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Pompeya

Pompeya, 79 d. C.

LÜR

El grueso edil tomó una aceitunas del plato.

—Así que embarcarás pronto hacia Alejandría, mi buen amigo Néstor —dijo—. Es una pena que no te quedes hasta ver el resultado de las elecciones.

Lür sonrió al edil, un hombre entrado ya en años, de labios morados y cabello escaso.

—A tenor de lo que he leído en las pintadas de las calles, querido Vettius, creo que la votación ya está más que decidida. Parece que el pueblo te apoya, hasta Asellina, la tabernera, hace campaña y habla bien de ti a sus clientes. —Sonrió, alzando la bebida caliente en el vaso para brindar por la alcahueta.

—Eso parece, los pompeyanos son agradecidos, y no olvidan mis esfuerzos durante estos diecisiete años por ayudar con la reconstrucción. Tan solo queremos recuperarnos y volver a ser la colonia próspera que éramos antes del terremoto.

—¿Y no teméis los pompeyanos por los temblores de estos últimos días?

—Si temiéramos por cada pequeña sacudida, ya habríamos abandonado estas magníficas costas hace décadas. No, querido amigo. Estos débiles temblores son tan habituales aquí que ya ni los sentimos.

«Cuántas veces he escuchado esas mismas palabras», pensó Lür, tomando unas legumbres que Asellina le había calentado.

—Lo que nos lleva a asuntos más prácticos —dijo, cambiando de tercio—. He de hablar con tu maestro pintor y entregarle todo los sacos con los colores que me has pedido para las paredes de tu domus. Te he seleccionado solo los colores mejor conseguidos: azul a base de sílex, negro de materias carbonizadas y rojo brillante extraído del cinabrio. Los tengo ya descargados en el puerto, dime dónde puedo encontrarlo.

—En la villa de Adania, en las afueras.

—¿Adania? —repitió Lür, disimulando su inquietud con una sonrisa.

—Es una mujer muy acaudalada, a tenor de las obras que está haciendo en su vivienda. Vive rodeada de su séquito, y tiene varios hijos. Te daré las indicaciones para que puedas llegar.

Lür se despidió de Vettius Caprasius y marchó en la dirección que le había señalado, alejándose del gentío que caminaba por las calles. Era verano y muchos patricios habían abandonado sus domus en obras para descansar en otras provincias más septentrionales, huyendo de los calores estivales.

Pero Lür caminaba inquieto, el aire había cambiado de dirección varias veces durante los últimos días y los temblores eran débiles, pero continuos.

Fue entonces cuando miró el sendero que tenía a sus pies y se quedó parado, tragando saliva: el camino estaba lleno de lagartos.

Sabía lo que eso significaba. Miró hacia la imponente montaña que presidía la ciudad, el Vesubio. Su falda estaba alfombrada de los viñedos que tanta fama y fortuna le había dado a Pompeya. Pero él sabía que, a veces, la tierra se cobraba su precio.

«Lür, sal corriendo», le dijo una voz en su interior. La conocía, era su instinto. Metió la mano en su bolsa de cuero y apretó con fuerza el amuleto de Negu.

«Todavía no, todavía no».

Aceleró el paso y encontró por fin la entrada de la villa, tras un largo camino de cipreses. Allí todo parecía estar más tranquilo, encontró sirvientes ocupados en labores de campo y preguntó por el pintor sin llegar a identificarse. No hacía falta, su rico atuendo de comerciante era suficiente para abrirle todas las puertas.

Finalmente lo localizó en el atrium, el patio central. Un hombre diminuto y resuelto que daba órdenes a un ejército de obreros que enlucían una de las paredes de una capa espesa de cal y arena.

—Vengo de parte del edil Vettius Caprasius. Tengo todas las pinturas que me pediste en el puerto, puedes enviar a tus hombres a por ellas. Yo partiré esta misma tarde.

—Así haré, esta villa me tiene muy ocupado, pero al edil también le corre prisa por tener su domus decorado para el día de las elecciones —comentó, haciéndole un gesto para mostrarle su trabajo.

Lür lo siguió hasta quedar frente una pared donde el pintor ya había comenzado a dibujar algunos paisajes pastoriles.

Entonces la vio.

El retrato de Adana. La mujer que lo observaba, serena, desde la pared. Con sus ojos negros, algo rasgados, la piel bronceada, el pelo oscuro recogido a ambos lados, al modo de las patricias. Vestida con una túnica blanca. Siempre de blanco. En eso no había cambiado.

