11

Al ver que el sanador se marchaba, N’adie quiso alejarse inmediatamente de Tohrment. Parecía como si, en ausencia de otras personas, el hermano de repente estuviera más cerca de ella. Y que se hubiese vuelto mucho, mucho más grande.

En el silencio que siguió, N’adie tuvo la sensación de que deberían decirse algo, pero la verdad era que se sentía muy confundida. Mortificada, más bien, y tenía la sospecha de que, si al menos pudiera explicar lo que había ocurrido, tal vez podría sentirse mejor. También se hallaba incómoda por la forma en que la presencia física de Tohr parecía llenar todos sus sentidos. Era muy alto, más de treinta centímetros más que ella. Aunque estaba más delgado de lo que recordaba, y era mucho más liviano que sus hermanos, Tohr seguía siendo considerablemente más fornido y musculoso que cualquier macho de la glymera…

¿Por qué no era capaz de decir nada?, se preguntó N’adie.

Y mientras se preguntaba eso, no podía dejar de contemplar la increíble anchura de aquellos hombros y los gigantescos contornos de ese pecho y esos brazos largos y llenos de músculos. Sin embargo, el sentimiento no era de admiración sino, más bien, de extraño miedo ante todo ese poder físico… Un miedo quizá teñido de cierto remoto deseo.

Finalmente fue Tohrment el primero en reaccionar. Dio un paso atrás y habló con expresión de disgusto.

—No me mires así.

N’adie salió de su estupor y se recordó que Tohr era el macho que la había salvado, no un hombre al que debiera temer. Todo lo contrario.

—Lo siento…

—Escucha, quiero dejar esto bien claro. No estoy interesado en nada contigo. No sé qué clase de juego te traes…

—¿Juego?

El poderoso brazo del hermano señaló hacia la piscina.

—Esperando ahí a que yo llegara…

N’adie retrocedió.

—¿Qué? Yo no te estaba esperando ni a ti ni a nadie…

—¡Mientes!

—Lo revisé todo primero para asegurarme de que estaba sola…

—Pero estabas desnuda, flotando como cualquier ramera…

—¿Ramera?

Las voces airadas rebotaban contra las paredes como balas y sus trayectorias se cruzaban en uno y otro sentido.

Tohrment se inclinó hacia delante.

—¿Por qué viniste aquí?

—Trabajo en la lavandería…

—No me refiero al centro de entrenamiento, sino al maldito complejo.

—Quería ver a mi hija…

—Entonces, ¿por qué no has estado casi con ella?

—¡Está recién apareada! He tratado de ponerme a sus órdenes…

—Sí, ya veo. Y no solo a las órdenes de ella.

Al percibir la falta de respeto con que le estaba hablando Tohr, N’adie sintió ganas de huir, pero la actitud de él era tan injusta que eso la llenó de coraje.

—¿Cómo podía saber que ibas a entrar aquí? Pensé que todo el mundo había salido…

Tohrment acortó la distancia entre ellos.

—Voy a decir esto solo una vez: aquí no hay nada para ti. Los machos apareados de la casa están enamorados de sus shellans, Qhuinn no está interesado y yo tampoco. Si viniste buscando un hellren o un amante, tienes mala suerte…

—¡Yo no quiero ningún macho! —La violencia del grito femenino hizo que Tohr se callara—. Te voy a confesar una cosa, solo una vez: me mataría antes que volver a aceptar a otro macho dentro de mi cuerpo. Yo sé por qué me odias y respeto tus razones, pero no te quiero a ti ni a ningún otro. Jamás.

—Entonces te sugiero que vayas por ahí vestida.

N’adie lo habría abofeteado si hubiese podido alcanzarle la cara. Pero no era cuestión de dar un salto para borrar de la cara del hermano esa terrible expresión mediante la fuerza. Solo levantó el rostro y dijo con toda la dignidad de que era capaz:

—Quizá tú hayas olvidado lo que me hizo el último macho con el que estuve, pero te aseguro que yo no. Si eliges creerme o prefieres seguir engañado, ese ya no es mi problema.

Y cuando pasó cojeando frente a él, N’adie deseó, por una vez, que su pierna funcionara como antes: era más fácil mantener el orgullo con un paso ágil y armonioso.

Al llegar a la antesala se volvió a mirarlo. El hermano no se había dado la vuelta, así que N’adie se dirigió a sus hombros… y al nombre de la difunta shellan, que tenía grabado en la piel.

—Nunca más volveré a acercarme a esta piscina. Ni desnuda ni vestida.

Siguió renqueando hasta la puerta, temblando de pies a cabeza, y solo cuando sintió el golpe de aire frío del exterior se dio cuenta de que había olvidado llevarse el carrito de ruedas y la escoba, y de que también se había dejado la túnica.

Pero por nada del mundo volvería ahora a recogerlos, de eso estaba segura.

