13

—¡Ramera!

Mientras N’adie se transportaba hasta el Otro Lado y regresaba al Santuario en el que había pasado varios siglos, no podía quitarse de la cabeza aquella palabra ni el dolor que le había producido.

En el centro de entrenamiento del complejo la ropa limpia nunca había sido doblada con tanta perfección y, cuando terminó sus deberes, quedarse en la mansión durante las horas del día parecía sencillamente imposible.

Así que el Santuario era su único refugio posible.

En todo caso, ya era hora de regresar para reponerse un poco.

De pie en medio del campo lleno de flores de colores, N’adie respiró profundamente varias veces… y deseó poder tener un poco de paz. Las Elegidas eran un grupo de hembras sagradas y muy amables, y no se merecían lo que ella tenía para ofrecer por el momento. Por fortuna, la mayoría se encontraba ahora en el otro lado con el Gran Padre.

N’adie se recogió el manto y comenzó a caminar por el campo de tulipanes siempre florecidos, con sus enormes sombreros de colores vibrantes. Siguió andando hasta que la pierna lesionada empezó a protestar, pero ni siquiera eso la hizo interrumpir su paseo.

El precioso santuario de la Virgen Escribana estaba rodeado por los cuatro costados de un espeso bosque y por todas partes se veían edificios y templos de estilo clásico. N’adie conocía cada techo, cada muro, cada sendero, cada estanque y ahora, impulsada por la furia, estaba decidida a recorrerlo todo.

La rabia la animaba y la impulsaba a seguir hacia…, hacia nada ni nadie. Porque no tenía objetivo alguno, y, sin embargo, seguía caminando.

¿Cómo era posible que ese hombre que la había visto sufrir tanto la tildara de ramera? Ella fue una virgen a la que le habían arrebatado con violencia el regalo que pretendía entregar a quien la desposara.

¡Ramera!

Era evidente que Tohrment ya no era el macho que había conocido en el pasado y, al reflexionar sobre esa circunstancia, N’adie se dio cuenta de que en eso los dos estaban a la par. Al igual que él, ella había dejado atrás su primera encarnación, pero, a diferencia de él, su personalidad era mejor ahora.

Después de un rato, la pierna comenzó a dolerle tanto que tuvo que aminorar el paso… y luego detenerse por completo. El dolor era un gran clarificador y finalmente había logrado que el entorno en que se encontraba se impusiera sobre el que había dejado allá abajo, el cual, sin embargo, seguía mortificándola.

Empezó a calmarse.

N’adie se encontraba frente al Templo de las Escribanas Recluidas, que se hallaba vacío, como casi todos los demás edificios.

Mientras miraba a su alrededor, sintió la verdadera profundidad del silencio. El paisaje que la rodeaba estaba totalmente desierto. Era como si, irónicamente, el color que por fin había llegado hasta allí no solo hubiese remplazado al agobiante blanco, sino que hubiese espantado a la vida misma.

Al recordar el pasado, cuando había tantas cosas que atender, N’adie comprendió que, en verdad, había ido a la Tierra no solo para buscar a su hija, sino para encontrar otro lugar donde pudiera estar tan ocupada que no tuviera tiempo de pensar.

En este lado ya no tenía nada que hacer.

Otra vez perdió la calma.

¡Santa Virgen Escribana! N’adie sintió que estaba a punto de enloquecer.

De repente, una imagen de los hombros desnudos de Tohrment, hijo de Hharm, se impuso de tal manera en su mente que no pudo ver nada más.

«Wellesandra».

El nombre estaba grabado y ocupaba todo lo ancho de la imponente musculatura, con los caracteres de la Lengua Antigua, y parecía el símbolo de una verdadera unión de cuerpo y alma.

Después de que el destino le arrebatara algo tan querido, no cabía duda de que Tohrment debía de vivir tan frustrado como ella. La encapuchada también había sentido ira al principio. Al llegar al Santuario, después de morir, cuando la Directrix le enseñó sus deberes, la apatía se desvaneció y fue relevada por la rabia. Sin embargo, como no tenía a nadie a quien culpar excepto a sí misma, eso era lo que había hecho durante décadas enteras. Culparse.

Al menos hasta que entendió la «razón» de su destino, el propósito que se escondía tras su tragedia, la causa de su salvación.

