Cicatrices
ADRIANA
Cabalgué a oscuras durante un buen rato, alejándome del castillo. El sendero era estrecho pero la yegua avanzó con paso seguro hasta quedar al borde de un acantilado. Allí frenó en seco y no tuve más remedio que desmontar, porque se negó a avanzar más. Varios metros más abajo podía escuchar las olas batiéndose en una playa de guijarros que una escueta luz de luna iluminaba. Comencé a descender por una ladera escarpada, entre arbustos secos y hierbas altas, hasta llegar a una pequeña cala.
Cuando me adapté a la oscuridad comencé a investigar el terreno, y a mis espaldas vi la estrecha abertura de una cueva.
Corrí a adentrarme en ella, en pocas horas amanecería y tal vez me sirviera de refugio cuando mis captores vinieran a buscarme. Pero cuando me disponía a entrar, una enorme sombra se separó de las paredes de la cueva y me cortó el paso. Yo retrocedí, aterrada.
—Estoy muy orgulloso de hasta dónde has llegado, stedmor, cada vez entiendo mejor a mi padre. Pero es hora de volver a la celda.
Reconocí la voz de Gunnarr, pero por su tono comprendí que no estaba para bromas, aunque yo tampoco. Estaba agotada de un día y una noche tan largos, agotada de darle vueltas a todo en mi celda, agotada de ser un títere en manos ajenas y no tener poder para decidir algo tan simple como qué comería al día siguiente, qué ropa me pondría, por qué calles iría a pasear o a quién quería ver aquella noche.
—Solo me estabas probando, como cuando fingiste un infarto. Has dejado la puerta sin cerrar adrede, solo para comprobar si me escapaba.
Él sonrió, llevaba un trozo de soga en la mano.
—¡Deja de jugar conmigo! —le grité, nerviosa, sin dejar de mirar la cuerda.
—No juego, intento averiguar cómo eres. Digamos que me intrigan tus reacciones. Vamos a subir la colina y tú vas a montar en mi caballo, está oculto tras ese risco que ves. Tuvá no soporta mi peso y no me fio de que la montes tú y escapes al galope. La yegua nos seguirá. Y, por cierto, por aquí no ibas por buen camino. Esta cueva no tiene nada bueno que ofrecerte.
—Y sin embargo tú y tu tío soléis venir. De lo contrario, el Akhal Teke no me habría guiado hasta aquí de noche.
—Chica lista. Vamos, sube por ese atajo. Yo te sigo.
Pero me negué a obedecerlo una vez más. Salí corriendo en dirección contraria, agarrándome a las hierbas que iba encontrando para subir por la loma escarpada.
Gunnarr me alcanzó enseguida por la espalda. Me pasó su brazo por delante del pecho, inmovilizándome, y acercó su boca a mi oído.
—Adriana, nunca he hecho daño a una mujer, no me obligues a empezar hoy, porque no quiero hacerlo —me susurró.
Me había llamado Adriana, por primera vez. El «casi» célibe había bajado la guardia.
Aproveché y me zafé de él con un codazo. Después salté varios metros hacia abajo, de nuevo en la cala.
Gunnarr cayó sobre mí para frenarme. Durante un momento me quedé sin respiración, aplastada por su inmenso cuerpo.
—Perdona, stedmor —dijo, no sé si avergonzado. Se incorporó un poco, liberándome de su peso. Después me inmovilizó ayudándose de las rodillas y se sacó la soga del bolsillo trasero del pantalón.
—No me ates, por favor, tus nudos son muy prietos y tengo demasiadas rozaduras en las muñecas. Te lo prometo, Gunnarr. Te doy mi palabra, no intentaré escaparme, pero no me ates de nuevo.
—De acuerdo, pero nada de tonterías. Tú vas por delante, stedmor. —Hizo grillete con su enorme manaza alrededor de mi muñeca y emprendimos la marcha hasta su caballo.
Gunnarr montó primero y me alzó para colocarme sobre el lomo delante de él. Después buscamos a Tuvá, la yegua Akhal Teke, y dejamos que los caballos nos llevasen de vuelta al castillo. La noche estaba cerrada, era incapaz de identificar ningún rastro de civilización en el paisaje que estaba viendo, tan solo el enorme bloque de una montaña de basalto que se erguía frente a nosotros y que no se veía desde el otro lado del castillo.
—De todos modos, esa cueva donde te ibas a adentrar… no era un buen lugar. En serio. Hay otra cercana que no arrastra un pasado tan oscuro, Cathedral Cove. Oficiamos muchos servicios después del levantamiento de 1745, pero solo se puede acceder cuando la marea está baja. Por eso la yegua no te ha llevado allí, aunque yo la prefiero. Para mí el camino que hoy has recorrido está maldito.
—¿Qué ocurre con esta cueva? Me he adentrado en sitios peores, casi todas las cuevas prehistóricas donde he trabajado tienen peor entrada que esta, créeme.
—Puede ser, pero no creo que tengan una historia peor que contar. Se la conoce como la Cueva de la Masacre. Aquí murieron calcinados y asfixiados trescientos noventa y seis miembros del clan McDonald en 1577.
—¿Cómo sucedió?
