35

Estamos solos en esto

IAGO

Los días que siguieron a la entrega de la cura los pasé intentando recuperar mis rutinas. Volví al museo, donde todo se había torcido en mi ausencia. Mi padre había priorizado la búsqueda del paradero de Dana y apenas aparecía por su despacho, según me informó mi secretaria, con gesto preocupado.

Hice una reunión de urgencia con todas las Áreas en la sala de reuniones, pero solo encontré gente nerviosa con demasiados asuntos pendientes.

—Jefe, llevamos mucho retraso con todos los yacimientos a los que íbamos a enviar personal este verano —me dijo Salva, levantándose y dejando en el centro de la mesa una carpeta con folios grapados—. Solo falta tu firma. Si quieres que no perdamos la campaña de este año, deberías dar las autorizaciones ya.

Recogí el taco de folios y lo hojeé por encima.

—Este fin de semana me lo estudio y el lunes te lo devuelvo. Por tu parte, adelanta todas las gestiones que puedas.

—Ya están todas finiquitadas, Iago —contestó Salva, sentándose de nuevo. Cruzó una mirada preocupada con Chisca.

—Los becarios no han cobrado —intervino Cifuentes, de Contabilidad—. Estoy esperando tu orden.

—Hablaré hoy con el banco —contesté, mirando el reloj—. Elisa, te veo un poco ausente. Ponme al día de tu Área.

—Mi Área está bien, pero se comenta que Prehistoria, desde que Adriana Alameda la dejó desatendida para irse a ese yacimiento, va a tener problemas si no devuelve las piezas a tiempo de la última exposición temporal del Paleolítico en la cornisa cantábrica. Por lo visto el plazo ya ha acabado. Me han llegado rumores, no desde el museo, sino de una colega que trabaja en el Bibat. Dicen que la dirección quiere demandarnos.

—¿No di la orden de que se devolvieran? Juraría que lo hice… —pensé en voz alta, rascándome la nuca.

«¿Lo hice?».

Dana se estaba encargando de ello el día que fue secuestrada.

Todos me miraron boquiabiertos, no estaban acostumbrados a verme dudar. Advertí algunos codazos y la mayoría de los presentes intercambiaron miradas de desaprobación.

—Está bien, está bien —dije, levantándome y pidiéndoles calma con la mano—. Hagamos algo más productivo: que el encargado de cada Área me envíe a lo largo de esta mañana un email con todos los asuntos pendientes por orden de importancia, no de urgencia. Si son urgentes, pero no importantes, resolvedlos vosotros mismos. Solo quiero recibir lo que requiera mi autorización. A partir de mañana voy a estar ausente unos días, pero a la vuelta todo volverá a la normalidad y trataremos todos los temas pendientes.

Pasé la mañana en el despacho apagando fuegos y finalmente decidí tomarme un respiro. Pensé en bajar al BACus a tomar unos pinchos, pero recordé las miradas preocupadas de toda la plantilla y preferí no exponerme de nuevo a su incómodo escrutinio.

Salí del edificio del museo, y casi sin darme cuenta, acabé frente a la planta de lavanda que Dana y yo habíamos plantado de nuevo, después de que Nagorno la destrozara con el Big Bastard un año antes.

Arranqué varias espigas y restregué sus flores entre la palma de la mano, pero nada me relajaba aquel día.

Acababa de descender a la lengua de roca cuando recibí una llamada del número no rastreable de Nagorno.

Lo miré, extrañado, y contesté.

—¿Ocurre algo, hermano?

—Sí que ocurre, padre —respondió la voz circunspecta de Gunnarr.

—¿Le ha sucedido algo a Nagorno? —pregunté, alarmado.

—Ya lo creo, por poco lo matas.

—¿Cómo que por poco lo mato? Eso es imposible, se supone que lo que os envié iba a revertir el efecto de…

—Al principio todo fue muy bien —me interrumpió—. Nagorno se sentía mejor, los resultados de las pruebas preliminares que le hicieron los cardiólogos eran optimistas. Los médicos no se explican su mejoría, lo que entienden es su empeoramiento.