Le habían concedido una segunda oportunidad para que pudiera volver a nacer, esta vez en un papel de humildad y espíritu de servicio, y aprender la lección de los errores de su conducta anterior.

Empujó la puerta del templo y entró cojeando en el inmenso salón lleno de escritorios, rollos de pergamino y plumas para escribir. En cada escritorio, en el centro de la zona de trabajo había un cuenco redondo de cristal, lleno en sus tres cuartas partes de un agua tan pura que era casi invisible.

En efecto, Tohrment tenía que estar sufriendo tanto como ella había sufrido y quizá apenas estaba comenzando un viaje que ella sentía que había completado hacía demasiados años. Y aunque era fácil enfurecerse por la injusta acusación que le había hecho, la comprensión y la compasión eran emociones más valiosas…

N’adie había aprendido eso del ejemplo que daban las Elegidas.

Pero la comprensión requería conocimiento, pensó, mientras observaba uno de los cuencos.

N’adie dio un paso al frente y se sintió inquieta por la búsqueda que estaba a punto de iniciar. Pero siguió. Eligió un escritorio que estaba situado al fondo, lejos de las puertas y las ventanas con vidrieras similares a las de las catedrales.

Cuando se sentó, no vio ni una pizca de polvo sobre la superficie del escritorio. El agua se mantenía tan pura como siempre y la tinta no se había secado en los tinteros, a pesar de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que aquel salón estuvo lleno de hembras que veían en los cuencos los sucesos que aparecían ante sus ojos para registrarlos y escribir así la historia de la raza.

N’adie tomó el cuenco y lo sostuvo con las palmas de las manos, no con los dedos, y con un movimiento casi imperceptible comenzó a agitar el agua hasta que surgió la imagen de la espalda de Tohrment, tan clara como podía recordarla.

Rápidamente empezó a desarrollarse una historia a través de conmovedoras imágenes que fueron apareciendo a todo color, animadas por el amor.

Nunca se le había ocurrido buscar a Tohr en los cuencos. Las pocas veces que acudió allí lo hizo para enterarse de la suerte de su familia y los sucesos de la vida de su hija. Ahora sabía que en aquella época habría sido muy doloroso para ella enterarse de lo que había ocurrido con los dos guerreros que la acogieron y protegieron.

Porque su último acto en vida, y el más cobarde, había sido traicionarlos precisamente a ellos.

En la superficie del agua N’adie vio a Tohrment con una hembra de pelo rojo y gran estatura: bailaban un vals, ella con el famoso traje rojo y él sin nada sobre el torso, para exhibir el grabado que le acababan de hacer con el nombre de la amada escrito en Lengua Antigua. Él estaba feliz y radiante. El amor y su compromiso lo hacían brillar como si fuera una estrella.

Luego siguieron otras escenas que mostraban el paso de los años, desde el tiempo en que todo era nuevo entre ellos hasta la cómoda y feliz familiaridad; desde cuando vivían en una casa pequeña hasta que residieron en una mansión grande; desde los buenos tiempos en que se reían juntos hasta los momentos difíciles en que discutían apasionadamente.

Era lo mejor que la vida podía ofrecerle a alguien: una persona a quien amar y que nos ame y con la cual grabar nuestro destino, nuestra marcha feliz a través del tiempo.

Y a continuación vino otra escena.

La hembra estaba en una cocina, una hermosa y luminosa cocina, frente al fogón. Había un sartén en el fuego, en el cual se estaba cocinando carne. Ella tenía una espátula en la mano. Sin embargo, no miraba lo que hacía. Observaba el vacío con ojos distraídos mientras una columna de humo comenzaba a subir hacia el techo.

Entonces aparecía Tohrment, que entraba por la puerta corriendo. La llamaba por su nombre y enarbolaba un trapo que agitaba con vigor.

Junto a la cocina, Wellesandra reaccionaba bruscamente y retiraba la sartén ardiente del fuego. Entonces ella empezaba a hablar, y aunque había imágenes pero nada se oía, era evidente que se estaba disculpando.

Recobrada la calma, Tohrment se recostaba contra la encimera, cruzaba los brazos sobre el pecho y decía algo. Luego guardaba silencio.

