La espiritualidad

EL MUNDO DEL ESPÍRITU ES INVISIBLE, intangible e inmaterial. Está más allá de lo que pueden percibir los sentidos y de lo que es objetivable. Con esta premisa ¿a quién puede extrañar que se hayan apoderado de él clérigos, parapsicólogos, esotéricos de toda calaña, espiritistas, predicadores baratos, curanderos de opereta, embaucadores y charlatanes de toda laya? Han inventado cielos e infiernos, ángeles y arcángeles, almas en pena, espíritus desencarnados, contactos astrales, apariciones, materializaciones y cuanto se le pueda ocurrir a una imaginación desembridada. La confusión es total. Se dicen espirituales quienes simplemente profesan una religión, los que se dejan seducir por las falacias de lo paranormal, aquellos que huyen de la dura realidad cotidiana para refugiarse en una fantasía de conveniencia, los que padecen ciertas formas de neurosis… No, no y no. Ésos son los humores que desprende el hondón del barril. Por mucha falsa esperanza que inspiren ciertas creencias patológicas, hay que aclarar que carecen de cualquier contenido espiritual.

La espiritualidad no tiene nada que ver con la fe ni con la esperanza. Sí tiene que ver con la pesquisa y el conocimiento de los referentes últimos, de las causas ocultas de las cosas, de los misterios que velan la realidad. Es espiritual quien indaga en la hondura, sabedor de que el mundo material sólo es una apariencia.

Hay dos maneras de aprender: la horizontal, que estudia las relaciones entre unas cosas y otras, acumulando conocimientos de detalle que se extienden superficialmente como una mancha de aceite; y otra, que establece una relación vertical, profunda, entre las cosas y sus causas, a la búsqueda de la raíz última que da sentido a todo. Sólo quienes viven de esta forma pueden considerarse espirituales.

El mundo del espíritu no es el mundo de los espíritus. La peor manera de asomarse a las insondables tinieblas del más allá es fantasear en el más acá y superponer la realidad inventada sobre la incógnita viva. Los ignorantes que se conforman con la miríada de hipótesis pueriles que pueblan el firmamento de lo ignoto jamás poseerán el conocimiento. Allá ellos, pero no debemos permitir que detenten el monopolio de la espiritualidad, del mismo modo que las distintas religiones se han autoadjudicado el monopolio de Dios.

Para muchos, lo espiritual se resume en el desprecio de lo material, en confiar que Dios los salve al término de una vida sin méritos y sin esfuerzo, en refugiarse histéricamente en los paraísos de su fantasía. Sepan quienes así piensan que el conocimiento no se inventa, no se teoriza, no se compone de hipótesis, sino que se desvela con cada experiencia, con cada desengaño, con cada reflexión cabal. Es un largo camino que se adentra en los territorios gaseosos, transparentes, vacíos, donde habita el espíritu. Lo verdaderamente espiritual es el tránsito por esas veredas.

La evolución ha de cumplir todas sus etapas. De la materia inerte a la vida vegetal, del instinto animal a la razón humana, y de ésta a la superconsciencia, la mente ha de ir abriendo su comprensión, rechazando atavismos caducos, supersticiones trasnochadas, metáforas, mitos y leyendas en los que alguna vez se apoyó, para que la luz del conocimiento la ilumine gradualmente. En este camino no hay atajos voluntaristas, sólo sudor y lágrimas, fracasos, errores, caídas, desengaños y frustraciones que pavimentan el crecimiento humano. Quien cree poseer una verdad, se estanca. Quien opta por aceptar doctrinas, renuncia al desafío cotidiano de lo nuevo, al avance, a la sabiduría, a la evolución. En cambio, el buscador siempre encontrará una verdad mejor que la anterior.

Hay que admitir la habilidad de las religiones para hacerse con el patrimonio de lo espiritual, pero recordemos aquí que una religión no es más que un conjunto de creencias, ceremonias, rituales y ministros que tratan de administrar el miedo de los otros. Aunque toda religión tiene su fundamento en seres y lugares invisibles, en promesas y acontecimientos por venir, sus principios no pueden considerarse verdaderamente espirituales, porque no persiguen el conocimiento, sino la creencia, y no procuran la libertad, sino el sometimiento.

¿Acaso no es espiritual quien se sumerge en el silencio de la meditación, sin apriorismos, sin falsos esquemas, con el corazón limpio, a la búsqueda de la experiencia mística, de la inmersión en el Ser? ¿Es, por ventura, mejor quien le pone una vela al santo de turno en demanda de algún favor egoísta, o quien predica sandeces en el nombre de Dios? Así como en la materia hay una gradación y no es lo mismo una piedra que un hombre, en el mundo de las formas invisibles cabe distinguir el fanatismo emocional de la búsqueda filosófica, la superstición primaria del misticismo iluminador.

Quizás escandalice a algunos al afirmar que los pecadores encajan mejor en el contexto espiritual, siempre que de cada desliz extraigan una lección, que los piadosos meapilas, hipócritas, reprimidos, asustados y sometidos de que se nutren muchas religiones. Es posible que haya una desmesura en la incontinencia del trasgresor, pero hay valor en su acción. Y la vida espiritual requiere grandes dosis de valor para adentrarse en las regiones inexploradas del alma, a la búsqueda de la experiencia trascendente y reveladora. Mientras el hombre no acepte la responsabilidad de la búsqueda personal, mientras necesite la tutela de una institución, mientras se halle dispuesto a aceptar lo que no sabe, no puede hablarse de un hombre espiritual, sino de un feligrés, un seguidor, una persona gregaria refugiada en la confortable seguridad de la masa, fortalecida por la compañía de muchos, limitada a aceptar lo que le digan y a conformar su conducta según le impongan.

Espiritual, en cambio, es quien bucea en las profundidades, quien vive en las esencias, quien tiene hambre de conocimiento, quien se complace en desterrar falsas creencias porque eso le acerca a la verdad. Hay que desprenderse de muchas etiquetas y desaprender un buen número de apriorismos atávicos antes de estar en condiciones de iniciar el gran viaje hacia el Espíritu. De poco sirven en él esas alforjas cargadas de suficiencia, vanidad, presunción y autoalabanza que algunos exhiben ostentosamente sobre sus lomos de jumento. Y, desde luego, el inmenso caudal de experiencias «psíquicas» con que los esotéricos tratan de epatarse entre sí, equivale a cero en la contabilidad de los méritos espirituales.