El cristianismo y la reencarnación

NUNCA SE SABRÁ a ciencia cierta si fue una providencia del destino que el señor Gallup, presidente de una de las empresas encuestadoras más importantes del mundo, sufriera una experiencia próxima a la muerte y decidiera cuantificar estadísticamente los casos semejantes acaecidos en América, así como las creencias de la gente acerca de su destino final. Resulta que sólo en los Estados Unidos hay registradas más de ocho millones de muertes no consumadas y se especula con que, a lo largo y ancho del planeta, los resucitados sumen más de cien millones. Son datos a tener en cuenta.

Por lo que se refiere a la reencarnación, el estudio sorprende al establecer que el 28 por ciento de los que se declaran católicos creen en ella. Los números coinciden básicamente con otra encuesta semejante realizada en Inglaterra. Quizás ayude a entender el fenómeno saber que la trasmigración de las almas fue doctrina común en los primeros siglos del cristianismo. Véanse algunos comentarios de los Padres de la Iglesia de entonces: «La trasmigración de las almas es enseñada secretamente a un reducido número desde los tiempos más antiguos, como una verdad a no revelar» (San Jerónimo), «¿No he vivido yo, pues, en otro cuerpo antes de entrar en el de mi madre?» (San Agustín), «No pudiendo Dios crear más que el bien, es muy posible que estos niños hayan adquirido sus defectos en una vida anterior» (Carta de San Agustín a San Jerónimo, a propósito de ciertos niños con defectos). «En cuanto a por qué el alma humana obedece tanto al bien como al mal, hay que buscar las causas en un nacimiento anterior» (Orígenes). «La reencarnación es una verdad transmitida oralmente y autorizada por San Pablo» (Clemente de Alejandría), Otros muchos nombres podrían citarse; San Justillo, San Hilario de Poitiers, Sinesio, Rufino, San Buenaventura, etc. Todos ellos son autores que se refieren en sus escritos a una doctrina ya presente en la tradición precristiana y que el propio Jesús menciona explícitamente en varias ocasiones («En verdad os digo que quien no naciere de nuevo no entrará en el reino de los cielos»).

¿Por qué, entonces, ha desaparecido de los catecismos e incluso es condenada desde los púlpitos? Habría que remontarse al año 553, en el que un devaluado concilio de Constantinopla reúne a una minoría de Padres de la Iglesia, quienes, presionados por el emperador Justiniano, poco favorable a Orígenes, deciden suprimir la doctrina de la reencarnación de las enseñanzas de la Iglesia, restringiéndola a los círculos íntimos del poder eclesiástico. ¿La razón?: evitar que los fieles pospusieran a vidas futuras el inicio de sus esfuerzos para lograr la salvación.

Esta importante información me la brindó monseñor Roger M. de Ginett, un obispo católico, heterodoxo, hereje y maravilloso. Lo conocí hace años en Montreal de la mano del profesor John Rossner. Sentados alrededor de un mantel de papel en un restaurante vegetariano, este clérigo singular que acude todos los domingos a decir misa en la parroquia de San Benito acompañado de sus dos hijos, me contó la fascinante historia de su vida. Nacido en el seno de una noble familia francesa, siguió la carrera de las armas, llegando a ser ayudante de campo del general De Gaulle. A la muerte de éste, decidió entregarse al sacerdocio. Sus importantes amigos en Roma le consagraron en muy poco tiempo y le ofrecieron la corresponsalía de Radio Vaticano en Norteamérica. Tres años más tarde, alcanzó la prelatura y se le asignó la diócesis de Saint Benoit, en Quebec. Poco después, se matrimonió y tuvo como fruto dos hijos, lo que no le impidió seguir ejerciendo sus funciones pastorales. El caso fue ampliamente comentado por la prensa local. Cuando el ya finado papa Juan Pablo II visitó Montreal, allí estaba monseñor de Ginett, junto a los demás obispos. Fascinado por el relato, le pregunté por qué la Iglesia toleraba esta situación, cuando en otros casos expulsaba de su seno a los trasgresores. La respuesta, subrayada por una expresión entre divertida y cómplice, me dejó aún más perplejo: «yo conozco muchos secretos del Vaticano». Uno de esos secretos es, sin duda, que la reencarnación ha formado parte de la tradición cristiana, remontándose sus orígenes a tiempos anteriores a Jesús. Así, al menos, lo predica cada domingo este obispo culto y trasgresor, a quien Roma no ha logrado domar.

Pero ¿cuál es, cabe preguntarse, la postura oficial de la Iglesia? Eso ya no está tan claro. De la condena frontal y sin paliativos de hace algún tiempo se ha pasado a una ambigua indefinición, a un «ni sí, ni no, sino todo lo contrario», que permite a los creyentes reencarnacionistas encontrarse relativamente cómodos con la doctrina. Hace un par de años, el padre Pilón, un singular jesuita que transita con soltura por los intrigantes vericuetos de la parapsicología, tuvo la amabilidad de invitarme a dar una conferencia sobre el tema en su feudo de la calle Serrano de Madrid. La sala estaba abarrotada de un público mayoritariamente católico y acomodado, que escuchó con interés mis palabras. Al final, un educado caballero abrió el coloquio con una pregunta dirigida al padre Pilón, y no a mí: «Si la mitad de lo que ha expuesto el conferenciante es cierto, creo que la Iglesia tiene algo que decir. ¿Qué puede comentar al respecto?». El padre Pilón replicó que el asunto le parecía de gran importancia y, para evitar una postura personal, citó el estudio realizado independientemente por tres prestigiosos teólogos católicos que habían llegado, curiosamente, a la misma conclusión: «No hay nada en la doctrina católica que se oponga explícitamente a la reencarnación».

El cristianismo es una curiosa religión que, habiendo tomado su tradición del judaísmo, su filosofía de Grecia, su derecho de Roma y parte de su doctrina de Oriente, ha llegado a deformar tanto sus raíces que, en ocasiones, resulta difícil saber cuáles son sus fundamentos. Contra ello advierte monseñor de Ginett: «¿No es hora ya de que la religión se religue con la tradición si quiere cumplir su cometido? Toda religión que rechaza la tradición está condenada a desaparecer. Y es, precisamente, el rechazo de la Iglesia a religarse con su tradición esotérica lo que está provocando su caída, sus luchas intestinas y la desesperanza del pueblo cristiano, abocado a perder la fe. ¿Asumirán su responsabilidad por ello todos los falsos doctores que Cristo ya condenó?».

Es muy posible que la reencarnación, tal y como se ha popularizado, no sea más que una metáfora, pero la consistencia del pensamiento que la sustenta no puede ser despreciada porque desarrolla una explicación plausible de las desigualdades humanas, algo que la Iglesia nunca ha podido justificar convincentemente. En unos momentos en que grandes «verdades», como la existencia del infierno, comienzan a ser abiertamente cuestionadas por los propios fieles, tal vez fuera conveniente recordarle a las altas jerarquías que de ese respetable porcentaje de creyentes partidarios de la reencarnación, la mayoría tienen menos de treinta años y representan el futuro de la Iglesia.

Esperemos que la postura del clero ante las crecientes demandas de la feligresía para que se muestre, al menos, tolerante con la reencarnación, resulte menos frustrante que los patéticos esfuerzos teológicos para tratar de abolir, sin eliminar, el impopular concepto del infierno. Enrique Miret Magdalena me contaba con soma la teoría que, al respecto, había pergeñado un sesudo teólogo jesuita: «El infierno, existir, existe; lo que ocurre, es que no va nadie a él». Indudablemente, la frase refleja el estilo de la casa.