Frío
ADRIANA
Me despertó el sonido de unos nudillos golpeando la puerta de mi nuevo dormitorio. Salté de la cama y miré alrededor, desorientada. Me costó reconocer las paredes enteladas, tan diferentes de los muros de piedra que me habían rodeado durante las últimas semanas.
Al otro lado de la puerta alguien seguía insistiendo, así que me acerqué con precaución y le abrí.
Encontré a Nagorno sonriente, portando una bandeja y vestido de jinete, con botas altas y polainas, chaqueta entallada y chaleco.
—Mañana marcharás, querida Adriana —me dijo a modo de saludo, entrando en el dormitorio y colocando la bandeja sobre una pequeña mesa junto a dos sillas—. Permíteme invitarte a montar a caballo conmigo esta espléndida jornada.
Mientras hablaba, me servía solícito en mi vaso un zumo que no pedí y me revolvía el azúcar en un café que no estaba segura de querer probar.
—Nagorno, no puedes llegar ahora e imponerme… —traté de decirle.
—Oh, sí. Sí que puedo —me interrumpió, con la voz ronca, seductora—. Todavía eres mi invitada. Concédeme ese regalo antes de partir, Adriana. Siempre he querido cabalgar contigo.
—¿Y Gunnarr? —lo tanteé.
No le gustó mi pregunta, pero lo disimuló con su magnífica sonrisa.
—Gunnarr está encargándose de dejarlo todo listo para tu vuelta. No te preocupes, más tarde se unirá a nosotros.
Así que se sentía fuerte, así que confiaba en estar recuperado. De otro modo, no se habría atrevido a dejarme sola con él en la isla a lomos de un caballo.
Esperó pacientemente a que yo terminara el desayuno, interrumpido por mil llamadas a su iPhone de veinticuatro quilates que él respondía dando órdenes cortantes en siete idiomas diferentes.
—Negocios —se disculpó—. Los había desatendido últimamente. Cuanto antes me ponga al día, antes olvidaré esta pesadilla.
Poco después cabalgábamos ambos sobre los caballos dorados. Nagorno se había llevado consigo un bastón. Un bastón que ya no necesitaba, pero no me dio explicación alguna del uso que le iba a dar.
Ver a Nagorno sobre Altai era una experiencia única, jamás vi un jinete más experto ni un caballo tan unido a su amo. Ambos eran elegantes, estilizados, acróbatas.
Me llevó hasta uno de los acantilados y allí desmontamos. Una brisa comenzó a soplar y a jugar con mi melena. Él sonrió complacido, como si hubiera dado una orden, sin dejar de observarme. Tomó el bastón y lo lanzó al mar, como si fuera una lanza. No pude menos que admirar su agilidad. Todos sus movimientos eran como una danza, parte de una coreografía.
—Cada nueva etapa precisa de sus ritos de paso —pronunció, solemne—. Quería que fueras testigo del inicio de mi nueva vida. Vamos, siéntate a mi lado, querida Adriana. Esta será la última vez que hablemos.
Obedecí, sin plantearme siquiera si era una orden o una invitación.
Nos sentamos sobre la hierba, frente al acantilado, con los caballos a nuestras espaldas.
—¿Crees que te ha cambiado? —le pregunté, mirando las olas picadas del océano.
—¿Te refieres a esta experiencia? —dijo, arrancando una brizna de hierba.
—Me refiero a saberte mortal por una vez. Tú nunca te creíste longevo, siempre pensaste que eras inmune a la muerte. Ha tenido que ser duro —comenté, sin mirarlo.
—Soy un sibarita, lo sabes. Me gusta la vida y la belleza de este planeta. Y no me gustaría abandonarlo nunca. Sé que tu esposo vive atormentado por los acontecimientos del pasado y por las amenazas del futuro, pero yo no dejo de encontrar en cada época motivos por los que quedarme sin aliento cada mañana. Valoro. Aprecio. Me rodeo de lo mejor, me esfuerzo por mantenerme en la parte privilegiada de la vida. Aunque siempre añoro el poder compartirlo con alguien. No hablar a solas conmigo mismo durante décadas. Gunnarr es mi más preciada compañía. Él es más prosaico, no precisa de la exclusividad con la que yo tanto disfruto, pero también es un hedonista. Cada día un motivo. Un momento de placer, de disfrute, como estar sentados tú y yo, aquí y ahora. Así lo eduqué. No tiene sentido vivir tantos años como nosotros si el camino supone solo sufrimiento y dolor.
