SE DICE QUE EL DIÁLOGO es un intercambio de inteligencias y la disputa un enfrentamiento de ignorancias. En el diálogo prima la razón y lo que importa es acercarse a la verdad. La disputa, bien al contrario, consiste en mantener visceralmente posturas numantinas sin prestar oídos a los argumentos del otro: lo racional y lo emocional.
En la escala de la evolución, lo primero que se desarrolla es la sensación, después la emoción, la volición, que implica el ejercicio simultáneo de ego, pensamiento, deseo y voluntad y, finalmente, la discriminación. Nietzsche ya sostenía que el hombre es un puente entre el animal y el superhombre. O, dicho de otra manera, un largo tránsito desde el subconsciente al superconsciente, desde el instinto a la intuición. El punto exacto en que se encuentra cada individuo lo determina el grado de desarrollo de su intelecto y la supremacía que éste ejerza sobre las emociones.
¿Qué es una emoción? Básicamente, un acto irracional, una falsa creencia, una convicción visceral, una percepción errónea, una deformación de la realidad, una fantasía que la mente vive como si fuera auténtica y que empuja a actuar de manera irreflexiva. La fe es siempre emocional porque desoye a la razón. También lo son el romanticismo, el nacionalismo y cualquier fundamentalismo, así como los celos, la cólera, el odio, la envidia y el miedo. Es decir, casi todos los resortes que inspiran la conducta humana.
Del mismo modo que las tinieblas sólo pueden existir en ausencia de la luz, la emoción sólo vive en ausencia del discernimiento. En toda emoción hay un grado de fanatismo que bloquea la razón. Cuando la mente sucumbe al influjo de las fuerzas emocionales, no escucha, no recibe, no registra, no analiza; sólo emite. Hay muchos signos externos que indican que el individuo vive un estado emocional: su discurso deja de referirse a los hechos, para atacar a las personas. Emite juicios de valor sin ningún fundamento. No responde a los argumentos. Se apasiona y se enroca en algún territorio de la mente impermeable a la razón. Su contendiente pasa a ser su enemigo, al que trata de eliminar emitiendo una intensa y destructiva energía psíquica que, en algunos casos, toma la forma verbal del insulto y, en otros, puede llegar incluso a la agresión física.
El fanatismo, sin embargo, no siempre es violento. Sus manifestaciones son una muestra incontaminada de la sustancia psíquica más primaria, una especie de biopsia del alma que revela sin dobleces la índole del individuo, la pasta de la que uno está hecho. La cólera, como el alcohol, nos lleva a actuar de manera desinhibida, desbordando las barreras del control que delimita nuestra imagen social. Nadie conoce realmente a otra persona hasta no haberla visto enfadada o ebria.
Sin embargo, no todas las emociones son negativas. Existen algunas, como la compasión o el patriotismo, que empujan a los hombres a la santidad y al heroísmo. Ni todas tienen la misma intensidad. En un grado moderado, el miedo, la indignación o la pasión pueden ser la sal y la pimienta del desempeño humano. Lo verdaderamente importante es que estén siempre sometidas al imperio de la razón. Lo peligroso comienza cuando ésta se ve anulada o sustituida por la fuerza emocional.
Las religiones existen precisamente para transformar las emociones en devoción y evitar la devastación que puede producir su expresión incontrolada. La promesa de un paraíso eterno donde todas las ansias se vean saciadas, mantiene permanentemente viva la llama de la esperanza individual y ayuda a soportar las neurosis cotidianas, mientras la amenaza del infierno estimula la virtud y cumple una función equilibradora de los mecanismos de estímulo y represión.
Nuestras emociones nos llevan tanto a aceptar una hipótesis conveniente de lo desconocido —una fe, una religión— como a tomar posturas intransigentes e infundadas en nuestras relaciones consuetudinarias. El enamoramiento, las militancias, las filias y las fobias son ejemplos constantes de esa danza flamígera que nos lleva del amor al odio en menos tiempo del que se tarda en contarlo. El amigo y el enemigo son creaciones mentales, productos de la emoción. Cuando juzgamos a alguien con simpatía, ya lo hemos absuelto de antemano, aunque haya razones de peso objetivas en su contra. La aversión, en cambio, nos lleva a no apreciar ninguna virtud en las personas que no nos gustan. Todos contamos con amigos que nos tienen en alta estima y enemigos que nos toman por seres despreciables. ¿Cómo puede una misma persona ser buena y mala a la vez? La respuesta es que las emociones son ciegas porque proceden de las dos fuerzas más oscuras, primitivas, poderosas y subterráneas de la naturaleza humana: la atracción y la repulsión.
La comunicación entre los seres humanos sigue siendo un acto básicamente emocional. Nadie nos cae bien por su sentido de la justicia, su honradez, su eficacia o su coeficiente intelectual. Es su personalidad, su talante, su vibración, su textura emocional, en definitiva, lo que nos rinde o nos repele. A mayor afinidad, mayor atracción.
Paradójicamente, tampoco es infrecuente odiar lo que se envidia. Al envidioso no suele caerle bien el éxito ajeno. La brillantez, la excelencia y la superioridad intelectual despiertan en muchos reacciones emocionales encontradas. No es difícil conquistar un corazón si se le presta atención y se le trata con respeto, sensibilidad, deferencia y cariño, aunque no siempre resulte conveniente dar tanto a mentes egoístas, engreídas, ignorantes, desagradecidas y estúpidas. En el fondo, las relaciones interpersonales responden a una compleja química emocional en la que cualquier nuevo elemento puede provocar reacciones insospechadas e incontrolables. La persona emocional siempre es impredecible. Ser un maestro equivale a dominar tanto el arte de tratar con las emociones ajenas como con las propias.
La condición humana obliga a la convivencia de emociones y razón, lo que permite un frecuente ejercicio de perversión intelectual que consiste en esgrimir sofismas, a modo de razones, para apoyar, justificar, sostener y apuntalar las premisas que uno ha aceptado emocionalmente como ciertas. Es proverbial, en este sentido, el bizantinismo teológico de algunas religiones que pretende demostrar filosóficamente la existencia de su Dios. Toda toma de postura tiene una medida de fanatismo. Llegar demasiado rápidamente a conclusiones sobre personas y cosas revela una considerable inmadurez que no ayuda nada ni al propio crecimiento ni a la pacífica convivencia.
Evolucionar consiste en liberarse de la esclavitud de las emociones. El ejercicio sosegado de la razón, la reflexión ponderada, la generosidad en el juicio, la aceptación de lo que no nos gusta, la inteligente relativización de todas las cosas son los adoquines que pavimentan el camino del crecimiento humano. Por el contrario, sufrir la constante ebullición del magma emocional en las venas es padecer un infierno ya en la tierra.