29

Primera masacre

Actual Tanzania, 20 000 a. C.

LÜR

La niña, una gwadi, llegó corriendo y tiró de su brazo.

—¡Lür, tienes que venir!, debes ver esto —le gritó.

Lür la reconoció por el cabello ensortijado. En la aldea todos los niños lo tenían más lacio, tal vez porque todos eran mestizos, hijos de un blanco como Lür y de sus esposas, todas de piel oscura.

Soltó el arco y corrió tras ella, olvidando a la presa que estaba a punto de disparar. La gwadi tenía los ojos muy abiertos, había visto antes aquella mirada de terror. Sabía que algo muy malo había ocurrido.

—Han sido los demonios —dijo la chiquilla, con la boca seca—, yo los vi correr, eran blancos como tú y gritaban tu nombre.

Lür se acercó a las chozas, incrédulo. El silencio era tan espeso que no reconocía el lugar, hasta aquella mañana había sido una ruidosa amalgama de chácharas de mujeres, correteos de niños, risas de sus hijos más crecidos, casi guerreros como él.

Todas estaban vacías. Salvo una, la gran choza circular de adobe y cañas. La choza sagrada donde tantas ceremonias Lür había oficiado. Se atrevió a entrar, pese al enjambre de moscas que zumbaban, atraídas por el calor que desprendían los cuerpos recién machacados.

Los habían apilado a todos: sus esposas, los adolescentes, los niños. Encima de la pirámide humana, los bebés, los últimos hijos de Lür. Alrededor de ellos, una hilera de conchas de cauri, un dispendio que solo ella se podía permitir para dejar clara su huella.

Porque desde el primer momento supo que había sido Adana. Los sonidos antiguos de sus palabras pronunciadas tiempo atrás le llegaron tan frescos como el agua de un río.

—Da igual dónde te escondas, da igual adónde huyas. Mis hijos te encontrarán para recordarte que nunca tendrás una familia si no es conmigo.