Una vez en la lavandería, N’adie se encerró con llave y se apoyó contra la pared.

De pronto sintió como si se ahogara y se quitó la capucha. En efecto, su cuerpo estaba caliente, pero no debido al pesado manto que llevaba puesto. En sus entrañas parecía haberse encendido una especie de fuego interno y un humo ardiente estaba llenando sus pulmones y robándole el oxígeno.

Era imposible reconciliar la figura del macho que había conocido en el Viejo Continente con la del que veía ahora. El primero era un poco torpe, pero nunca, jamás, había sido irrespetuoso. Se trataba de un alma caritativa que, por alguna razón, estaba muy bien dotado para la guerra, pero conservaba la capacidad de sentir compasión.

Pero lo que había encontrado ahora no era más que un fantasma amargado.

Y pensar que había creído que arreglar el vestido serviría de algo…

Tendría más suerte tratando de mover la mansión con la mente.

‡ ‡ ‡

Después de la abrupta partida de N’adie, Tohr se dijo que John Matthew y él verdaderamente tenían mucho en común: gracias a su temperamento, los dos llevaban ahora el disfraz del Capitán Imbécil, el cual incluía, por el mismo precio, la capa de la desgracia, las botas de la vergüenza y las llaves del fracaso.

Por Dios, ¿qué era lo que había dicho la pobre mujer?

«Quizá tú hayas olvidado lo que me hizo el último macho con el que estuve, pero te aseguro que yo no».

Tohr se pasó la mano por el rostro y gruñó. ¿Por qué diablos había pensado, aunque fuera por un segundo, que esa hembra podía tener algún interés sexual por un macho?

—Porque sabías que ella se sentía atraída por ti y eso te asustó.

Tohr cerró los ojos.

—Ahora no, Lassiter.

Naturalmente, el ángel caído hizo caso omiso de las barreras y la advertencia de prohibido el paso. El idiota de pelo rubio y negro fue a sentarse en uno de los bancos y apoyó los codos en las rodillas, mientras lo miraba con sus extraños ojos blancos y una expresión seria en el rostro.

—Es hora de que tú y yo tengamos una pequeña charla.

—¿Sobre mis habilidades sociales? —Tohr negó con la cabeza—. No te ofendas, pero preferiría recibir consejos de Rhage…, y eso ya es mucho decir.

—¿Alguna vez has oído hablar del Limbo?

Tohr giró con torpeza sobre su pie bueno.

—No estoy interesado en una clase de astronomía o de teología o de lo que sea. Gracias.

—Es un lugar bastante real.

—Al igual que Cleveland, Detroit o la hermosa ciudad de Burbank… Pero tampoco quiero saber nada de esos lugares.

—En el Limbo es donde está Wellsie.

Tohr sintió que el corazón se le paralizaba.

—¿De qué demonios estás hablando?

—Te estoy diciendo que no está en el Ocaso. —Lo único que pudo hacer Tohr fue quedarse mirando fijamente al ángel—. Ella no está donde crees que está —murmuró el ángel.

A pesar de que tenía la boca seca, Tohr logró hablar por fin.

—¿Estás diciendo que mi amada se encuentra en el Infierno? Porque si no está en el Ocaso esa es la otra opción posible.

—No, no lo es.

Tohr respiró hondo.

—Mi shellan era una hembra de valía y por tanto está en el Ocaso, no hay razón para pensar que pueda encontrarme en el Dhund. En cuanto a mí, ya me he cansado de discutir por esta noche. Así que voy a salir por esa puerta de allí. —Señaló hacia la antesala—. Y tú me vas a dejar en paz, porque no tengo ánimos para andar con gilipolleces.

Dio media vuelta y comenzó a avanzar a la pata coja, apoyándose en la muleta que N’adie le había llevado.

—Estás muy seguro de algo de lo que no sabes una mierda.

Tohr se detuvo. Volvió a cerrar los ojos y luchó para encontrar en su interior una emoción, cualquier impulso distinto de las ganas de matar.

Pero sin éxito.

Así que se volvió y miró al ángel por encima del hombro.

—Eres un ángel, ¿verdad? Así que se supone que debes sentir compasión por los demás. Acabo de acusar de portarse como una ramera a una hembra que fue violada hasta que quedó encinta. ¿Sinceramente crees que puedo afrontar en este momento una conversación sobre mi shellan?

—Después de la muerte puedes ir a tres lugares. El Ocaso, donde los seres queridos se reencuentran. El Infierno, adonde van los malvados. Y el Limbo…

—¿No has oído lo que te acabo de decir?

—El Limbo es el lugar donde se atascan las almas. No es como los otros dos…

—¿Te importaría dejarme en paz?

—Porque el Limbo es distinto para cada persona. Justo en este momento, tu shellan y tu hijo están retenidos allí por tu culpa. Esa es la razón por la cual estoy aquí, he venido para ayudarte a ayudarlos a llegar al lugar al que pertenecen.

