Centésima quinta masacre
Actual Japón, 18 000 a. C.
LÜR
Lür ya no se acordaba de que un día se había llamado Lür. Hacía milenios que había abandonado su Nombre Verdadero, lo consideraba maldito. También su apariencia: solía teñirse el pelo con hojas hervidas, a veces se lo rapaba, incluso las cejas. Se había convertido en un experto en el arte del disimulo. El hombre más discreto del mundo, siempre silencioso, siempre solitario.
Hasta que recaló en la cabaña de pilotes de aquella viuda. Dos espectros pescando durante años junto a la orilla del lago, sin ver un alma durante temporadas enteras.
No la dejó mucho tiempo sola, el embarazo le sentaba mal y se desmayaba todas las mañanas, pero el río que vertía su agua en el lago bajaba helado y había que buscar los peces corriente arriba. Le prometió besos y abrazos reconfortantes a la vuelta, y marchó presto a pescar con sus cestas de mimbre al hombro.
Solo tardó lo que tarda el sol de pasar del Poniente al punto más alto del cielo, pero a su vuelta los Hijos de Adán ya la habían matado y se habían asegurado de que el hijo que llevaba en su vientre tampoco viviría.
El hombre que un día se llamó Lür hundió la cabaña de pilotes con su hacha de piedra. Esta vez ni siquiera lloró, ya no recordaba lo que era tener emociones ni sabía muy bien cómo reaccionar ante una pérdida.
«Sigue adelante, tan solo sigue adelante», le ordenó de nuevo una voz interior a la que siempre hacía caso.
Los arqueólogos del siglo XXI encontraron los huesos de una joven de la cultura Jomor abrazada a su barriga y dos conchas de cauri a sus pies. Especularon acerca de intercambios a larga distancia, de objetos de dataciones incongruentes, separados demasiados milenios como para tener relación.
Héctor del Castillo robó los restos y les dio digna sepultura.