Entonces se sintió inseguro, si Adana lo encontraba allí, en su propia villa, no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir. Miró a su alrededor, intentando averiguar si entre todo aquel ejército de esclavos y sirvientes también había algún Hijo de Adán.

—¿Dónde está ahora tu clienta, Adania? —le preguntó al pintor.

—En las termas, suele pasar allí todas las mañanas, pide todo tipo de servicios, ella puede pagarlos.

—¿Qué termas, las del Foro? —preguntó Lür, dirigiéndose a la salida de la villa.

—No, una mujer de su categoría solo acude a los baños de Stabies. Pero no podrás hablar con ella ahora.

—¿Por qué no?

—Veo que eres extranjero y desconoces nuestras costumbres, pero en Pompeya las mujeres van por la mañana y no se mezclan con los hombres. Nosotros vamos por la tarde, cuando hemos terminado de trabajar.

—Bien, esperaré entonces —contestó Lür, con una sonrisa—. Ahora he de irme, no olvides recoger las pinturas.

Marchó corriendo de vuelta a Pompeya. El cielo estaba tomando un extraño aspecto y el viento llevaba un polvo fino hacia el este. Cuando localizó el edificio de las termas, muchos pompeyanos miraban ya con inquietud sobre sus cabezas, donde se había escuchado una especie de explosión lejana. De las nubes oscuras comenzaron a caer piedras ligeras, nadie sabía qué era. Una lluvia extraña, una especie de granizo negro.

Lür sabía ya lo que se avecinaba, pero los pompeyanos, en lugar de huir, comenzaron a refugiarse en sus casas, ante su mirada horrorizada.

—¿Qué hacéis? —gritó a todos con quienes se cruzó—. Huid ahora mismo de la ciudad, ¿por qué os quedáis?

—Parece un terremoto, lo mejor es esconderse hasta que acabe —le contestó un tendero, cerrando la puerta de su negocio.

—No es un terremoto —le contestó, pero el hombre ya no lo escuchaba, se había ocultado en su local de telas, junto con todos los clientes.

Por fin dio con el imponente edificio de las termas estabianas. Se adentró en ellas y una mujer robusta con una peluca rubia le salió al paso.

—No está permitida la entrada a ningún hombre hasta la tarde. Además, estamos avisando a todas las clientas, parece que esta vez los temblores son más fuertes, pero aquí dentro no se perciben. Muchas no se han enterado aún.

—A eso venía. Busco a Adania, decidme dónde está y yo me encargaré de avisadla.

—No puedo hacer eso, no puedo dejar pasar a… —repitió, obcecada.

Lür sacó su bolsa de cuero y le tendió unas monedas de mil sestercios. La joven abrió los ojos, y las apretó en su puño.

—Está en los baños de sudor, ha contratado un masaje.

Lür siguió las indicaciones de la mujer y avanzó por uno de los pasillos. Dentro del inmenso recinto de gruesas paredes todo era quietud, solo se escuchaba el sonido del agua.

Llegó por fin a una sala abovedada. Un sirviente alto y musculado esperaba a su ama junto a la puerta. Lür le pagó otra pequeña fortuna y el esclavo marchó, sin duda pensando que era un patricio acaudalado dispuesto a llevar a cabo alguna de sus perversiones.

Entró en silencio en la estancia donde notó bajo sus pies el suelo caliente del hipocausto. Sus pulmones inhalaron un fuerte olor a pino. A través del vapor pudo ver una figura descansando en una bañera de mármol en el centro de la sala circular. A su lado, en una pequeña mesa de bronce de tres patas, todos los enseres para los cuidados corporales: frascos de aceites, un espejo y unos estrígilos, los raspadores metálicos que los pompeyanos usaban para eliminar del cuerpo el exceso de ungüentos. A los pies de la bañera, una ánfora de baño de cobre para el agua caliente, un largo brasero, y su pesada tapa de mármol en un lateral.

Se acercó despacio a la bañera, la mujer se relajaba dentro de ella con los ojos cerrados. Lür quedó tras su cabeza, observando la larguísima melena negra que ya conocía y que ahora flotaba en el agua caliente, cubriendo el cuerpo desnudo de Adana.

—¿Qué está ocurriendo fuera, esclavo? —preguntó Adana sin abrir los ojos.

Lür tomó el pequeño balsamario, se frotó las manos con el aceite y comenzó a masajearle el rostro.

