Ilur
IAGO
Teníamos por delante casi once horas de trayecto. Recorrimos el avión hasta llegar a los asientos de primera y Marion se sentó en pasillo, yo en ventanilla.
La aburrí durante un rato con historias intrascendentes hasta que ella optó por ignorarme, sacó una libreta y comenzó a escribir sus quinientas palabras diarias. Yo aproveché para ponerme un auricular en el oído que ella no veía y abrí el archivo que mi padre me había enviado.
«Conoces tan bien como yo el valor de las omisiones, las que mantienen a salvo a los que amas. Ambos nos hemos guardado u ocultado secretos vergonzosos. Pero este secreto que voy a compartir por fin contigo supera toda ignominia. Este trata, hijo, del instinto más básico: la supervivencia de la familia, la supervivencia del clan. Todos los miembros de La Vieja Familia habéis nacido bajo la amenaza de una maldición que me marcó desde mucho antes de que nacierais. Os he protegido durante milenios, a todos vosotros, mis hijos, mis descendientes, mi sangre, más allá de todo sacrificio y crimen. Ella es una amenaza, nunca confíes.
»Primero te daré las instrucciones, por si no tienes tiempo de escuchar todo mi relato:
»Cuando la conozcas, enséñale mi amuleto. Si he hecho las cosas bien, te lo habré dado sin que tú te des cuenta».
Me palpé con disimulo los bolsillos del pantalón, no encontré nada. Después el de la camisa, pero tampoco hallé ninguna figurilla prehistórica en él.
Marion levantó la vista y me sonrió. Yo también le sonreí.
Entonces pasé la mano sobre mi americana. Reconocí el volumen de la figura del hombre bisonte que mi padre siempre llevaba consigo, la que le prestó a Dana para que nos creyera. No la saqué del bolsillo, no quería que Marion la viera y me descubriese.
—¿Escuchas música? —me preguntó.
—Sí, bandas sonoras de películas épicas. Me relajan —comenté, distraído.
Ella volvió a concentrarse en sus crónicas e ignoró mi comentario.
«Perteneció a su compañero Negu, al que consideré mi hermano —prosiguió mi padre, susurrándome al oído—. Tal vez te sirva para ganar tiempo. Proponle una tregua, dile que queremos negociar, que ya es hora de dejarlo ir. No te hará caso, no se ablandará, pero tú finge que lo crees posible. Ruégale que lo piense, eso te dará unas horas.
»Yo llegaré con los refuerzos para equilibrar la batalla. Confía, hijo. Sabré hacerlo. Tú tan solo confía en mí».
Un joven auxiliar de vuelo se nos acercó con el carrito y nos ofreció sus preciosas botellitas de licores.
—No, gracias —le dije, guiñándole un ojo—, o la señora me tirará por la borda sin demasiados remilgos.
Marion rio con nuestro chiste privado y el chico se marchó sin comprender, un poco molesto.
Marion y yo cruzamos una mirada de complicidad y cada uno de nosotros volvió a enfrascarse en sus asuntos.
«Y ahora la historia —continuó la voz de mi padre—. LHDA es el acrónimo de Los Hijos de Adán.
»Aunque no quiero comenzar con algo tan moderno.
»Hubo una leyenda… No: hubo una mujer, milenios antes de que nacieras. Se llamaba Adana, la llamaban Madre. Era una matriarca, la matriarca de Los Hijos de Adán. Como tal vez ya hayas adivinado a estas alturas, no envejecía. Vivía rodeada de varias generaciones de sus descendientes, todos ellos efímeros. Todos la veneraban, ella era Antigua como el Tiempo y sabía protegerlos. Los organizó por oficios, su forma de liderarlos era efectiva aunque inflexible. Los Hijos de Adán vivían bajo su yugo, adorándola pero sin verdadera libertad, protegidos pero atados con lazos de sangre a favores y misiones. Fuimos compañeros durante milenios. Deja que te cuente lo que hizo a todos los hijos que tuve cuando la abandoné…».
Escuché una a una todas las masacres que Madre ordenó perpetrar, hora tras hora.
Miré a Marion de reojo y una gota de sudor frío me recorrió la columna, por debajo de la camisa. Sobre el océano Atlántico, el avión repetía el mismo recorrido por el que habíamos transitado cuatro siglos atrás, de Europa a la costa noroeste de Estados Unidos. Ahora era distinto, ahora sabía quién era Marion Adamson. Una Hija de Adán, una soldado enviada para utilizarme.
«Marion es una Hija de Adán —me había confirmado la voz de mi padre, minutos antes—, una Cronista, es un buen oficio. No era una de las peores ramas, han llevado por el mundo la sabiduría de las viejas historias y han sobrevivido hasta hoy. Aún son útiles los novelistas en este mundo, ¿no crees? Todavía hoy necesitamos evasión. En cuanto a ella, ha sido enviada para entregarnos a Madre, pero está por ver su papel en esta última partida de caza. Tal vez nos depare alguna sorpresa. Aún no la juzgues, creo que es bastante autónoma».
Continué escuchando el mensaje de mi padre hasta que llegó al final, a la última masacre de todas.
«Sé que conoces el yacimiento sudanés de Jebel Sahaba, en el valle del Nilo.
»Recordarás que impedí que viajaras hasta allí cuando mostraste interés por los restos de la primera guerra que se conoce, hace catorce mil años. No quería que te encargases del ADN de los cuerpos, coincidentes con el tuyo. Muchos de los cincuenta y nueve hombres, mujeres y niños acribillados con puntas de piedra y lanzas eran mis hijos, hermanos tuyos.
»Deja que te hable de uno de ellos. Lo llamé Ilur, llegó a vivir tres décadas. Conocía mi secreto, éramos inseparables.
»Y no solo eso, también era igual, idéntico a mí.
»Sabes que a veces ocurre entre padres e hijos, o entre abuelos y nietos. Gemelos separados por un par de generaciones, clones naturales. Rostros que a veces veíamos repetidos cuando volvíamos a una aldea, décadas o siglos después.
»Con Ilur ocurrió así, la sangre de su madre no se mezcló con la mía, no fue un mestizo. Su piel, su cabello y sus ojos eran réplicas exactas de los míos.
»Cuando vinieron los Hijos de Adán y los masacraron, preguntando por Lür, él se hizo pasar por mí.
»No pude impedirlo.
»Nunca he visto un cadáver como el de Ilur.
»Cada Hijo de Adán le clavó varias flechas. Debían hacerlo. Dejar cada uno su impronta, demostrarle a Adana su participación activa en la venganza. El cuerpo de Ilur tenía cientos de flechas, no había un centímetro de piel libre, dejaron de dispararle cuando las flechas ya no encontraron carne que rasgar y caían al suelo.
»Se llevaron su cadáver, imagino que para enseñárselo a Adana.
»Pero resultó, el sacrificio de mi hijo dio resultado. Después de aquella masacre no volví a saber de los Hijos de Adán. Me dieron por muerto, desde luego.
»Durante los siguientes siglos recorrí todas las rutas comerciales, preguntando por los Hijos de Adán. Nadie sabía nada, pensé que la familia se había extinguido o que Adana se dio por satisfecha. Pasaron cuatro milenios sin que nada ocurriera y después me atreví de nuevo a vivir como un hombre común y acercarme a una mujer. Fue entonces cuando conocí a tu madre y naciste tú, Urko».
Esas eran las últimas palabras que mi padre había grabado para mí. Escuché varias veces todo el mensaje de nuevo, hasta aprendérmelo casi de memoria. No quería olvidar ningún detalle.
El avión finalmente tomó tierra y dejé que Marion me guiase a mi destino.