Fin de plazo
IAGO
Recibí la llamada de Nagorno una noche más, y una noche más me encontró en mi laboratorio. Cada vez más cansado, cada vez más desesperado porque la cuenta atrás no dejaba de ganar terreno a mis horas de investigación y los resultados estaban muy lejos de ser optimistas.
Cuando Nagorno colgó, me quedé mirando el móvil como si pudiera darme alguna de las respuestas que me atormentaban.
—¿Era tu hermano? —preguntó Marion, sin levantar la vista del objetivo del microscopio.
—Así es.
—¿Qué te decía?
—Lo mismo de cada noche: «¿Está ya?».
—¿Qué le has contestado?
—Lo mismo de cada noche: «Pronto».
—¿Estás seguro de que la llamada es ilocalizable? Podría ayudarte con eso, deberías dejarme la tarjeta de tu móvil y yo puedo mover ciertos contactos que…
—Mi padre lo está intentando —la interrumpí, aún no me fiaba lo suficiente como para confiarle la tarjeta de mi móvil y todos sus secretos—, pero Nagorno suele llevarnos ventaja siempre en tecnología. Como mucho puede intentar cuadrar un área, pero sería demasiado amplia como para iniciar una búsqueda.
Sacudí la cabeza con un gesto de impotencia al mencionar a mi padre. Lür había perdido varios días rastreando todas las islas de Lugo y alrededores donde mi hermano y mi hijo pudiesen haber escondido a Adriana. Él nunca dejaba nada al azar cuando se trataba de localizar a personas. Tantas veces tuvo que buscarme a mí o a alguno de mis hermanos para mantener unida a La Vieja Familia que no me quedaban dudas de que Adriana no estaba en las costas gallegas. Así que fui a recibirlo una madrugada lluviosa. Él se encogió de hombros y se restregó unos ojos somnolientos cargados de ojeras.
—Vuelta a empezar —murmuró como si recitase un mantra—. Cuando no hay resultados, solo queda volver a empezar.
Aquella noche, de nuevo, Nagorno me llamó para contagiarme su impaciencia.
—¿Está ya?
—Estará pronto, voy por buen camino. Tú solo tienes que ocuparte de mantener ese corazón latiendo. ¿Cómo está Adriana?
—Soy yo quien hace las preguntas.
—Nagorno, ¿cómo está Adriana? Dame algún detalle, dame algo a lo que agarrarme.
—Nada de detalles, no intentes pasarte de listo.
—No lo hago, no lo intento. Me tienes en tus manos. Tan solo dime, ¿cómo está Adriana?
Guardó silencio por un momento. Algo en mi tono suplicante le convenció de que no era ninguna treta.
—Adriana está bien, hermano. No soy un psicópata aunque ambos estéis convencidos de ello. Ella es fuerte, aguantará, y Gunnarr es muy celoso con su bienestar, aunque le molestaría mucho saber que lo pienso.
Las perversas dinámicas familiares otra vez, y Dana en medio de ellas, sobreviviendo como podía.
Horas más tarde, la voz de Marion me sacó de las sombras, una vez más.
—¿Vienes a cenar? Vas a derrumbarte sobre la bancada de pruebas.
—No, yo me quedo. Ve tú. Bajaré a la cocina y me prepararé algo rápido.
—No has salido en días, Iago —me recordó, mientras se quitaba la bata de laboratorio y recuperaba del perchero una trenca militar.
—No necesito salir, el tiempo se agota y no vemos resultados —le repetí una vez más. Todos los días llegábamos a la misma conversación, a las mismas frases, como si fuéramos un matrimonio.
—Llegarán, los resultados llegarán.
—O no. Tal vez no debí aceptar meterme en una línea de trabajo tan compleja dado el plazo tan ajustado que mi hermano me ha marcado.
—Lo sé, pero como bien dijiste, no hay otra alternativa —dijo, cogió su pequeño bolso de mano y se perdió escaleras abajo.
—No, no la hay —le contesté al vacío.
«No la hay».
Me levanté y saqué unos de los ratones de sus jaulas, era imposible decidir en tan pocos días si la terapia viral estaba dando resultados. Me sentía inseguro y lleno de dudas en un campo que apenas dominaba. Si hubiese seguido la línea de las células HeLa, la que inicié junto con mi amigo danés, Flemming, todo me resultaría más familiar, más conocido, tendría reflejos para ir variando el timón.
