UNA VIEJA Y QUERIDA AMIGA, que en la gloria esté, se quejaba amargamente en su lecho de muerte, donde un cáncer de pulmón en fase terminal había hecho ya de su respiración un estertor agónico, de la crueldad de un Dios que la castigaba en plena juventud y sin razón aparente al inmenso dolor de esa enfermedad asesina. Aquel lamento, humanamente comprensible, me llevó a reflexionar sobre la naturaleza del dolor. ¿Es realmente un castigo divino? Si se quiere recurrir a la metáfora del Dios omnipotente, principio y fin de todas las cosas, habrá que convenir que, en efecto, alguna responsabilidad tendrá quien ha urdido el maquiavélico plan de la vida. Pero ¿puede caber sospecha de crueldad, parcialidad o capricho en el reparto de las desgracias y adversidades que nos depara el destino? En el caso de mi amiga, las sospechas más fundadas recaían sobre su inveterada costumbre de quemar tres paquetes de cigarrillos diarios desde su lejana adolescencia. Quizá el mayor error de ese Dios haya sido concedernos la libertad, pero yo no estoy dispuesto a pedirle cuentas por ello.
Hay una filosofía del dolor que quiere presentarlo como castigo o venganza para quienes no se someten a los deseos del Señor. Así surge la idea espantosa del averno y el no menos ominoso juicio final. Ambos conceptos desprenden tal grado de sadismo y retorcimiento mental que no cabe pensar sino que han sido concebidos por mentes humanas con un grave déficit de serotonina. La neurosis religiosa a que suele conducir la fe ciega e irracional ha mantenido alternativamente vivos, a través de los siglos, al Dios vengador, al Dios justo y al Dios compasivo. Cada uno de ellos reparte dolor con inquina, justicia o amor, según su naturaleza.
Pero existe otra interpretación del dolor que me parece infinitamente más positiva, compasiva e inteligente. Según esta teoría hindú, el dolor es una bendición disfrazada que aparece en nuestras vidas para protegernos, enseñarnos y mantenernos en el recto camino. La diosa Kali es una madre amantísima que no duda en dar unos azotes a sus hijos cada vez que se desmandan para que aprendan y no perseveren en el error. ¿No es maravilloso que cuando nuestra piel entra en contacto con el hierro ardiente de una plancha, una intensa oleada de dolor nos avise instantáneamente del daño que están sufriendo nuestros tejidos y nos lleve a retirar el brazo de inmediato? ¿O que el dolor de una fractura nos inmovilice un miembro para evitar males mayores?
Claro que hay también un dolor del alma que no puede achacarse a las mismas causas. ¿Por qué es tan dolorosa la pérdida de un ser querido? Indudablemente, sufrimos por nosotros mismos, por el agujero que su ausencia deja en nuestras vidas, por la soledad a que nos condena. Nos inquieta menos su incierto destino, aunque vagamente intuimos que su esencia ha entrado en una región de paz y silencio. Es un sufrimiento egoísta y proporcional al apego que sentíamos hacia él. Tal vez la lección que trata de enseñarnos la vida con eso es la del desapego, ya que sin apego, no hay dolor.
Cuesta admitir que el destino se sirva de un lenguaje tan críptico para enseñarnos sus lecciones, pero eso ocurre sólo cuando desoímos la voz de la sabiduría. Cuentan que un ganadero había adquirido un semental magnífico para mejorar su cabaña. Lo soltó en una verde y fresca pradera de su propiedad y le dijo que podía comer tanta hierba como quisiera pero sin salirse de los límites de la propiedad. El astado le respondió con un mugido profundo y sostenido que fue interpretado como de aquiescencia sin embargo, un enfurecido vecino hizo saber más tarde al propietario que el animal se había pasado la mañana comiendo la hierba de sus praderías. Una nueva advertencia, esta vez más firme, fue contestada con semejante mugido. A la mañana siguiente, el enfado del vecino era de tal calibre que ya amenazaba con llevar el asunto a mayores. Tras las disculpas de rigor, el compungido propietario optó por alambrar el perímetro de su finca con hilo electrificado. Cuando el semental tropezó con el cable y recibió la primera descarga aprendió para siempre la lección que las buenas palabras no fueron capaces de enseñarle. Dado el grado de evolución de nuestra especie, ¿a quién puede sorprender que la Naturaleza haya optado por electrificar la finca?
La teoría más verosímil sostiene que el dolor, actuando como un mecanismo de seguridad, aparece cada vez que se trasgreden los principios que rigen la evolución y se intensifica a medida que la trasgresión es mayor. El sufrimiento siempre comporta una lección y siempre invita a modificar una conducta. Aunque se tiene noticia de una patología masoquista que induce a algunas personas a recrearse en el dolor, la inmensa mayoría de los seres humanos trata de evitarlo. Ahí reside la inteligencia del mecanismo: huyendo de las tinieblas siempre se avanza hacia la luz. Por medio del dolor la Naturaleza se asegura de que no nos salimos de los cauces marcados. Aunque en un universo dual regido por los pares de opuestos: luz/tinieblas; placer/dolor; frío/calor, etc., podría pensarse que éstos existen como realidades contrapuestas, una visión más detenida nos lleva a la conclusión de que no son más que los extremos opuestos de una única y variada gama de sensaciones. Así, basta mover ligeramente el registro mental para que la ausencia de dolor se convierta de inmediato en un bienestar precursor del placer; mientras, por la misma regla de tres, la ausencia de placer desemboca en el nacimiento del dolor.
El hambre agudiza el ingenio. La experiencia nos enseña que las penurias y dificultades son siempre mejor acicate para el progreso que el que proporcionan los placeres hedonistas que han acabado con numerosas civilizaciones. Hay una tendencia muy actual a huir del dolor a toda costa. No podía ser de otra forma en una sociedad acomodaticia y decadente. Pero la cultura de la aspirina y el nolotil puede ser un craso error. Eliminar el dolor sin eliminar sus causas es como desconectar el sistema de alarma y creer que no hay peligro porque nada nos advierte de él. Por lo que a mí respecta, procuro hacer del dolor un aliado y cada vez que me visita, le pregunto abiertamente: ¿Qué error he cometido esta vez? Funciona, créanme.