—Define empeoramiento.

—Su corazón es muy inestable ahora mismo. Tuvo un episodio de arritmia que por poco se lo lleva al otro mundo. Después mejoró solo, por sí mismo. Una vez más, los médicos no se atreven a tratarlo, temen matarlo si le administran algún fármaco. Ahora vuelve a tener la fuerza de antaño, pero tiene una bomba de relojería en el pecho y no tienen ninguna duda de que más pronto que tarde estallará. Es impredecible, ahora mismo mi tío está bien en apariencia, pero el corazón va a fallarle en cualquier momento. Padre, tío Nagorno se muere.

—¡Nagorno se muere! —me rugió—. ¿Me lo vas a arrebatar también, vas a quitarme al único miembro de mi familia que ha cuidado de mí durante mil años?

—Si hubiera sabido que seguías vivo, te aseguro que habría respetado a Nagorno. Y lo habría hecho por ti, créeme, solo por ti.

—¿Es eso cierto?

—Por supuesto que lo es.

Se tomó unos segundos para asimilarlo.

—Es tarde, en todo caso, para lamentos y arrepentimientos —contestó finalmente—. Debes seguir haciendo lo que esté en tu mano para que no muera.

«Piensa rápido», me ordené.

—Escucha, hijo —me decidí, no muy convencido—. Había otra opción, una segunda cura.

—¿Otra opción? ¿Has estado manejando dos líneas de trabajo? ¿Has simultaneado dos investigaciones diferentes?

Noté un extraño interés por el tono en que me lo preguntaba. No acerté a comprender el motivo.

—¿Te fías de administrárselo?

«No lo sé», callé.

—¿Te fías? —gritó—. ¿Crees que un corazón anciano resistirá un nuevo remedio?

—¿Anciano?

—Sí, de eso se trata todo esto. Envejeciste su corazón, ahora has de rejuvenecerlo.

—No, Gunnarr, no lo entiendes. Eso que has dicho de rejuvenecerlo… A día de hoy eso es imposible, la ciencia no ha llegado tan lejos, y mucho menos yo. Pero no es eso lo que he intentado, en todo caso…

Entonces lo entendí todo, por fin. Tragué saliva y me quedé inmóvil en el sitio. Una ola más adelantada que el resto llegó hasta mis pies y me empapó los zapatos. Yo ni siquiera registré aquel detalle hasta minutos más tarde.

El corazón de Nagorno estaba ya envejecido y como tal se comportaba, pese a tener de nuevo la telomerasa activa en la cura que le envié con las células HeLa manipuladas.

Me acababa de dar cuenta de que el plan de limpiar el inhibidor de telomerasa con el virus que habíamos manipulado tampoco resultaría. Su corazón ya era el de un anciano de cien años, podíamos limpiarlo, pero no podíamos rejuvenecer aquellas células. No había remedio.

Mi hijo advirtió mi silencio, husmeó mis temores, captó mis dudas.

—No sabes hacerlo, no sabes cómo curarlo, ¿verdad?

—No —reconocí.

—¿Hay algo que aún puedas hacer por él?

Hice pinza con los dedos en el puente de la nariz. Cerré los ojos, no contesté.

—¿¡Hay algo que aún puedas hacer por él!? —repitió gritando—. Porque de lo contrario, voy a ejecutarla. Mañana, a medianoche. Si no nos llega un milagro por tu parte, tu esposa estará muerta.

—Mi esposa —repetí, ausente. Qué bien sonaba aquella palabra y lo que significaba—. ¿Cómo está Adriana? Dime al menos cómo lo está llevando ella.

—No pienso aliviar ni un gramo el peso de tu preocupación. No voy a darte el alivio de hablar de ella.

Después colgó y solo quedó el silencio y el rumor del oleaje frente a mí.

«Entonces es cierto, entonces todo ha acabado para ella».

Me tambaleé, un poco aturdido, como recién despertado de una borrachera larga y desastrosa.