Pasaba un buen rato antes de que Wellesandra respondiera. En las imágenes anteriores de su vida, la mujer siempre parecía fuerte y directa. Sin embargo, ahora, en esta nueva escena, tenía una expresión vacilante.

Cuando terminaba de hablar, apretaba la boca y clavaba la mirada en su compañero.

Tohrment dejaba caer lentamente los brazos hasta que le quedaban colgando de los hombros como dos sacos de arena. Y su boca también parecía desmayarse. Después comenzaba a abrir y cerrar los ojos varias veces, abría y cerraba, abría y cerraba…

Cuando por fin se movía, lo hacía con la torpeza de quien se acaba de romper todos los huesos del cuerpo: prácticamente se arrastraba hasta donde estaba ella y caía de rodillas ante su shellan. Y luego, con manos temblorosas, tocaba el vientre de ella, al tiempo que los ojos se le llenaban de lágrimas.

Sin decir una palabra, Tohrment estrechaba a su compañera entre sus brazos grandes y fuertes y apoyaba en su vientre la mejilla húmeda.

Por encima de la cabeza de Tohrment, Wellesandra comenzaba a sonreír… En realidad, a brillar, tal parecía ser su felicidad.

Sin embargo, abajo, el rostro de Tohr adoptaba una expresión de terror, como si, aun en ese momento, supiera que el embarazo que ella tanto celebraba terminaría siendo la perdición de los tres…

—Pensé que te podría encontrar aquí.

N’adie se volvió bruscamente y el agua del cuenco se derramó sobre su manto, desapareciendo la imagen.

Tohrment estaba en la puerta. Era como si aquella invasión de su intimidad lo hubiera invocado, y le hubiera hecho presentarse para proteger lo que le pertenecía. Ya no estaba de mal humor, pero, aun sin estar furioso, su rostro adusto no se parecía en nada a lo que N’adie acababa de ver en los cuencos.

—Vengo a disculparme —dijo el vampiro.

N’adie devolvió el cuenco a la mesa con gran cuidado, mientras observaba cómo la superficie del agua se calmaba y recuperaba su nivel, como si una mano invisible y desconocida hubiera vuelto a llenar el recipiente.

—Pensé que era mejor que esperase a estar un poco más sobrio…

—Te he estado observando. En el cuenco. Con tu shellan.

Tras oír esto, Tohr guardó silencio.

Entonces N’adie se puso en pie y se alisó el manto, aunque este caía, como siempre, perfectamente recto, sin variación ni gracia alguna. Como el macho no decía palabra, ella siguió hablando.

—Entiendo por qué vives siempre de mal humor y tienes tan mal carácter. Es natural que los animales heridos ataquen incluso a una mano amiga.

Al levantar la mirada, N’adie vio que Tohr tenía el ceño tan fruncido que sus cejas parecían una sola. No era la mejor actitud para iniciar una conversación serena, pero había llegado la hora de aclarar las cosas entre ellos y, al igual que sucede al desinfectar una herida, había que soportar algún dolor.

Tohr seguía encerrado en un hosco silencio.

—¿Cuánto hace que murió?

El vampiro abrió la boca al fin, con voz ronca y trémula.

—Fue asesinada. No murió, fue asesinada.

—¿Cuánto tiempo hace?

—Quince meses, veintiséis días, siete horas y…, tendría que ver un reloj para saber cuántos minutos.

N’adie se acercó a la ventana y se quedó observando el césped verde y brillante.

—¿Cómo te enteraste de que te la habían arrebatado?

—Mi rey y mis hermanos me informaron, vinieron… a decirme… que le habían disparado.

—¿Y qué sucedió después?

—Lancé un grito y me transporté a otro lugar, a cualquier parte. Lloré durante semanas enteras en la soledad del bosque.

—¿Entonces no celebraste una ceremonia de despedida para su entrada en el Ocaso?

—Volví al cabo de casi un año. —Tohr soltó una maldición y se restregó la cara con las manos—. No puedo creer que me estés preguntando todo esto y yo te esté respondiendo.

La encapuchada se encogió de hombros.

—Es porque fuiste muy cruel conmigo en la piscina. Te sientes culpable y yo siento que me debes algo. Esto último me vuelve más osada y lo primero afloja tu lengua.