Pero por desgracia, las células HeLa, unas células cancerígenas tremendamente agresivas que Flemming había usado en nuestra anterior investigación, no eran la respuesta que Nagorno necesitaba. Mataron a mi amigo cuando se las inyectó, se apropiaron de su cuerpo en pocos días y le crearon tal metástasis que la medicina no fue capaz de combatir.
Entonces me di cuenta de todo lo que había pasado por alto.
La verdad me dejó inmóvil, de pie en mitad del laboratorio, y el ratón se me escurrió entre las manos.
No me importó.
Que escapase, que se fuera, puede que no lo necesitara más.
Porque acababa de darme cuenta de que las células HeLa no matarían a mi hermano. Sus inhibidores de cáncer seguían intactos, si cultivaba células de Nagorno con células HeLa, que tenían la telomerasa activa, y se lo inyectaba, su corazón volvería de nuevo a tener los telómeros de un longevo, siempre largos, siempre regenerándose. Sus inhibidores de cáncer mantendrían a raya los tumores, su vida no correría peligro.
El mal que le inoculé sería revertido.
El equilibrio sería restaurado.
Después de eso, me devolvería a Dana y nos dejaría en paz.
Miré el reloj, mi primer impulso fue compartir mi descubrimiento con mi padre, pero Marion estaba a punto de volver.
No, no iba a contárselo a ella. Todavía tenía muchas preguntas por hacerle acerca de su pasado, demasiadas lagunas por llenar.
¿Estaba sola cuando nació? ¿Tuvo una familia al uso? ¿Estaba sola cuando descubrió su longevidad?
¿Cómo se las había arreglado para sobrevivir seis milenios?
¿No tuvo nunca un momento de desesperación, de tirar la toalla, una daga en el estómago dispuesta a hundirla en su propia carne?
¿Siempre había sido autosuficiente, siempre se había salvado ella misma? ¿Cuántos hijos, cuántos compañeros, cuántos muertos a sus espaldas? ¿Siempre fue rica, distinguida, jamás sufrió un cambio de fortuna, todos los gobiernos y sus líderes la favorecieron, de cuántas caídas de imperios escapó a tiempo?
El único motivo por el que no le había hecho todas esas preguntas era porque yo mismo temía sus respuestas, y mi único objetivo en aquellos momentos era salvar a Dana.
Lo demás, incluso las respuestas al enigma que Marion suponía, podía esperar.
Y contarle a Marion mi nueva línea de investigación supondría compartir con ella el secreto del gen longevo: que no era una mutación, que no era solo la telomerasa la respuesta, que éramos inmunes al cáncer y esa combinación nos hacía únicos.
Así que corrí escaleras abajo, al tercer piso, a recuperar los archivos de la investigación que Flemming Petersen me legó. Me enfrasqué en ellos hasta que escuché el timbre del portero y le abrí la puerta a Marion, después de esconder todo el material.
Marion me encontró de nuevo en el laboratorio, con el corazón agitado y un brillo de esperanza en los ojos que me esforcé en disimular.
—Te he encargado una docena de pinchos en el Cañadío, adiviné que te encontraría sin cenar aún —dijo, dejando sobre la bancada una bandeja de cartón reciclado que olía de maravilla.
Yo agradecí en silencio aquella manera tan suya de estar pendiente de mi falta de sueño y de mi apatía por la comida caliente.
Después se puso de nuevo la bata y se dirigió a las celdas.
—Por cierto —dijo extrañada, poniendo los brazos en jarra y girándose hacia mí—, ¿se te ha escapado un ratón?
—Me temo que sí. Tenías razón, estoy demasiado agotado y debería descansar. A estas horas ya no soy productivo. Voy a acostarme y tú también deberías dejarlo ya. Mañana continuaremos a primera hora, si te parece.
Ella asintió, no muy convencida al verme claudicar tan fácilmente, y se marchó en silencio.
Me asomé al ventanal para verla cómo se perdía en la bruma de la noche santanderina. Apagué las luces del laboratorio y bajé a la tercera planta, donde pasé la noche planificando la nueva línea de investigación con las células HeLa.