Me senté sobre el suelo de roca, abrazándome las rodillas, hecho un ovillo.

¿Cómo asumirlo, cómo asumir que Dana estaría muerta en veinticuatro horas? ¿Qué no llegaría a ver la próxima madrugada y mucho menos terminar aquel año, algo que a mí me resultaba tan sencillo?

No sé cuánto tiempo estuve sentado, ignorando una marea que subía y me estaba empapando los pantalones.

Me despejó la melodía de mi móvil, el violín de Fisherman’s blues de los Waterboys. Una letra que Dana solía susurrarme cada vez que alguien me llamaba y yo corría a contestar. You in my arms.

Miré la pantalla y me sorprendió leer un nombre que había atravesado siglos para llegar hasta mí.

—Ponme al día de las novedades —me dijo Marion—, ¿sabes algo de la salud de tu hermano?

—No ha resultado. Su corazón ahora tiene arritmias y probablemente se parará en breve. Matarán a mi mujer en veinticuatro horas.

Escuché un suspiro desde una calle ruidosa de París.

—Me lo temía. Temía que la cura fallase, así que he estado haciendo mis indagaciones. Sé dónde está tu esposa, Iago. La he encontrado, la he encontrado para ti.

—¿Cómo has dicho? —pregunté, sin comprender.

—Espérame en el aeropuerto, cojo un vuelo a Santander y de allí partimos. Podemos rescatarla.

Tardé un par de segundos en reaccionar.

—¿Estás segura de que sabes dónde está? —acerté a preguntar.

—Prácticamente segura, pero vamos muy mal de tiempo. Voy a sacar los billetes desde aquí, convendría que tu padre también viniera con nosotros. Si hemos de enfrentarnos a dos… longevos, mejor que nosotros seamos tres.

—Estoy de acuerdo, voy a hablar con él. ¿A qué hora llega el primer vuelo desde París?

Varias horas más tarde, mi padre y yo esperábamos impacientes a Marion en la cafetería del aeropuerto de Santander.

Mi padre no se anduvo con remilgos, sacó su tablet y le mostró a Marion la pantalla abierta en Google Earth.

—Dime exactamente dónde crees que está Adriana.

Marion buscó las coordenadas y nos devolvió el mapa de una zona que ella y yo conocíamos demasiado bien.

—Creo que está en la isla Belle. Es una pequeña isla en el archipiélago de las Islas Thousand, «las Mil Islas», a lo largo del río San Lorenzo, entre la provincia de Ontario, Canadá, y el norte del estado de Nueva York, en Estados Unidos. La isla está a la venta por un millón y medio de dólares, así que nadie vive allí oficialmente, y tiene una mansión suficientemente grande como para albergar a varias personas con mucha discreción. También está cerca de varias clínicas privadas, creo que tu hermano se ha curado en salud. Todo encaja con el acertijo que te dejó tu hijo: «No serán grandes, serán bellas, serán miles».

—Eso no resuelve lo de las masacres y las catedrales —le recordé.

—Eso ha sido lo más sencillo de encontrar, en realidad: la zona está llena de edificios religiosos históricos. La iglesia anglicana de St. Mark, construida en 1845 es solo una de ellas. Hay muchas y sería muy largo enumerarlas. También he encontrado su cupo de masacres, en la guerra de 1812 hubo una incursión por el río San Lorenzo que terminó en una sangrienta batalla, por lo visto ambos bandos se masacraron mutuamente, ingleses y milicianos canadienses contra el ejército americano. Hay más masacres reseñables, una que tuvo que ver con los indios nativos de la zona… qué te voy a contar que no sepas, ¿verdad, Iago?

—Son más de diez horas de vuelo hasta Nueva York —dije, preocupado—, vamos a consumir la mitad del plazo, si nos equivocamos con la localización, no tendremos tiempo de rectificar.

Mi padre me frenó con la mano, después de echar una ojeada intranquila al reloj.

