CUENTA LA LEYENDA que a orillas del río Tiétar vivía un santo varón llamado Pedro de Alcántara, entregado por completo a la contemplación y a la vida monástica. No se sabe bien por qué el diablo lo eligió para atormentarlo con las tentaciones de la carne, pero apenas acababa el monje de ocupar su lecho en busca del descanso, cuando el insidioso demonio ya estaba desplegando en su mente ardientes fantasías que le mantenían toda la noche en febril batalla contra la concupiscencia. A tal punto llegó el estado de las cosas, que el esforzado célibe determinó empotrar dos salientes de madera en la pared de su mísera celda. Uno más abajo para sentarse, y el otro más arriba y adelante para reposar sobre él los brazos y la cabeza y poder pasar así las noches durmiendo en vigilia. No fue suficiente el remedio y a las agotadoras noches seguía el suplicio de los días poblados de fantasmas y deseos inconfesables. No hurtaba su cuerpo al castigo, pero algún misterioso mecanismo de psicología diabólica transformaba el dolor en una exacerbación del placer anhelado. Agotados todos los medios de luchar contra el pecado, sin efecto ya la austeridad, el castigo y la oración, optó por arrojarse desnudo sobre un rosal erizado de espinas. Conmovidas éstas por su gesto, dieron en agachar sus duras púas y dejarse caer desmayadas al suelo antes de herirle. Éste fue el gran milagro que llevó a los altares a un hombre de quien no se conocen mayores méritos que el esfuerzo por reprimir a cualquier precio los instintos desatados de su propia naturaleza.
Eran unos tiempos en los que convenía a la Iglesia ejemplificar el esfuerzo de domeñar las pasiones. Hoy en día hasta el más mojigato de los novicios a buen seguro que daría distinto tratamiento a las mismas tentaciones. ¿Quiere eso decir que el temible «no fornicarás» de la tradición judeo cristiana se ha convertido en una entelequia del pasado o, por el contrario, sigue siendo la castidad una vieja virtud en desuso?
La psicología moderna, quizá con más arrogancia que sabiduría, aboga abiertamente por una sexualidad saludable y aunque no explica muy bien en qué consiste, parece excluir cualquier forma de represión. La tendencia actual de considerar las relaciones sexuales como un modo de comunicación y gratificación al margen de la función reproductora, es comparable a la gastronomía que hace del comer un arte ajeno a las necesidades alimenticias. En ambos casos se convierten los medios —el placer que la naturaleza ha puesto en las dos funciones para asegurar la reproducción y la supervivencia de la especie— en fines.
Aun no deseando ser tildado de carca, mi buen juicio me inclina a pensar, sin que ello implique valoración moral alguna, que ahí puede haber algún dislate la impresión que uno tiene, en su ignorancia, después de escuchar a monjes y expertos es que el instinto sexual sigue siendo una fuerza misteriosa que ni los unos pueden dominar ni los otros saben manejar en toda su complejidad y con la hondura debida. Así las cosas, sólo cabe esperar que entre ambos extremos —la represión a ultranza y la permisividad desembridada—, cada individuo pueda encontrar por sí mismo esa tranquila vereda que le permita transitar sin sobresaltos por la intrincada jungla de los deseos.
En mi auxilio acude en este punto la llamada psicología evolutiva, una novísima especialidad que trata de explicar en claves bioquímicas y antropológicas la siempre asombrosa conducta instintiva de la humanidad. En su primera entrega ya echa por tierra el mito voluntarista de la fidelidad que tanto había costado instaurar a las más variadas instituciones familiares, sociales y religiosas. Ya se sabe que no toda semilla cae en tierra fértil y el buen labrador ha de sembrar muchos puñados para que algún grano fructifique. Vamos, que lo que empuja al hombre una y otra vez hacia sus pares, vienen a decirnos, no son las ganas de incordiar ni el amor al pecado, sino un imperativo genético, una poderosa fuerza que emana de las cavernas del subconsciente y cuyos secretos resortes yacen desde siempre en las indescifrables potencialidades químicas del ADN. A quienes estén pensando en hacer voto de castidad más les valdría saber que tienen que vérselas con tamaño enemigo.
¿No debe ser el ejercicio de la voluntad del ser evolucionado suficiente garantía de una conducta apropiada, lejos de la simple respuesta animal? Delicado asunto éste. Para empezar, ¿quién establece, por encima de la naturaleza, cuál es la «respuesta adecuada»? Desde que uno comprendió que las leyes de Dios las hicieron los hombres, siempre ha visto en esos mandamientos una conveniencia social, antes que una regla del juego divino. No se me oculta que la promiscuidad irrestricta en las pequeñas comunidades familiares o tribales en que vivían los hombres en el pasado remoto pudo haber sido una fuente de conflictos, celos, odios y enfrentamientos que parecería aconsejable acotar con normas estrictas. De hecho, lo sigue siendo incluso en nuestras modernas sociedades urbanas. Pero la represión de fuerzas vivas y pugnaces también puede dar lugar a graves conflictos interiores. Hasta en las cárceles ha habido que tratar de aplacar la agresividad contenida de los penados facilitándoles el desahogo sexual.
Cuando la pasión prende en el corazón humano, no caben sino tres alternativas: sublimarla, expresarla o reprimirla. La primera sería ciertamente la ideal, pero no conozco a nadie capaz de tal gesta. Por otra parte, la fecundación indiscriminada, propia del semental, resulta harto extenuante para el hombre, que pierde sus mejores energías en el empeño, restándolas por demás a otras funciones de mayor envergadura. La tercera opción, la represión sostenida, acarrea muchos males: multiplica la agresividad, neurotiza y obsesiona. En mi modesto criterio, es un grave error llamar a eso castidad y considerarlo una virtud. La firme voluntad que el renunciante opone a sus impulsos sexuales sólo impide explicitar un acto, pero no acaba con el deseo de disfrutarlo. La auténtica virtud sería la sublimación, la ausencia de deseo, la liberación de la servidumbre del instinto. Mucho, para pobres criaturas en desarrollo.
Me temo que mientras sigamos sometidos al principio de la atracción y cohesión de los cuerpos no tendremos los humanos otra alternativa que recurrir a la eutrapelia y tratar de mantener un equilibrio inteligente entre los mecanismos de expresión y represión de la energía sexual. Dicho sea con todo cariño y respeto, tanto a los admirables célibes que se afanan en vivir de espaldas a la llamada del sexo, como a los briosos jinetes y desinhibidas amazonas que prefieren galopar desaforadamente en pos del placer.