—Los pompeyanos creen que son temblores de tierra —contestó Lür, sin molestarse en fingir otro tono de voz—, como hace diecisiete años.

—Entonces lo mejor será que nos quedemos aquí, los muros son fuertes, estaremos protegidos.

—Hay lagartos por el camino… —susurró a su oído, y vertió agua caliente del ánfora sobre el brasero hasta que los rodeó una espesa nube de vapor.

—¿Los lagartos han salido? —repitió ella, inquietándose por primera vez. Abrió los ojos, pero Lür la mantuvo tumbada, sujetándole por los omóplatos, impidiendo que Adana lo viera aún.

—Están cayendo pequeñas piedras negras, no son pesadas —prosiguió él, con calma—, nadie se lo explica. Pero los pompeyanos no están intentando salir de la ciudad.

—Es la montaña —murmuró Adana—, saldrá fuego de ella.

—Lo sé, lo he visto antes, pero ellos no.

—Debo salir, ahora mismo —dijo ella, tratando de incorporarse.

—Eso no va a ocurrir —la atajó Lür, cruzando su brazo fuerte por encima del cuello de Adana, impidiéndole salir de la bañera.

—Tengo muchos hijos en Pompeya, debo advertirlos, será tarde para ellos.

—Lo sé.

«Yo también tengo hijos que proteger de ti», calló.

Ella entendió, por fin, el peligro.

—¿Qué ocurre, señora, os he asustado?

—No sois un esclavo, no puedo veros bien. Dadme un espejo.

Lür le tendió el espejo de plata de la mesita. Un pequeño disco circular, con mango de piel de león.

—Tu rostro…

—¿Qué le ocurre a mi rostro?

—Se parece tanto a alguien que conocí…

—Seré familia, tal vez.

—No creo que nadie de su familia esté vivo.

Entonces Adana guardó silencio y comprendió.

—¿Eres Lür? —preguntó finalmente.

—Una vez me llamé así, es cierto. Pero ya no uso nunca ese nombre, tú lo convertiste en maldito.

Adana intentó de nuevo incorporarse, pero Lür se sentó en el borde de la bañera, negándole toda oportunidad de escapar.

—No es posible, vi tu cadáver.

—Tal vez no pueda morir nunca.

Se tenían frente a frente, después de tantos milenios, después de tanto como pasaron juntos, después de una historia común llena de cadáveres.

—¿Has venido de nuevo a mí? ¿Te has arrepentido ya de haberme abandonado? —preguntó ella.

—No, Adana. No he venido por eso.

—¡Pues deberías! ¿No has comprendido ya que tú y yo debemos estar juntos?

—Lo que he comprendido, por desgracia, es que no puedo dejar que sigas viva. Un Cataclismo me llevó hasta ti, tal vez tenga que ser otro Cataclismo el que me libere de ti.

—¿Vas a dejarme aquí? —preguntó ella, incrédula.

—Ambos hemos visto antes montañas que escupían fuego de este modo. Primero son los guijarros negros, caerán durante horas, el techo que tienes sobre tu cabeza se derrumbará por el peso. Después la lava se derramará, todos morirán enseguida, el aire se tornará mortal y tal vez ni siquiera tú serás capaz de sobrevivir sin respirar. Después la ceniza sepultará esta ciudad, también Herculano, Estabia y todas las villas de la costa caerán.

—¿Y crees que tú podrás escapar?

—Escaparé si marcho ahora mismo. Tengo varias embarcaciones, son pequeñas y veloces. Debemos adentrarnos en el mar, es la única salida. Todo ser vivo que habite Pompeya estará muerto antes de esta tarde. Durante milenios he soñado con que tenía suficientes conchas de cauri como para enterrarte viva. Una por cada hijo cuya vida segaste, ¿no es una ironía que vayas a quedar sepultada por conchas negras? Adiós, Adana, aquí termina tu camino.

Lür sujetó la pesada tapa de mármol del brasero sobre la bañera, tapándola, como si fuera una lápida, desoyendo los gritos de Adana. Sabía que ella no podría salir de aquella bañera, que quedaría enterrada por el volcán.

No dejó de mirar hacia atrás durante su huida. Se abrió paso por las calles, bajo la lluvia de piedras negras que asfaltaba ya la ciudad. Cuatro de sus barcos partieron a tiempo, antes de que el mar se retirase, horas después. Desde alta mar, pudo ver cómo, hora tras hora, Pompeya y todos sus habitantes, incluida Adana, quedaban sepultados bajo varios metros de ceniza.