15
En el Santuario, N’adie guió a Tohrment hasta la biblioteca con la intención de dejarlo luego a solas con sus investigaciones, cualesquiera que fuesen. Sin embargo, cuando llegaron a su destino, él abrió la puerta y la invitó a seguir adelante.
Por tanto, ambos cruzaron el umbral.
El templo de los libros era largo, estrecho y alto, como un gigantesco folio colocado verticalmente. Por todas partes había volúmenes encuadernados en cuero y llenos de cuidadosos trazos hechos por generaciones y generaciones de Elegidas. Otros muchos permanecían guardados en cajas de mármol blanco, ordenadas cronológicamente. En ellos estaban consignados los hechos de la vida de la raza allá abajo, tal como habían sido vistos por las Elegidas en la pantalla transparente del agua.
Tohrment se quedó quieto un momento, apoyado en la muleta y con el pie vendado levantado unos centímetros sobre el suelo.
—¿Qué estás buscando?
N’adie miraba de reojo las estanterías que tenían más cerca. Ver esos volúmenes la hizo preguntarse cuál sería el futuro de la tradición de registrar el pasado de esa manera. Mientras las Elegidas se encontraban explorando el mundo real, no era mucho lo que se estaba anotando. Así que era posible que esa larga tradición terminara por perderse.
La respuesta de Tohrment interrumpió sus reflexiones.
—La vida después de la vida, eso es lo que estoy buscando. ¿Tienes idea de si hay una sección sobre eso?
—Tengo entendido que las crónicas están organizadas por años, no por temas.
—¿Alguna vez oíste hablar del Limbo?
—¿El qué?
Tohr rio con amargura, mientras daba pequeños saltitos apoyado en la muleta y comenzaba a inspeccionar las estanterías.
—Exacto. Tenemos el Ocaso y el Dhund. Dos extremos opuestos, los cuales yo suponía hasta hace muy poco que eran las únicas alternativas tras la muerte. Pero estoy buscando alguna evidencia de que exista otra. Maldición… Es verdad, estos tomos están colocados por orden cronológico y no por temas. ¿Hay algún otro lugar donde haya otra clasificación?
—No, que yo sepa.
—¿Algún índice o sistema de ficheros?
—Solo hay un índice por décadas, según creo. Pero no soy experta en el tema.
—Mierda, podría llevar años revisar todo esto.
—Lo mejor será que hables con una de las Elegidas. Sé que Selena, por ejemplo, fue escribana…
—Prefiero que nadie intervenga en este asunto. Es algo relacionado con mi Wellsie.
La frase de Tohr, dicha ante quien acababa de escudriñar su pasado, encerraba cierta ironía, pero pasó inadvertida.
—Espera…, hay otra sala…
N’adie condujo a Tohr por el pasillo central y luego doblaron a mano izquierda, para entrar en un espacio abovedado en el que había una pesada puerta.
—Este es el lugar más sagrado de la biblioteca, donde se conserva el relato de las vidas de los miembros de la Hermandad.
La pesada puerta opuso resistencia a la intrusión, al menos cuando ella trató de abrirla. Pero ante la fuerza de Tohrment acabó cediendo para revelar un espacio no muy grande, de techos alto.
—Así que nos mantenéis aquí encerrados —dijo Tohr con ironía mientras inspeccionaba los lomos de los distintos volúmenes—. Mira esto…
Sacó uno de los tomos y lo abrió.
—Ah, Throe, padre del actual Throe. Me pregunto qué pensaría el viejo si supiera con quién anda su hijo.
Tohr volvió a poner el tomo en su lugar. N’adie, mientras, no disimulaba su interés por aquel vampiro metido a investigador. Observó detenidamente sus cejas fruncidas por el esfuerzo de leer, la forma en que sus dedos, fuertes pero estilizados, manipulaban el libro con cuidado, el modo en que su cuerpo se inclinaba sobre las estanterías.
El pelo negro y brillante parecía muy fuerte, aunque estaba cortado al rape. Y, desde luego, el mechón blanco frontal se antojaba totalmente fuera de lugar… N’adie se fijó finalmente en los ojos cansados y llenos de angustia.
Ay, esos ojos. Azules como zafiros, preciosos.
Con mechón o sin él, desmejorado o no, Tohr era muy guapo, sin duda.
Qué curioso: como estaba enamorado de otra, se sentía en libertad de observarlo a su gusto. Mientras siguiera sintiendo por su shellan lo que sentía, ella estaba… a salvo. Ya ni siquiera se sentía incómoda por el hecho de que la hubiese visto desnuda. Tohr nunca podría verla con ojos lujuriosos. Eso implicaría una traición a su amor por Wellesandra.