Tantas veces fui adicto al «más difícil todavía», a forzar los límites de mi resistencia y de mi cerebro, que aquel doble reto no suponía un obstáculo insalvable. Era un soldado entrenado. De día, continuaba con la investigación de los virus oncolíticos junto a Marion. De noche, liberaba de sus fundas los aparatos que Flemming me legó y que jamás tiré y comencé un proceso que ya conocía: conseguir células con la telomerasa activa para Nagorno.
Ya descansaría con Dana en mi regazo. En la casona que nos esperaba a ambos, a la que me negaba a volver.
Pero la realidad, por desgracia, era otra. Con los días, según íbamos percatándonos de nuestros pobres avances con la investigación de los virus oncolíticos, Marion se iba inquietando, preocupada por mí.
—No lo entiendo, quedan dos días y no tenemos nada definitivo, ¿por qué no estás más desesperado?
Sé que me miraba con cierta aprensión. Hacía días que no encontraba un minuto para afeitarme, mis armarios estaban ya vacíos porque no tenía tiempo de encargarme de hacer la colada y planchar, y comer algo, caliente o frío, había dejado de estar entre mis prioridades.
—Lo estoy, créeme. Lo estoy. —Mi aspecto era deplorable, pero las noches de insomnio estaban dando sus frutos rápidamente y me resultaba difícil disimular que aquello me mantenía esperanzado.
«Dos días para liberar a Dana».
Mi particular cuenta atrás.
—No te veo así. Iago, tal vez te estés creando falsas expectativas. Lo que vamos a entregarle a tu hermano tiene pocas posibilidades de curarlo.
—Pero tiene alguna, aunque sea mínima. Es mejor que nada, y eso te lo debo a ti —le argumentaba, una y otra vez. Pero ella no acababa de creerse del todo mi repentina confianza.
Por fin llegó el día del fin de plazo. Mi noche había sido larga, muy larga. Mi día, también. A los ojos de Marion, habíamos sintetizado un compuesto bastante esperanzador usando un virus, pero nos inquietaba que no habíamos tenido tiempo de probar sus efectos, ni siquiera en los ratones. De espaldas a ella, había llegado a tiempo para replicar el trabajo de Flemming y copiar en las células de Nagorno lo que él había hecho en las suyas.
Nagorno llamó antes de la hora convenida.
—¿Está ya? —preguntó, por enésima vez.
—Está, Nagorno, está. Dime adónde te la envío.
Nagorno tardó varios segundos en reaccionar, después recuperó su temple, o al menos lo fingió, y me envió un mensajero de una empresa de la que nunca había oído hablar para que recogiera la inyección en un par de horas.
—¿Entonces vas a enviárselo? —preguntó Marion, en cuanto colgué—. Vas a matarlo, y tu mujer morirá por tu culpa.
—Espero que no, ni lo uno ni lo otro.
Me miró de una forma extraña, como si la hubiera decepcionado en algo muy profundo. Se quitó la bata blanca, la dejó colgada en el perchero y se encaminó hacia la puerta del laboratorio.
—Yo vuelvo a París, Iago del Castillo. Prometí ayudarte en todo lo que pudiera y así ha sido. Pero me gustaría que tu esposa viviera, te lo dije. No quisiera que vinieras a mí solo para buscar consuelo. Con el tiempo he aprendido que solo existe el presente. Tú me hablas entre líneas del mañana, cuando Adriana muera, y sé lo inevitable de ese momento. Pero hoy te he encontrado. Hoy, Iago.
Nos mantuvimos la mirada durante más tiempo del necesario. Finalmente fui yo quien la aparté. No tenía sentido todo aquello.
—Marion, estoy haciendo todo lo posible para que Adriana viva, no voy a hablar de nada más ahora. Siempre voy a estar en deuda contigo por el favor que me has hecho, y puedes contar conmigo para lo que necesites en un futuro. Eso no ha cambiado.
Jamás rogaba, jamás suplicaba. Ambos éramos conscientes de lo que perdíamos.
—Ahora es cuando me marcho y tú no vienes a impedírmelo —dijo, con aquella media sonrisa de monarca. Y se dio la vuelta sin mirar atrás.
Metí las manos en los bolsillos, apreté los nudillos y dejé que desapareciese de nuevo de mi vida.