Tohr abrió la boca, pero la volvió a cerrar. Finalmente habló.

—Eres muy sagaz.

—Qué va. Digo lo que es obvio.

—¿Qué viste en los cuencos?

—¿Estás seguro de que quieres que te lo diga?

—Todo aquello da vueltas y vueltas en mi mente de manera constante. Nada de lo que digas será para mí peor que lo que ya sé, sea lo que sea.

—Ella te contó que estaba embarazada cuando os encontrabais en la cocina. Tú caíste de rodillas ante ella; ella estaba feliz, pero tú no.

Al ver que Tohr se ponía pálido, N’adie deseó haber compartido cualquiera de las otras escenas.

Y luego él la sorprendió.

—Es extraño…, pero yo supe enseguida que no era una buena noticia. Demasiada buena suerte. Ella deseaba mucho tener un hijo. Cada diez años, cuando ella tenía su periodo de fertilidad, teníamos peleas por eso. Finalmente llegamos a un punto en que amenazó con dejarme si no accedía a intentarlo. Era como elegir entre recibir una bala o una puñalada; en todo caso yo sabía que… de alguna manera iba a perderla.

Apoyándose en la muleta, Tohr avanzó hasta una silla, la retiró hacia atrás y se sentó. Al verlo mover el pie herido con torpeza, la mujer pensó que ahora tenían otra cosa en común.

N’adie se acercó lentamente y se sentó en el escritorio de al lado.

—Lo siento. —Al ver que él parecía un poco sorprendido, volvió a encogerse de hombros—. ¿Cómo podría no ofrecerte mis condolencias ante semejante pérdida? Realmente, después de haberos visto juntos, no creo que pueda olvidar lo mucho que la amabas.

Después de un momento, Tohr murmuró con voz ronca:

—Ya somos dos.

‡ ‡ ‡

Mientras guardaban silencio, Tohr se quedó observando la pequeña figura encapuchada que estaba sentada junto a él. Los separaban apenas un par de metros, cada uno sentado en su escritorio, pero parecían encontrarse más cerca.

—Quítate la capucha, por favor. —Al ver que N’adie vacilaba, insistió—. Tú has visto lo mejor de mi vida. Yo quiero ver bien tus ojos.

Tras unos instantes de duda, la hembra levantó las manos blancas, que parecían temblar un poco cuando retiraron la capucha que le cubría la cara.

Ella no lo miró. Probablemente no se sentía capaz de hacerlo.

Tohrment pudo contemplar, entonces, sin ningún apasionamiento, los espectaculares rasgos de aquella hembra.

—¿Por qué llevas puesta esa capucha todo el tiempo?

N’adie respiró profundamente y al hacerlo el manto se agitó de una manera tan especial que Tohrment recordó que probablemente todavía estaba desnuda bajo la burda tela que la cubría.

La falta de respuesta pareció impacientarlo.

—Dime por qué.

Tohr, que la estaba observando detenidamente, pensó que quien creyera que esa hembra era débil se equivocaba por completo. La forma en que había defendido ante él su honestidad, incluso la manera en que acababa de echar los hombros hacia atrás, revelaba una personalidad impresionante, pese a tantas desgracias como la habían afligido.

—Este rostro miente. —N’adie hizo un movimiento con las manos alrededor de su perfecta mandíbula y sus bellas mejillas rosadas—. No revela lo que soy. Si la gente lo ve, me tratan con una deferencia que resulta inapropiada. Sucedía incluso con las Elegidas. Lo cubro porque, si no lo hago, estaría propagando una mentira, y aunque eso solo me perjudicara a mí, ya sería suficiente.

—Sí que tienes una manera especial de plantear las cosas.

—¿La explicación no te parece suficiente?

—En cierto modo sí. —Cuando vio que ella comenzaba a ponerse la capucha de nuevo, la agarró del brazo para que no lo hiciera—. Si te prometo no tener en consideración tu apariencia, ¿podrías quedarte descubierta? No puedo juzgar tus reacciones con exactitud cuando estás escondida tras ese manto y, como habrás notado, no estamos hablando precisamente del clima. Necesito verte la cara para hablar de asuntos tan importantes.