De nuevo, la voz del vampiro interrumpió sus meditaciones.
—¿Hay algo más aquí? Solo veo… biografías de los hermanos…
—Espera, permíteme ayudarte.
N’adie y Tohr revisaron juntos toda la estantería, pero no encontraron ningún libro relativo al Cielo o el Infierno. Solo la vida de un hermano tras otro.
—Nada —murmuró Tohr—. ¿Para qué diablos sirve una biblioteca si no puedes encontrar nada en ella?
—Tal vez si… —N’adie se agarró al borde de un estante y se agachó con dificultad para mirar los títulos. Finalmente encontró lo que estaba buscando—. Podríamos buscar en tu biografía.
Tohr cruzó entonces los brazos sobre el pecho y pareció prepararse para lo peor.
—Ella está ahí, ¿verdad?
—Claro, formaba parte de tu vida y tú eres el tema del libro.
—Miremos.
Había varios tomos dedicados a él, de modo que N’adie sacó el más reciente. Lo abrió, se saltó la relación del linaje que aparecía al comienzo y fue repasando las distintas páginas dedicadas a sus hazañas en el campo de batalla. Cuando llegó a lo último que se había escrito, frunció el ceño.
—¿Qué dice? —preguntó él.
N’adie leyó en voz alta y en Lengua Antigua, primero la fecha y luego la anotación: «A partir de esa noche, él perdió a su amada shellan, Wellesandra, quien dejó el mundo terrenal mientras estaba esperando un hijo suyo. Inmediatamente después, se separó de la sociedad comunitaria de la Hermandad de la Daga Negra».
—¿Eso es todo?
—Sí.
N’adie giró el libro para que Tohr pudiera verlo con sus propios ojos, pero él hizo un brusco gesto negativo con la mano.
—¡Por la Virgen Escribana!, mi vida se hace trizas y eso es todo lo que escriben.
—Tal vez querían respetar tu dolor. —N’adie volvió a guardar el libro—. Sin duda, es mejor mantener el dolor en privado.
Tohr no dijo nada más; se quedó callado, apoyado en la muleta que le ayudaba a mantener el equilibrio, con la mirada clavada en el suelo.
—Dime algo —dijo ella con voz suave.
—Maldición. —Mientras se restregaba los ojos, una sensación general de fatiga pareció emanar de él—. El único consuelo que tengo en medio de toda esta pesadilla es pensar que mi Wellsie se encuentra en el Ocaso con mi hijo. Esa es la única razón por la que puedo seguir viviendo. Cuando siento que llego al límite de la locura, me digo que ella se encuentra a salvo y que es mejor que sea yo quien sufra y no ella, mejor que sea yo quien la añora aquí, en este mundo. Porque, vamos, se supone que el Ocaso es un lugar de paz y amor, ¿no? Pero entonces llega ese maldito ángel y empieza a hablar de una especie de sitio, el Limbo… Y ahora, de repente, mi única fuente de tranquilidad se evapora como por arte de magia. Y, para empeorar las cosas, yo nunca antes había oído hablar de ese lugar y tampoco puedo comprobar si…
—Tengo una idea. Ven conmigo. —Al ver que Tohr simplemente se quedaba mirándola, N’adie lo agarró del brazo, pues no estaba dispuesta a aceptar un no por respuesta—. Ven.
Lo volvió a llevar a la parte principal de la biblioteca y comenzó a buscar con cuidado en las estanterías, revisando los años de los volúmenes, hasta localizar los más recientes.
—¿En qué fecha exacta le ocurrió aquello…?
Tohrment volvió a darle el mes y el día de la muerte y ella sacó el tomo correspondiente.
Mientras lo hojeaba, N’adie sentía la presencia de Tohr muy cerca de ella, pero no se sintió amenazada.
—Mira, aquí está.
—Ay…, Dios. ¿Qué dice?
—Solo dice…, sí, lo mismo que estaba anotado en tu biografía. Dejó el mundo terrenal… Espera un momento.
Entonces retrocedió unas cuantas páginas y a continuación miró otras cuantas más adelante, repasando las historias de otras hembras y machos que murieron en esa misma fecha: Fulano de tal entró en el Ocaso… Zutano entró en el Ocaso… entró en el Ocaso…
Cuando N’adie levantó los ojos hacia Tohr, sintió verdadero pánico.