—La teoría de Marion me parece factible. Después de mi búsqueda fallida en la costa gallega me había centrado en islas más exóticas, aunque solo he encontrado una cueva llamada Massacre en Nueva Zelanda. Reconozco que todo esto me encaja más. Pero no tenemos mucho tiempo. Marion, ¿puedes acercarte a comprobar el vuelo en la pantalla de la puerta de embarque? Iago y yo iremos a pagar la cuenta.

Marion asintió, no muy conforme, y mi padre me cogió del brazo y me metió en los lavabos de caballero.

—Iago, yo no voy. Acaban de llamarme del MAC, la dirección del Bibat nos acaba de poner una denuncia por lo penal por apropiación indebida de patrimonio histórico. Esto es grave, hijo, debo resolverlo ahora mismo, pueden cerrarnos el museo e investigarnos a ambos.

—¿Cómo que no vienes?

—En cuanto lo resuelva, tomaré el siguiente vuelo hacia Nueva York. He de personarme en los juzgados ahora mismo, es por el bien del museo.

—¡Al cuerno el museo, abriremos cien iguales mañana! Estamos hablando de la vida de Adriana, padre, ¿qué le ha pasado a tu escala de prioridades?

—Créeme, nunca las pierdo de vista.

—¡Pero me dejas solo ante Gunnarr y Nagorno! —le grité.

—No grites, hijo, y disimula como tú sabes. Las paredes tienen ojos. Y no vas solo, tienes a Marion. Llevabas razón, ella te ha ayudado, te pido disculpas por mi frío comportamiento, supongo que los milenios me han hecho desconfiado, y entiende que me sienta incómodo con ambos. Le tengo mucho aprecio a Adriana y vuestra situación, seamos sinceros, no me parecía correcta, dadas las circunstancias.

Miró al reloj, una vez más.

—Idos ya, yo debo hacer mis cosas. Ahora quiero que actives el Bluetooth de tu móvil —dijo, sacando el suyo del bolsillo—. Voy a enviarte un archivo de audio. Te he grabado un mensaje que dura varias horas, lo había preparado estos días, previendo una contingencia como esta. Escúchalo durante el trayecto, solo tú. Nadie más debe acceder a su contenido. Es lo único que yo puedo hacer para seguir protegiéndote.

Así que había llegado el momento de conocer los secretos.

Por fin.

—¿Protegiéndome, de qué, de quién?

—Tú solo escúchalo, lo comprenderás todo —me insistió.

—¿Cuánto tiempo llevas ocultándome una amenaza mayor, padre? Tengo derecho a saberlo.

—Diez mil trescientos once años, desde el mismo día que tu madre te alumbró en la cala de la Arnía. Desde ese día os puse a ambos en peligro de muerte. Pero no hay tiempo ahora para explicaciones, yo he de marcharme ahora mismo. Vamos.

Acercamos los móviles y recibí un archivo de audio cuyo nombre era LHDA.

—Lür —le dije—, sé que voy para librar una batalla. He sido consciente de ello desde que Marion y tú os conocisteis en el laboratorio de mi casa. Pero voy a ciegas, tú me guías, como tantas otras veces. Confío en tu pulso firme. Si no nos volvemos a ver, padre, has de saber que valió la pena estar a tu lado.

Juntamos nuestras frentes, rogué para que no fuera la última vez que lo hacíamos.

Era otro hombre cuando salí de aquellos lavabos. Más iluminado, más consciente del peligro al que me dirigía.

Marion se acercó a nosotros con los billetes en la mano en cuanto nos localizó. Mi padre se despidió de ella con un gesto escueto y lo vi marcharse ante su atónita mirada.

—¿Lür no viene? —me preguntó, con el ceño fruncido.

—Ha surgido un imprevisto en el museo, un tema bastante feo, Marion. Puede que tengamos problemas con la ley y no conviene que nos expongamos de esa manera —le dije, fingiendo que me importaba—. Él vendrá en cuanto lo resuelva. Vamos, no perdamos tiempo. Estamos solos en esto.