Joder, este sí que era un buen momento para estar cojo, pensó Tohr, porque de pronto sintió que perdía el equilibrio. Consternado, estremecido, apenas pudo balbucear dos palabras:

—No entiendo.

—Tienes que seguir adelante con tu vida, amigo mío. Deja de aferrarte a ella, para que ella se pueda ir…

—No existe el Purgatorio, si es eso lo que estás sugiriendo…

—¿Y de dónde carajo crees que vengo yo?

Tohr arqueó una ceja.

—¿De verdad quieres que te conteste a eso?

—Déjate de chistes, estoy hablando en serio.

—No, estás mintiendo…

—¿Nunca te has preguntado cómo te encontré en esos bosques? ¿Por qué me he quedado todo este tiempo? ¿Te has preguntado por un momento por qué estoy perdiendo el tiempo contigo? Tu shellan y tu hijo están atrapados y fui enviado aquí para liberarlos.

De repente, el ya muy afectado vampiro cayó en la cuenta de que el ángel no hablaba solo de su amada, sino también de otra persona. La ira y la angustia le habían impedido ser consciente de ello… Hasta ahora.

—¿Por qué hablas de mi hijo? —La voz de Tohr era casi inaudible.

—Como sabes, ella llevaba un bebé en su vientre.

En ese momento, las piernas de Tohr sencillamente dejaron de sostenerlo. Por fortuna, el ángel alcanzó a agarrarlo antes de que se derrumbara.

—Ven aquí. —Lassiter lo llevó hasta un banco—. Siéntate y pon la cabeza entre las piernas… Estás blanco como la leche.

Por una vez, Tohr no discutió. Se sentó y permitió que el ángel lo ayudara. Al abrir la boca y tratar de respirar, notó que veía borroso. Las baldosas no tenían su color habitual, parecían llenas de pintas de colores. Y se movían.

Una mano enorme comenzó a hacerle masajes circulares en la espalda, y con ello se sintió extrañamente reconfortado.

—Mi hijo… —Tohr levantó la cabeza un poco y se pasó la mano por la cara—. Al principio yo no quería ese hijo.

—Pero ella sí.

Tohr levantó la mirada.

—No quiero hablar de eso.

—Tú sabías que ese era su más hondo anhelo.

Tohr pareció reír con tristeza. O tal vez fue un sollozo.

—Sí, así era Wellsie. Siempre luminosa, honda y apasionada a la hora de expresar sus deseos.

—Claro.

—Entonces…, dices que la has visto.

—Sí, y no está bien, Tohr.

De pronto Tohr sintió ganas de vomitar.

—¿Está en el Purgatorio?

—Que no, te he dicho que está en el Limbo. Y hay una razón para que nadie sepa de su existencia. Si sales de ahí, vas al Ocaso, o al Infierno, y enseguida olvidas tus experiencias en ese lugar, un mal recuerdo que se borra. Pero si tu ventana se cierra quedas atrapado para siempre.

—No lo entiendo. Ella vivió una buena vida. Era una hembra de valía, que partió antes de tiempo. ¿Por qué no fue directamente al Ocaso?

—¿No has oído lo que te acabo de decir? Por culpa tuya.

—¿Mía? —Tohr levantó las manos—. ¿Qué diablos hice mal? Estoy vivo, no me suicidé y no voy a…

—Pero no te has desprendido de ella. No lo niegues. Veamos simplemente lo que acabas de hacerle a N’adie. Llegaste y la viste desnuda, sin que fuera culpa suya, y acabas de insultarla porque pensaste que te estaba seduciendo.

—¿Y acaso está mal que no quiera que me coman con los ojos? Además, ¿cómo diablos sabes con certeza lo que pasó?

—No me digas que crees que alguna vez estás solo, ¿o sí lo crees? El problema no es N’adie. El problema eres tú, que no quieres sentirte atraído por ella.

—No me sentí atraído. No me siento atraído por ella.

—Pero está bien que te sientas atraído. Esa es, precisamente, la cuestión.

Tohr estiró los brazos, agarró la parte delantera de la camisa del ángel y lo acercó a él.

—Tengo dos cosas que decirte: no creo ni una palabra de lo que me estás contando y, si sabes lo que te conviene, vas a dejar de hablar de mi pareja inmediatamente.

Tohr le soltó y se puso de pie. Lassiter lanzó una maldición.

—Joder, no tienes toda la vida para arreglar esto, amigo.

—Mantente alejado de mi habitación.

—¿Vas a arriesgar la eternidad de Wellsie por tu rabia y tu orgullo? ¿De verdad eres tan arrogante y tan estúpido?

Tohr lo fulminó con la mirada, pero el muy hijo de puta ya no estaba allí. En el banco en el que se encontraba el ángel ya no había más que aire. Y era difícil pelear con el aire.

—Maldito tarado.