—De hecho, aquí no dice que ella haya entrado. En el Ocaso, me refiero.
—¿Qué quieres decir?
—Solo dice que ella dejó el mundo terrenal. No dice que esté en el Ocaso.
‡ ‡ ‡
En el frío e inclemente corazón de Caldwell, Xcor perseguía a un restrictor solitario.
Corría sobre el césped quemado de un parque, moviéndose sigilosamente tras el muerto viviente, con la guadaña en la mano y todo el cuerpo listo para atacar. Se trataba de un restrictor que se había separado del grupo que él y su pandilla de bastardos habían atacado hacía solo unos minutos.
Era evidente que el desgraciado iba herido, pues su sangre negra dejaba un rastro que, pese a las tinieblas reinantes, resultaba bastante visible.
Xcor y sus soldados habían asesinado a todos sus colegas en los callejones y se habían hecho con algunos trofeos, pero él se había separado de los demás para encontrar al desertor solitario. Entretanto, Throe y Zypher regresaron al salón de tatuajes, pues ya iba siendo hora de organizar a las hembras para el procedimiento de alimentación. Los primos habían regresado al campamento base para curarse sus heridas de guerra.
Si despachaban a las mujeres con celeridad, tal vez pudieran encontrar otro escuadrón de enemigos antes del amanecer. Aunque, bien pensado, «escuadrón» no era la palabra correcta, sonaba demasiado profesional. Estos nuevos reclutas no se parecían en nada a los de los mejores días de la guerra del Viejo Continente; recién inducidos, estos mierdecillas no parecían estar bien organizados ni ser capaces de trabajar juntos durante un enfrentamiento. Además, tenían armas esencialmente callejeras: navajas, cuchillos, bates de béisbol. Sus pocas armas de fuego eran pistolas de mala calidad.
Formaban, pues, un ejército improvisado, cuya única fuerza parecía ser la gran cantidad de soldados. Nada más. Y, aun así, la Hermandad no había podido derrotarlos. ¡Qué vergüenza!
Xcor iba acortando distancias con su presa. Era hora de terminar con aquello, alimentarse y volver a salir de caza.
La zona verde a la que habían entrado ahora estaba junto al río y parecía demasiado iluminada para el gusto de Xcor. También era demasiado abierta. Llena de mesas para picnic y contenedores para los desperdicios, no ofrecía mucha protección contra las miradas curiosas. Al menos la noche era lo suficientemente fría como para que los humanos normales, es decir, los testigos creíbles, se mantuvieran lejos de las calles. Desde luego, siempre había algún indigente, alguna fulana, algún trastornado… Pero a esos no les harían caso.
Unos metros por delante del cazador, el restrictor corría por un sendero de cemento que en lugar de llevarlo a un sitio seguro lo conduciría a la muerte. Herido y agotado, había comenzado a tambalearse y agitaba inútilmente un brazo para tratar de conservar el equilibrio mientras mantenía el otro pegado al cuerpo. A ese paso iba a terminar en el suelo en cualquier momento y entonces la lucha no tendría ningún interés.
De repente, se escuchó un gemido que se impuso sobre los ruidos sordos de la noche. Y luego otro.
Estaba llorando. El maldito restrictor estaba llorando como una plañidera.
La rabia de Xcor creció de tal manera que sintió que se ahogaba. Irritado, guardó la guadaña en su funda y sacó la daga de acero.
Si hasta hacía unos segundos el interés del vampiro por matar al restrictor era puramente laboral, ahora se había vuelto un asunto personal.
Xcor apagó con la mente las luces del sendero, una por una, tanto las que estaban delante como las que se encontraban detrás del asesino, de manera que la oscuridad se fue cerrando sobre él. Y así, extremadamente débil, atormentado por el dolor, se dio cuenta de que su hora había llegado.
—Ay, mierda, no… Por Dios Santo, no…
Tenía la cara completamente blanca, como si se hubiera maquillado. Era pura palidez natural, pues se notaba que no llevaba tanto tiempo en la Sociedad como para haber perdido el color. Joven, de solo dieciocho o veinte años, tenía tatuajes alrededor del cuello y en los brazos y, si a Xcor no le fallaba la memoria, era bastante hábil con el cuchillo, aunque en el combate cuerpo a cuerpo había notado que eso era más producto del instinto que del entrenamiento.
También parecía evidente que había sido un criminal en su anterior encarnación, pues al comienzo de la pelea mostró aires de hampón y la seguridad de quien ha matado muchas veces en las calles oscuras. Sin embargo, ya habían pasado sus horas triunfales. Las patéticas lágrimas demostraban que el maldito estaba acabado.