—Aunque a veces seas tú quien provoque ese sufrimiento y ese dolor… —Me abracé a mis rodillas, lo saqué del lado luminoso de la vida.
—Sabes que no quise implicarte en esto —se defendió, tensando la espalda.
—No mientas, llevabais meses jugando con nosotros.
—¿Por qué dices meses? Hemos tenido que improvisar, yo no quería irrumpir más en tu vida, pero Gunnarr se asustó mucho cuando presenció mi segundo infarto, él se empeñó. Ya te lo dije, yo decidí esperar a que tú murieras y no volver a molestarte en la vida. Es lo menos que podía hacer después del sufrimiento que te causé por…
«Por matar a mi madre. No lo digas, Nagorno. No lo digas».
—Nagorno —lo interrumpí, perdiendo la paciencia—, Gunnarr tomó la identidad de un arqueólogo experto en Edad Media meses antes de que lo contactáramos para hacerle una entrevista. Jugó al gato y al ratón con nosotros hasta que lo localizamos.
—¿Eso es cierto? —Me miró con una extraña expresión. Había algo nuevo en su rostro. Una sombra, un velo un poco siniestro.
—¿Qué te pasa, estás bien? —pregunté, un poco alarmada.
—Sí, estoy bien. No —se aclaró la voz y se llevó la mano al cuello, como si quisiera protegerlo—, no lo estoy. Noto un frío muy raro en la garganta.
—¿En la garganta, está seguro?
—Me noto muy cansado —susurró, tumbándose.
Su voz se había apagado, el anciano había vuelto.
Un infarto, esta vez de verdad. Había opciones: huir, salvarlo, avisar a Gunnarr…
Había opciones, y eso era más de lo que tenía el día anterior.
Se formó un remolino alrededor de nosotros, como un huracán a pequeña escala, como si el viento estuviera furioso con los acontecimientos.
Busqué en el bolsillo interior de su americana y encontré el iPhone de oro. Tenía una lista interminable de contactos pero encontré el número de Gunnarr y lo marqué.
Me contestó en otro idioma, desistí de intentar interpretarlo.
—Gunnarr, soy Adriana. Algo malo le está ocurriendo a Nagorno, se ha debilitado en segundos, creo que le está fallando el corazón de nuevo. Voy a cargarlo en el caballo y regresaremos al castillo. Llama a vuestros médicos, envía a la isla un helicóptero con ayuda porque no creo que sobreviva. —Miré de reojo a Nagorno, estaba ya inconsciente.
—Dile que aguante —dijo, antes de colgar—. Que no pienso dejarlo morir. Que no está solo, que estaré con él. Díselo aunque creas que no te oiga.
Subí su cuerpo inerte al lomo de Altai y monté. Cabalgué de nuevo hacia al castillo, pocos minutos después un helicóptero tomaba tierra frente a la explanada del edificio.
Se llevaron a Nagorno al interior y Gunnarr, con el semblante preocupado, me sujetó de una muñeca y me arrastró dentro del castillo.
—¿Qué crees que estás haciendo, Gunnarr? —pregunté, alarmada, cuando me llevó escaleras abajo.
—He de ir con él, pero no puedes venir con nosotros. No espero que lo entiendas, ni siquiera espero que me lo perdones algún día. Pero yo sí que lo siento. Lo siento, stedmor. Lo siento —murmuró, con una voz que me sonó más dura que nunca.
Me metió en la celda, cerró tras él y escuché cómo corría por el pasillo hasta que sus pasos dejaron de ser un rumor.
Me quedé a oscuras, acompañada tan solo con mi rabia y restos de comida de días anteriores para sobrevivir.
Mi cerebro ardía, y yo solo sentía frío.