lo preguntes, me refiero al creador de todas las cosas. También de tu Virgen Escribana, el Omega, todo. Hay un par de maneras de acabar en el Limbo, pero básicamente tiene que ver con que tú no te desprendas de la vida pasada o que alguien no quiera desprenderse de ti.

Al ver que Tohr guardaba silencio, Lassiter vio indicios de que se le habían colapsado las neuronas y sintió compasión por el maldito hijo de puta. Así que puso una mano sobre el hombro del hermano y siguió hablando con voz suave.

—Respira acompasadamente conmigo. Vamos, vamos a hacerlo juntos. Respiremos juntos durante un minuto…

Los dos se quedaron allí un buen rato, Tohr doblado en dos y Lassiter tomando y soltando aire, y sintiéndose como un convidado de piedra. En su larga vida, el ángel había visto el sufrimiento en todas sus formas. La enfermedad, la decepción, el descuartizamiento… Lassiter se daba cuenta de que estaba demasiado endurecido por la sobreexposición al dolor. Se diría alejado de toda compasión.

Joder, él no era el ángel adecuado para ese trabajo.

Vaya situación en la que se encontraban Tohr y él.

Tohr levantó los ojos; los tenía tan dilatados que, si Lassiter no hubiera sabido que eran azules, habría pensado que los tenía negros.

El hermano gimió:

—¿Qué puedo hacer?

Santo Dios, el ángel empezaba a estar harto. Se levantó y fue hasta la ventana. Allá fuera, el paisaje estaba discretamente iluminado. Los jardines parecían lejos de su máximo esplendor. En efecto, la primavera era una incubadora lenta y el calor del verano aún estaba a varios meses de distancia.

A toda una vida de distancia.

Sonó la ronca voz de Tohr.

—Ayúdame a ayudarla. Eso fue lo que me dijiste que teníamos que hacer.

En el silencio que siguió, Lassiter sintió que no tenía nada que decir. Era como si se hubiera quedado sin voz. Ni siquiera tenía pensamientos, a pesar de que, a menos que se sacara algo de la manga, iba directo hacia un infierno diseñado especialmente para él, un infierno sin esperanzas de escape. Y Wellsie y el bebé también se quedarían atrapados en su propio infierno. Y Tohr, en el suyo.

Había sido tan arrogante…

Nunca se le ocurrió que su plan podía fracasar. Desde el principio había tenido una actitud displicente, confiada. No pensaba más que en el resultado final, que tenía que ver únicamente con su propia libertad. Lo de menos era salvar a aquellas desdichadas almas.

Nunca se le ocurrió que pudiera haber conflictos. El concepto de fracaso no había pasado ni remotamente por su cabeza.

Nunca había pensado que en realidad le importaba un pepino lo que sucediera con Wellsie y Tohr, pero así era. Hasta ahora, cuando de pronto había caído en la cuenta de su estúpido egoísmo.

—Dijiste que estabas aquí para ayudarme a ayudarla a ella. —Al ver que no había ninguna respuesta, Tohr adoptó un tono más dramático—. Lassiter, mírame, te lo estoy rogando de rodillas.

—Eso es porque tienes las pelotas en el estómago.

—Me dijiste que…

—Pero tú no me creíste, ¿recuerdas?

—Estuve haciendo averiguaciones… En los libros del Otro Lado. Es verdad: no está en el Ocaso.

Lassiter se quedó mirando los jardines y se maravilló de lo cerca que estaban de la vida; a pesar de lo desnudos que aún se veían, estaban a punto de florecer y asombrar como cada año.

—¡No está en el Ocaso!

Lo agarró, lo hizo girar sobre su propio eje y lo lanzó de espaldas contra la pared con tanta fuerza que, si hubiese tenido puestas las alas, se las habría machacado horriblemente.

—¡No está en el Ocaso!

El rostro de Tohr estaba distorsionado. Parecía un demente. Le apretaba la garganta con las manos, bramaba… Lassiter, hasta ese momento conmocionado por el descubrimiento de su propio fracaso, reaccionó al fin: tuvo un momento de claridad. El hermano estaba a punto de matarlo.

