El estrés

EL ESTRÉS ES UNA CONDICIÓN inherente a todos los organismos vivos. Sin esas descargas súbitas de hormonas que alteran de inmediato la fisiología, las criaturas no podríamos reproducirnos ni defendernos de los ataques. A lo largo de una vida hay que enfrentar numerosos desafíos, situaciones que exigen una respuesta instantánea y excepcional. Este tipo de reacciones están inscritas en los códigos del instinto y responden a una química refleja que concentra grandes dosis de energía en un breve período de tiempo. Como en todo reto, hay estímulo y crecimiento. También desgaste, pero al tratarse de situaciones extraordinarias y ocasionales, la erosión es asumible y no puede hablarse de patología. El estrés patológico se produce cuando el síndrome se enquista y perdura en el tiempo; esto es, cuando deja de ser una incidencia puntual y reversible para convertirse en una actitud instalada contra la que no se tiene ningún mecanismo de control. El organismo entra en una especie de economía de guerra y dedica la mayor parte del esfuerzo a la producción masiva de energía.

Los síntomas de la persona estresada no son sino la consecuencia del estado de alerta permanente en que viven todas las células de su cuerpo. Este individuo no duerme, no descansa y tiene la impresión de que quien tira de su vida es un tronco de caballos desbocados. El desgaste físico y nervioso que sufre es espectacular. Su mente se ve arrastrada por la vorágine y pierde toda capacidad de reacción. ¿Cuál es la causa de esta insidiosa condición que se extiende como una mancha de aceite por el tejido social de los países desarrollados? Hay causas exógenas y también endógenas. Entre las primera, cabe citar el hacinamiento de la vida urbana, la falta de espacio vital, la contaminación acústica y ambiental, la prisa, las exigencias laborales, la angustia económica, la incertidumbre ante el futuro, el estilo de vida, la excitación de los impactos emocionales que nos bombardean, la feroz competitividad de nuestro sistema… Es como estar atado a una rueda que gira constantemente, la mitad debajo del agua, la otra mitad sobre la superficie. Apenas queda tiempo en cada giro para tomar el aire que permita aguantar el tramo subacuático. ¿Para cuántos la vida supone poco más que un ejercicio de supervivencia?

Entre las causas endógenas, baste citar una que resume a todas: la ambición. Toda sociedad competitiva se basa en el estímulo de la ambición individual. Es el motor que mueve el sistema. Es la zanahoria que estimula al burro a mover la noria. Si se entra en la rueda, ya se saben las normas: inspirar y resistir, con la esperanza de que un día la rueda se detenga…, mientras estamos fuera del agua. En la mayoría de los casos, sin embargo, el juego termina mucho antes. El organismo se resiente y el individuo se «quema», por expresarlo en la jerga de los ejecutivos: infarto, cáncer, arteriosclerosis, hipertensión y tantas otras enfermedades degenerativas, efecto del desgaste, hijas del estrés, acaban con la capacidad del sujeto que pasa a ser un jubilado prematuro, un joven tronchado, un parásito inútil. Demasiado tarde para volver atrás. ¿Cómo explicar a jóvenes triunfadores, ebrios de arrogancia, ciegos de ambición que el éxito en la vida no consiste en tener más dinero que el vecino, mejores coches que los amigos o mayor índice de ventas? ¿Cómo sugerirles que lo que cuenta, lo que resume el éxito, el logro último, es la paz de espíritu, el bienestar interior, el equilibrio y la armonía? Sin entender esto, nadie está en condiciones de escapar del estrés.

No debiera resultar difícil observar que la vida humana tiene una fase de crecimiento, un apogeo —la juventud—, un declive y un final. Es claramente un sistema limitado que sólo cabe administrar bien. Desde la primera inspiración hasta el último aliento, vivir equivale a consumir energía. Como cualquier batería, todo individuo dispone de una capacidad limitada. Si la derrocha insensatamente en su juventud, tendrá mala vejez. Si somete su organismo a la erosión incontrolada del sobreesfuerzo constante, no podrá esperar otra cosa que la degeneración prematura. Sólo un imbécil iniciaría al sprint una carrera de resistencia.

El sistema de vida actual ofrece golosas compensaciones a aquellos adeptos que inmolan su juventud a los dioses del éxito en el altar de la prisa, e ignora hasta el desprecio a quienes prefieren instalar su campamento al otro lado de la locura y el frenesí. Los caminos de la placidez, el equilibrio y el buen juicio resultan indeseables a una sociedad que necesita la velocidad para mantenerse en el aire, que no puede aflojar su ritmo porque se vendría al suelo con estrépito. Es difícil escapar a la fuerza de la gravedad que genera el cuerpo social, por eso me atrevo a considerar al estrés más como un síndrome psicosocial que como una enfermedad individual, aunque sus síntomas se manifiesten y los sufra el individuo.

Lo curioso del caso es que no son únicamente las situaciones difíciles o azarosas las que disparan los mecanismos psicosomáticos que propician el desgaste del organismo. También la alegría extrema, las buenas noticias y las grandes expectativas son generadoras de estrés. ¡Estamos rodeados! La gran maquinaria estadística norteamericana nos ha enseñado que las causas más importantes del estrés son las siguientes, por orden decreciente: muerte del cónyuge, divorcio, separación matrimonial, encarcelamiento, muerte de un pariente próximo, expulsión del trabajo…, pero también el matrimonio, la reconciliación, la jubilación, la promoción laboral, la mejoría financiera, etc.

No es de extrañar lo que le ocurrió a aquel sacerdote inglés cuando sus feligreses le pidieron que interviniera en un asunto delicado. A uno de los matrimonios más humildes de la parroquia le habían tocado quinientos millones a la lotería y se temía que, al enterarse de la noticia, la precaria condición del corazón del hombre no lo resistiera. Tal vez si el padre los visitara previamente y los fuera preparando, se podría amortiguar el impacto emocional. ¡Qué gran idea! El sacerdote se dejó caer por la modesta vivienda, ante el asombro de sus propietarios que no habían recibido jamás el honor de una visita pastoral.

—¿Sabéis lo que pienso? —les espetó sin muchos ambages el sacerdote—, que estáis muy bien como estáis. Al fin y al cabo, ¿qué ibais a hacer si os tocaran quinientos millones a la lotería?

—¡Qué cosas tiene, padre!

—Nada, nada. Imaginadlo por un momento y decidme qué haríais si os tocara una fortuna semejante.

Tras unos instantes de desconcierto y vacilación, el hombre dijo:

—Le daríamos la mitad a usted, padre.

¡Agggg! El sacerdote se echó las manos al pecho, como queriendo arrancarse una garra que le atenazara el corazón y cayó fulminado por la emoción. Descanse en paz.