N’adie mantuvo la mano sobre la capucha, como si fuera incapaz de soltarla, y lo miró tan directamente a los ojos que Tohr se echó instintivamente hacia atrás.

Era la primera vez que de verdad lo miraba, pensó Tohr. La primera.

La mujer habló con total honestidad.

—Solo para que seamos completamente claros el uno con el otro, debo decirte que no tengo interés en ningún macho. Me siento sexualmente asqueada por los machos. Y eso te incluye a ti.

Tohr carraspeó. Se arregló la camiseta. Se movió con incomodidad en el asiento.

Luego respiró lentamente y con alivio.

N’adie continuó hablando.

—Si te he ofendido…

—No, no, en absoluto. Ya sé que no es algo personal.

—De verdad que no lo es.

—Para ser sincero, eso hace que las cosas sean… más fáciles. Porque yo siento lo mismo.

Al oír eso, N’adie esbozó una sonrisa.

—Verdaderamente somos muy parecidos.

Se quedaron callados durante un rato, hasta que él de repente rompió el silencio.

—Todavía estoy enamorado de mi shellan.

—¿Por qué no habrías de estarlo? Era adorable.

Tohr sintió que sonreía por primera vez en… quién sabe cuánto tiempo.

—No era solo su aspecto. Todo en ella era adorable.

—Me di cuenta de eso por la forma en que la mirabas. Parecías fascinado.

Tohr tomó una de las plumas que había sobre el escritorio y palpó su afilada punta.

—Dios… ¡Qué nervioso estaba la noche en que nos apareamos! La deseaba tanto…, y no podía creer que realmente fuera mía.

—¿Fue un apareamiento convenido?

—Sí, por mi mahmen. A mi padre no le importaba esa clase de cosas. En realidad tampoco le importaba mucho yo. Pero mi madre se encargó de todo lo mejor que pudo y fue muy inteligente. Ella sabía que si yo estaba con una buena hembra, tendría una buena vida. O, al menos, ese era su plan.

—¿Tu mahmen todavía vive?

—No, y me alegro de que así sea. A ella no le habría… gustado nada…, en fin, nada de esto.

—¿Y tu padre?

—También está muerto. Renegó de mí hasta que estuvo al borde de la muerte. Unos seis meses antes de morir me llamó y la verdad es que yo nunca habría ido de no ser por Wellsie. Ella me obligó a ir, e hizo bien. Mi padre se reconcilió formalmente conmigo en su lecho de muerte. No sé por qué eso era tan importante para él, pero así fue.

—¿Y qué hay de Darius? No lo he visto…

—Cayó asesinado por nuestros enemigos. Poco antes que Wellsie. —Al ver que ella contenía una exclamación de horror y se tapaba la boca con la mano, Tohr asintió con la cabeza—. Ha sido un verdadero infierno.

La mujer habló en voz baja, con infinita compasión.

—Estás completamente solo.

—Tengo a mis hermanos.

—¿Y los dejas acercarse?

Tohr se rio brevemente y luego sacudió la cabeza.

—Eres un verdadero peligro con las palabras, ¿lo sabías?

—Lo siento, yo…

—No, no te disculpes. —Él volvió a poner la pluma en el tintero—. Me gusta hablar contigo.

Tohr tomó aire y rio con amargura.

—Joder, qué comentarios tan encantadores los que te estoy haciendo esta noche, ¿no? —Para poner fin a la conversación, se dio una palmada en los muslos y se puso de pie con la ayuda de la muleta—. Escucha, también he venido porque quiero hacer una pequeña investigación. ¿Sabes dónde está la biblioteca? No he podido encontrarla.

—Sí, claro que lo sé. —Al levantarse de la silla, N’adie se volvió a poner la capucha—. Te llevaré.

Cuando pasó frente a él, Tohr frunció el ceño.

—Estás cojeando más que de costumbre. ¿Te has hecho daño?

—No. Pero cuando me muevo demasiado, duele más.

—Podríamos encargarnos de eso allá abajo, Manello es…

—Gracias, pero no.

Tohr estiró un brazo y la detuvo antes de que ella atravesara la puerta.

—La capucha. No te la pongas, por favor. —Al ver que ella no respondía, Tohr añadió—: Solo estamos nosotros dos. Estás a salvo.