Cuando la última luz, la que estaba justo encima de él, se apagó, el restrictor gritó.
Xcor lo atacó con una fuerza brutal, lanzando su enorme peso hasta golpear al asesino y tumbarlo de espaldas sobre el suelo.
Mientras lo inmovilizaba con una mano en la cara, le enterró el cuchillo en el hombro, destrozando tendones, músculos y hasta huesos. El asesino volvió a gritar, lo que le confirmó a Xcor que los muertos vivientes también sentían dolor.
Entonces se inclinó y acercó su boca al oído del restrictor.
—Llora otra vez. Sigue llorando cada vez más fuerte, hasta que ya no puedas respirar.
El desgraciado obedeció y comenzó a llorar como un loco. Mientras lo hacía, tomaba grandes bocanadas de aire que expulsaba espasmódicamente por la boca. Mientras observaba el espectáculo, Xcor absorbía la debilidad a través de los poros y la nariz y la contenía dentro de sus propios pulmones.
El odio que sentía iba más allá de la guerra, más allá de esa noche y ese momento. En lo más hondo de su alma experimentaba el irrefrenable impulso de descuartizar al antiguo humano.
Puso al desgraciado bocabajo, le clavó la cara contra el césped… y se puso a trabajar.
Ya no había necesidad de enterrar el cuchillo con fuerza. Era el momento de la precisión y el trabajo minucioso con la daga.
Mientras el restrictor se retorcía, Xcor, tras ponerse la daga entre los dientes, rasgó la camiseta sin mangas del restrictor para dejar expuestos los hombros y la espalda. Entonces apareció un tatuaje que representaba una escena urbana. Al vampiro le pareció que la tinta ciertamente causaba una impresión interesante sobre la superficie de la piel, una impresión que sobresalía bajo la sangre negra y aceitosa.
El llanto y los jadeos hacían que la imagen se distorsionara por momentos, como si el tatuaje estuviera en movimiento. Parecía una película sobre una pantalla defectuosa.
—¡Qué lástima me da estropear una obra tan estupenda! —Xcor arrastraba las palabras—. Debió de costar mucho trabajo este tatuaje. Y también debió de doler.
Puso la punta de la daga sobre la nuca del asesino y la fue hundiendo lentamente hasta llegar al hueso.
Más lágrimas.
Entonces volvió a acercar la boca al oído del desgraciado:
—Esto no ha hecho más que empezar.
Con un movimiento seguro y firme, Xcor fue abriendo la carne con el cuchillo a lo largo de toda la línea de la columna vertebral, mientras su víctima chillaba como un cerdo. Y luego sujetó férreamente las piernas del desgraciado con sus rodillas, apoyó la mano izquierda en su hombro izquierdo y metió la derecha en la enorme herida que había abierto, hasta agarrar la parte superior de la espina dorsal.
Lo que sucedió cuando tiró con todas sus fuerzas no está dentro de la comprensión humana. Ya no podía respirar y ya nunca más podría ponerse de pie. La mano de Xcor mostraba las vértebras del muerto viviente, como un trofeo de guerra. Y sin embargo el restrictor seguía vivo.
El asesino ya no era capaz de respirar, pero seguía llorando: las lágrimas brotaban de sus ojos sin parar.
Xcor se sentó y respiró varias veces para recuperarse del esfuerzo que acababa de hacer. Sería estupendo dejar a esa piltrafa allí, en ese estado, para que viviera por toda la eternidad como el desperdicio que era. Xcor se tomó un momento para disfrutar del sufrimiento de su víctima y grabar en su mente aquella imagen de degradación, crueldad y espanto.
Sus pensamientos viajaron muy atrás en el tiempo y recordó una ocasión en que él mismo había estado en una situación similar. Reducido a las emociones más elementales, tirado en el suelo, desnudo y humillado.
«Eres tan despreciable como tu cara. ¡Largo!».
El Sanguinario había sido frío, implacable. Y sus subordinados también actuaron con eficiente inclemencia: entre varios agarraron a Xcor de las manos y los pies y lo llevaron a la entrada de la caverna que hacía las veces de campamento de los guerreros, donde lo arrojaron como se tira un excremento de caballo.
Solo, en medio de la nieve fría y blanca del invierno, Xcor se quedó en el lugar donde había aterrizado, igual que ahora el restrictor, indefenso y a merced de cualquiera.