O sea, que le podía mandar otra vez al Limbo. Un par de golpes en la cabeza, tal vez un estrangulamiento y hala, vuelta a empezar.

Era curioso que tampoco hubiese considerado en ningún momento la posibilidad de regresar. Lo mismo era la mejor solución.

—Será mejor que abras tu maldita boca, ángel —gruñó Tohr.

Lassiter volvió a estudiar los rasgos de aquel rostro, la potencia de aquel cuerpo y la intensidad de su rabia.

—La amas demasiado.

—Ella es mi shellan…

—Fue tu shellan. Joder, fue, no es: fue tu shellan. Esa es la clave.

Hubo un instante de silencio. Luego, para el ángel, un golpe, un espectáculo de lucecitas y mucho dolor. Después se le aflojaron las rodillas.

El muy desgraciado podía matarlo, en efecto.

Lassiter se quitó al hermano de encima, escupió un poco de sangre sobre la alfombra y pensó en devolver el golpe. Sin embargo, desistió. Si el Creador iba a llamarlo al orden, que viniera a buscarlo; no iba a permitir que Tohr lo enviara por correo aéreo.

Era hora de largarse de esa habitación.

Mientras caminaba hacia la puerta, Lassiter hizo caso omiso del insulto que oyó a sus espaldas. En especial cuando se estaba preguntando si uno de sus ojos no estaría colgando del nervio óptico en ese preciso momento.

—Lassiter. Mierda, Lassiter… Lo siento.

El ángel dio media vuelta.

—¿Quieres saber cuál es el problema? —Apuntó con el dedo directamente a la cara del hermano—. Tú eres el problema. Siento que hayas perdido a tu hembra. Siento que todavía tengas ganas de suicidarte. Siento que no tengas ningún incentivo para levantarte cada noche… o para acostarte cada mañana. Siento que te duela el trasero y tengas dolor de muelas y otitis al mismo tiempo. Pero tú estás vivo y ella no. Y el hecho de que te aferres al pasado está haciendo que los dos estéis atrapados en el Limbo. —Se detuvo de repente y dio unos pasos hacia Tohr—. ¿Y quieres saber qué dice la letra pequeña de esta historia? Pues bien, dice que ella se está desvaneciendo en el Limbo, sin acercarse al Ocaso. Y tú tienes la culpa de que eso esté ocurriendo. —Hizo un movimiento con las manos para señalar el cuerpo retorcido de Tohr y su mano y su pie vendados—. Esto es la causa de que ella esté allí. Y cuanto más te aferres a ella y a tu antigua vida, y a todo lo que perdiste, menos oportunidades tendrá ella de salir de allí. El responsable eres tú, no ella, ni yo. Así que, ¿por qué no te golpeas tú mismo la próxima vez, imbécil?

Tohr se pasó una mano temblorosa por la cara, como si estuviese tratando de borrar sus rasgos. A continuación se la llevó al corazón.

—No puedo dejar de amarla… solo porque su cuerpo dejó de funcionar.

—Pero te portas como si hubiese ocurrido ayer y tengo la impresión de que eso no va a cambiar. —Lassiter se dirigió a la cama, donde reposaba el vestido de la ceremonia de apareamiento. Agarró el satén, lo arrastró y lo sacudió—. Esto no es ella. Tu rabia no es ella. Tus sueños, tu maldito dolor…, nada de eso es ella. Ella está muerta.

—Ya lo sé —replicó Tohr con rabia—. ¿Crees que no lo sé?

Lassiter arrojó el vestido a sus pies.

—¡Entonces dilo!

Silencio.

—Dilo, Tohr. Quiero oírte decirlo.

—Ella está…

—Dilo.

—Ella está…

Al ver que de la boca del hermano no salía nada más, Lassiter sacudió la cabeza, recogió el vestido del suelo y lo tiró sobre la cama. Mientras murmuraba algo entre dientes, se dirigió de nuevo a la puerta.

—Esto no lleva a ninguna parte.