Si voy a morir mañana
ADRIANA
Fueron los peores días. Días lentos, días helados, días de silencio.
No volví a saber nada de Nagorno, Gunnarr no vino a mi celda por las noches.
Se habían olvidado de mí o me estaban castigando ya, acaso por la muerte de Nagorno. Tal vez Gunnarr prefería acabar conmigo así, abandonándome en una celda donde nunca me encontrarían, muerta de sed y de inanición. Una mala muerte, en todo caso, pero ¿es que había una buena manera de morir en sus manos?
Había anochecido ya en la celda cuando escuché el sonido metálico de la cerradura.
Gunnarr entró, con un gesto duro pintado en el rostro. Me quise encontrar con sus ojos pero me rehuyó la mirada, incómodo.
—¿Qué ha pasado con Nagorno?
—Está bien, está muy bien, stedmor. De hecho ahora mismo está como antes, ha recuperado sus fuerzas, se siente joven y fuerte de nuevo, pero tiene el corazón inestable. Puede morir en cualquier momento. Los médicos no se atreven a tratarlo y mi padre no sabe qué hacer.
—Hay un plazo de nuevo para mí, ¿verdad?
—Menos de veinticuatro horas.
Se sentó en la cama, a mi lado. Nos quedamos en silencio durante un buen rato.
—Nagorno me ha hablado de que fuiste educado por él para buscar cada día un momento bello, un momento hedonista —dije, tratando de pensar en otra cosa.
—Así es, veo que mi tío te ha confesado mucho de él.
—Tú has sido mi momento, cada noche, con tus historias.
—Tú has sido el mío, lo reconozco —dijo, casi sonrió—. Mi tío no ha sido una compañía agradable estos días, y en este lugar hay muy poco que hacer, las noches son muy largas y monótonas.
—Nunca debí mezclarme con vosotros, con los longevos. Aunque sobreviviese a esto, volvería a pasar. Tal vez tengas razón y no seáis solo personas, tal vez seáis fuerzas de la naturaleza, elementos, o como Nagorno siempre pensó, semidioses.
Asintió, pero él estaba en otro lugar.
—Stedmor, hay un código en este tipo de situaciones. Una amenaza que cumplir.
—No, dilo claro: una sentencia que ejecutar.
—Mi padre no puede pensar que puede matar a su hermano, que le puede inyectar cualquier cura fallida y que tío Nagorno te va a devolver igualmente. ¿Lo entiendes?
—No me pidas que alivie tu culpa por mi asesinato, tendrás que lidiar con eso. No tienes mi perdón, no tienes mi indulgencia. Tienes elección y vas a elegir ejecutarme. Eres un simple asesino, Gunnarr. Asúmelo y deja de buscar mi comprensión. No voy a facilitarte el camino. Por eso no has vuelto estas noches, mientras tomabais la decisión, ni siquiera tú eres tan despiadado como para matar a alguien que conoces.
—¿Lo has hecho aposta? —dijo, y la voz sonó ronca, como si le costase tragar saliva—. ¿Ha sido una estrategia de supervivencia?
—¿De qué demonios estás hablando?
—Esto, que tú y yo conectásemos así, stedmor.
—¡Deja de llamarme stedmor! —le grité, cansada ya de todo, levantándome de la cama—. Al menos llámame Adriana.
—No, stedmor.
—¿Por qué no, Gunnarr? ¿Por qué?
—¡Porque soy mejor que mi padre! —estalló, incorporándose de un salto y quedando frente a mí, rojo de rabia—. Porque necesito recordarme en cada frase que te digo que eres mi madrastra. No puedo verte como Adriana, porque si no…
—Si no, ¿qué, Gunnarr? ¿Si no, qué?
Guardó silencio y marchó sin despedirse, concentrado en algo que no estaba dentro de aquella maldita celda.
Me quedé mirando la puerta durante un rato, con la mirada perdida. Tenía muchas cosas que digerir aquella noche.
Gunnarr volvió de repente, acelerado. Irrumpió en la celda de nuevo y cerró la puerta tras de sí.
—Si voy a morir, al menos cuéntame lo qué ocurrió en Kinsale —me adelanté—. Me lo debes.
Ignoró mi petición, como siempre hacía cuando le pedía que hablara de Kinsale. Igual que Iago, ambos cerrados a compartir conmigo aquel recuerdo.
—¿De verdad sigues creyendo que te ejecutaré? —me preguntó, y esta vez sí que me mantuvo la mirada.
—Reconócelo, Gunnarr: esto no pinta bien.
—Tal vez esté empezando a rumiar otros planes para ti —murmuró.
Nos miramos de nuevo, pude sentir cómo iba tomando decisiones en su cabeza por momentos.
—Ven, sube a cenar —acabó diciendo—. No mereces estar en esta celda.
«Nunca lo he merecido».
La cena transcurrió en silencio, los tres callados y perdidos en la sopa de finas hierbas que teníamos delante. Nagorno me saludó con una fría inclinación de cabeza, de nuevo joven y bello, pero de nuevo glaciar.
—Dile a nuestra invitada que debería alimentarse —le ordenó a Gunnarr, después de que me pasara demasiado tiempo removiendo el contenido de la fina vajilla con la cuchara de plata.
—No la trates así, te ha salvado la vida.
—Ya me has oído —se limitó a contestar Nagorno.
—¡No la trates así! —gritó Gunnarr, de repente. Un sonido ronco salió de la garganta de Gunnarr. Sonó como un rugido, no como un grito humano.
—Mi anfitrión tiene razón —intervine yo, con calma—. Debería tomar algo. Esta cena es importante, quiero que la recordéis, quiero que la recordéis durante mucho tiempo. Tráeme algo de ese vino de mi año, Gunnarr. Con Iago nunca he podido brindar.
Gunnarr marchó a la bodega y volvió al cabo de un rato con una botella.
Estaba a punto de acercarse a mí para servirme el vino cuando alzó la cabeza, vio algo detrás de Nagorno y la botella se le cayó al suelo, estallando contra la losa de piedra. El gesto se le quedó paralizado, la expresión vacía.
Nagorno y yo nos giramos, alarmados. Delante de la chimenea, desde hacía quién sabe cuánto, Lür nos observaba en silencio.