Sin embargo, él estaba boca arriba. Y tenía las vértebras en su sitio.
Pero esa no era la primera vez que lo expulsaban de algún sitio. Empezando por la hembra que lo trajo al mundo y siguiendo por todos los orfanatos en los que estuvo, la suya había sido una eterna historia de rechazo. El campamento de guerreros había constituido su última oportunidad de pertenecer a una comunidad y por eso se había resistido a salir de sus confines.
Tenía que ganarse la oportunidad de regresar aguantando el dolor. Y hasta el Sanguinario se había sorprendido al ver lo que Xcor era capaz de resistir.
Las lágrimas eran para los niños, las hembras y los machos castrados. Lástima que ese pedazo de imbécil no pudiese aprovechar la lección…
—Veo que has estado ocupado.
Xcor levantó la vista. Throe había aparecido de la nada. Seguramente se acababa de materializar allí mismo.
—¿Las hembras están listas?
—Sí, es la hora.
El asesino de la guadaña se concentró en recuperar fuerzas. Tenía que ocuparse de aquel desastre, pues no sería recomendable dejar tirado un cuerpo a medio descuartizar, para que los humanos lo encontraran y empezaran a especular hasta que les estallara la cabeza.
—Hay unos baños públicos por allí. —Throe señaló hacia el otro extremo del parque—. Termina aquí y permítenos que te ayudemos a lavarte.
—¿Como si fuera un bebé? —Miró a su lugarteniente con odio—. Ni hablar. Regresa con las rameras. Iré para allá en un momento.
—No puedes traer tus trofeos.
—¿Y dónde sugieres que los deje? —El tono de Xcor sugería que estaba pensando metérselos a Throe por el trasero, pero se limitó a despedirlo con una orden tajante—: Vete.
Throe, por pura disciplina, que no por convicción, asintió con la cabeza y desapareció.
Cuando se quedó solo, Xcor dedicó una última mirada al despojo que tenía a sus pies.
—Dios, por favor, basta…
El asco que le causaba tanta debilidad le dio energías para apuñalarlo en el pecho. En cuanto penetró la punta del acero, hubo un estallido, una llamarada…, y luego no quedó más que una mancha negra sobre la hierba.
Xcor se puso de pie con esfuerzo, tomó la columna vertebral de su presa y la metió en la bolsa de trofeos que llevaba colgada del hombro.
No cabía; un sanguinoliento extremo sobresalía por encima del cierre.
Throe tenía razón en lo de la macabra bolsa de recuerdos. ¡Maldición!
Se desintegró y fue hasta el techo de la cabaña que hacía las veces de baño, dejó los trofeos debajo del sistema de ventilación y luego se transportó al interior, donde estaban los inodoros y los lavabos. Había un olor fuerte a ambientador, pero nada era capaz de eliminar el hedor de su presa.
Los lavabos eran de acero inoxidable y bastante rudimentarios, pero de ellos salía agua fría y limpia y Xcor se agachó y se lavó la cara con las manos una, dos y tres veces.
Era una estupidez perder el tiempo en eso, se decía. Esas rameras no se iban a acordar de nada y lavarse la cara tampoco le convertiría en un tipo más guapo.
Por otra parte, había que reconocer que era mejor no asustarlas, para evitar que trataran de huir. La tarea de retenerlas era tan agotadora…
Al levantar la cabeza, Xcor se vio en la superficie de metal que hacía las veces de espejo. Aunque la imagen era borrosa, su fealdad resultaba evidente y eso lo llevó a pensar en Throe. A pesar de que había estado peleando toda la noche, su atractivo rostro parecía tan fresco como una flor y sus rasgos aristocráticos se imponían al efecto de la sangre de restrictor en la ropa y a sus numerosos rasguños y magulladuras.
Sin embargo, Xcor podría tomarse un descanso de dos semanas seguidas y alimentarse horas y horas de las venas de una maldita Elegida y aun así seguiría siendo repulsivo.
Se lavó la cara una vez más. Luego miró alrededor para buscar algo con que secarse, pero lo único que parecía haber a su disposición eran esas máquinas pegadas a la pared para secarse las manos con aire caliente.
El abrigo de cuero estaba sucio, igual que su camisa negra.
Así que abandonó el baño con la cara chorreando y volvió a aparecer en el techo. Su bolsa de trofeos no parecía estar suficientemente segura allí. Y también tendría que dejar la guadaña y el abrigo.
Exhausto, Xcor pensó… que todo eso no era más que una maldita molestia.