La meditación

MEDITAR, en su acepción más común en castellano, equivale a reflexionar o ponderar sobre alguna cosa, y no es el verbo más adecuado para referirse a la experiencia meditativa, que encontraría mejor expresión en la contemplación o el ensimismamiento con que la definían inspiradamente los grandes místicos castellanos. Pero es una palabra que ha adquirido carácter y conviene respetar. ¿Cuáles son sus fundamentos?

El mundo está hecho de pensamientos. Las formas, los sonidos, las sensaciones que configuran la realidad no son más que pensamientos sucesivos que emergen y se desvanecen como las olas del mar. Fuera de estas ondas mentales, el universo no tiene realidad. Meditar es detener el flujo incesante de la mente, acabar con la percepción ilusoria de los objetos, borrar las huellas del recuerdo y la memoria, y renunciar a indagar el porqué de las cosas. Trascendida de este modo la individualidad, la conciencia desborda los límites del cuerpo y se expande hasta hacerse infinita. Es la Realización, el objetivo último, un estado en el que todo queda disuelto en la conciencia universal como una gota de agua en el océano. Desaparecidos la dualidad, los deseos y el dolor, todo lo que queda, al decir de los místicos, es eternidad, dicha y conocimiento.

Al principio, la meditación sólo sirve para que duelan las rodillas y se produzca desazón. Es la prueba de que uno está sobreexcitado y alberga demasiadas tensiones. Debe comenzar a practicar asarías, o posturas de yoga, unos estiramientos sostenidos del tejido conjuntivo que liberan a los músculos de la tenaza que los constriñe, impidiendo el natural flujo de energía por el cuerpo. Al mismo tiempo, se movilizan las articulaciones y se estimula la circulación.

Por extraño que parezca, la misma energía que alimenta a los músculos es la que activa la mente. Cuando fluye libremente en un cuerpo distendido, produce pensamientos armónicos y reacciones mesuradas. Pero cuando queda atrapada por la crispación muscular, su intensidad da lugar a estados de desasosiego e irritación que terminan, a menudo, en conductas indeseables, producidas por la súbita explosión de emociones incontroladas.

Las asanas restauran la circulación y ayudan a aquietar la mente. Después, se recomienda una sesión de pranayama, ejercicios respiratorios que inundan de oxígeno los pulmones y el cerebro. Pocos conocen la íntima relación existente entre lo que sentimos y cómo respiramos, pero la compleja química interior que regula el juego de las emociones afecta sobremanera al ritmo respiratorio, al consumir gran cantidad de oxígeno y saturar la sangre de dióxido de carbono. Una oxigenación profunda, como la que recomendaba San Ignacio a sus discípulos, tiene la virtud de revertir el proceso, calmando las tormentas mentales y sujetando los caballos. La práctica diaria de estos ejercicios es extraordinariamente sedante para el sistema nervioso y reduce apreciablemente las reacciones incontroladas. Esto puede no ser muy bueno para un boxeador, por ejemplo, pero sí lo es para un meditador. Todavía hay otro aspecto que no conviene olvidar: la dieta. Muchos alimentos y bebidas son estimulantes de la actividad cerebral y deben ser eliminados. Entre ellos, el alcohol y la carne.

Sin embargo, aun siendo lo que antecede de la mayor importancia en la preparación de la experiencia meditativa, el principal escollo lo constituyen, sin duda, los deseos, esos vientos huracanados, invisibles, inasibles e impredecibles que agitan con fuerza las olas del pensamiento. He aquí la clave; una mente sometida al imperio de los deseos no tiene escapatoria. Será siempre prisionera del enemigo invisible. Para que la fuente de donde brota la sustancia mental deje de manar hay que situarse en ese imperceptible instante microinfinitesimal que separa un pensamiento de otro y, desde allí, agrandar paulatinamente el espacio interior, empujando recuerdos, deseos y emociones hacia las tinieblas periféricas de la nada.

La meditación debe hacerse, preferiblemente, a la salida y a la puesta del sol. Son momentos mágicos en los que la naturaleza alcanza su grado mayor de armonía y equilibrio, al ser muy tenue la acción de los rayos solares. Orientado al este, sólidamente sentado sobre las piernas cruzadas, con la espalda y el cuello erguidos distendidamente para evitar cualquier conflicto con la gravedad, uno debe cerrar los ojos y respirar profunda y suavemente varias veces. Hay también una mirada interior que no debe descuidarse, así que la atención ha de enfocarse en un punto, el centro del pecho, el vientre o el entrecejo. Desde ahí, uno se erige en testigo de la propia respiración espontánea y observa cómo ésta, ajena a la propia voluntad, se produce al ritmo de un misterioso impulso cósmico. En perfecta sintonía con ese ritmo, hay que abandonarse, vaciarse y desechar cualquier análisis o consideración. Por lo general, se usa un mantra, un poderoso sonido cuya repetición, sincronizada con la respiración, va generando una vibración dominante en la que se subsume cualquier otra actividad mental. El universo entero vuelve, de este modo, a su estado germinal, contenido en la sola vibración del mantra, que es la expresión de la totalidad cósmica.

Lejos quedan los cuidados de este mundo, su importancia reducida a dimensiones atómicas, microscópicas, por la infinitud de la perspectiva. Al regresar de la meditación, las cosas se contemplan como algo ajeno con lo que no hay vinculación, Las fuerzas ciegas de la pasión y el apego que normalmente nos enzarzan en los asuntos terrenales, aparecen misteriosamente calmadas y en el interior se siente la presencia de un ángel transparente que lleva la paz prendida en sus alas de seda. Una asomada, una sola, a esa inconmensurable inmanencia que se extiende más allá del tiempo y del espacio, debe bastar para ahuyentar para siempre las sombras del miedo. La vida es un sueño. Es falso que acabe en la muerte. Sólo el conocimiento puede liberar al hombre de sus fantasmas. No es la fe, ni siquiera las obras, lo que procura la liberación, sino el conocimiento que se adquiere en la experiencia trascendental. Para quien ha escapado una vez a la ilusión engañosa que llamamos realidad, huelgan las religiones, las ideologías y cualquier solemnidad.

No resulta fácil, huelga decirlo, abrir esa puerta a otras dimensiones que es la meditación. Es preciso persistir largos años antes de que un resquicio, una rendija, deje pasar, siquiera, el primer rayo cegador de luz eterna. Pero es la única forma de trascender nuestras miserias.