—Estábamos inmersos en una guerra de clanes. McLeods contra McDonalds, McDonalds contra McLeods. Una muerte para vengar un agravio, una emboscada para responder a un insulto. Tío Nagorno y yo éramos juez y parte en aquella época. Siempre irascibles, siempre hostiles, siempre con la espada a punto de desenvainar. Era un modo de entender la vida y nosotros lo compartíamos. Al clan McLeod se le permitió morar en nuestra isla durante una de las treguas. Los libros de Historia dicen que se volvieron demasiado amorosos con las doncellas de nuestro clan. Bonito eufemismo. Comenzaron a asaltarlas en cualquier sendero, entraban en las granjas al anochecer y se las llevaban, ninguna estuvo a salvo. Si hubieses dado el paseo de esta noche durante aquella época, simplemente no habrías llegado hasta aquí intacta. Te habrían encontrado y se habrían divertido contigo.
Tragué saliva al escucharlo, pude ver que no exageraba.
—Los McDonalds los acorralamos y los echamos de la isla —continuó Gunnarr—. Ellos buscaron venganza e intentaron volver, pero estábamos preparados. Todos los habitantes de la isla, todos los miembros del clan. Nos escondimos en esa cueva, acechándolos mientras intentaban tomar la isla desde el mar, pero uno de los nuestros subió por la colina en un descuido y nos vieron. Taparon la entrada con paja y prendieron fuego. Las crónicas dicen que solo una familia se salvó, otros que solo una anciana dama. No ocurrió nada de eso, en realidad. Solo Nagorno y yo. La isla quedó deshabitada, todos perecieron. Después de aquello nos refugiamos en Irlanda y con el tiempo nos convertimos en jefes de los clanes del norte, Hugh O’Neill, conde de Tyrone y Red Hugh O’Donell, Señor de Tyrconnell.
—Y ahora estás hablando de Kinsale —intervine.
—Sí, pero eso te lo contaré otro día, stedmor. Otro día —susurró a mi espalda.
—A mi madre le habría parecido interesante lo del fuego —comenté, cambiando de tercio.
—¿A tu madre? ¿Y eso por qué?
—Porque era psicóloga y habría opinado que tu facilidad para acabar en situaciones donde esté implicado el fuego es un estupendo desencadenante emocional.
—Y una vez más, la visión de una efímera como tu madre nos da un punto de vista demasiado parcial. Pero ¿cómo iba a ser ella capaz de ver el cuadro completo de los cuatro longevos y sus elementos?
—No te comprendo, Gunnarr.
—Es una vieja teoría que manejo: creo que cada longevo está vinculado a uno de los cuatro elementos: Tierra, Agua, Viento, Fuego. Es inevitable, los elementos se nos presentan una y otra vez a lo largo de nuestra vida. Tierra en el caso de mi abuelo Lür, por su Nombre Verdadero y por el apego que le tiene a este planeta hasta el punto de que no ha llegado el día en que lo abandone. Mi padre, Urko, está vinculado al agua. Por su nombre también, significa «el que viene del agua». Pero además por su clan materno y por sus creencias de que nuestros ojos son de este color porque estamos vinculados al agua y debemos vivir siempre cerca de un lugar de costa, tal y como mi padre me aleccionó, o perderemos nuestra identidad y el color de nuestros ojos se extinguirá. Mi tío Nagorno, al viento. Siempre vive en lugares donde el viento es más fuerte que otros elementos. O tal vez ocurra al revés, allá donde él llega, el viento lo obedece y lo sigue, y se hace dueño de todo el paisaje que le rodea. No estoy muy seguro, he visto demasiados prodigios a su lado. En cuanto a mí, no sé por qué demonios siempre acabo enfrentándome al fuego. De momento lo he vencido.
—No me había fijado en eso de los nombres.
—Los sonidos de nuestros nombres son muy antiguos, provienen de las primeras palabras, las primeras raíces.
—Hasta ahora sabía que el morfema UR se repite en muchos lugares de Europa donde había agua —le dije—. Hay arroyos llamados Urti, el río Uringa en el Rif, y todos sus derivados, todas las fuentes de l’Or en España y en los Alpes. Iago me dio una clase magistral de toponimia prehistórica y preindoeuropea.
—Así es, una de las palabras más antiguas, aunque Lür lo es más. El sonido que lo acompaña, representado en el presente por la letra ele, acompañaba a las palabras para referirse a algo que contenía, el soporte, la tierra misma. Todos nuestros nombres originales intentan mantener ese morfema, adaptándose a las distintas lenguas de la cultura donde nacimos: Lur, Urko, Nagorno, Lyra, Gunnarr… Llevamos la marca de La Vieja Familia en nuestros nombres, y eso no es bueno, eso no es bueno… —dijo para sí—. Tío Nagorno me ha contado que mi padre te llama Dana. Es un morfema muy antiguo, yo no lo usaría. Debes tener cuidado con él —murmuró, como si el simple hecho de pronunciarlo en voz alta le hiriese.
—Volviendo al tema de los cuatro elementos, mi abuelo Lür, en cambio, piensa que cada longevo tenemos un tótem: el suyo es un mamut, por la longevidad. Mi padre, un león de las cavernas, por la inteligencia y la agilidad, Nagorno un ofidio, yo un oso albino. Es lo que tienen los Antiguos, sus creencias absurdas, sus supersticiones…
—¿Los Antiguos?
—Sí, los longevos con muchos milenios a sus espaldas.
—Hablas como si hubiera más que tu abuelo y tu padre.
—No, que yo sepa. Vamos, no quiero que nos sorprenda el alba. Mi tío Nagorno no debe enterarse de esto o no volverás a salir de la celda.
—¿De verdad te preocupa mi bienestar?
No respondió, Gunnarr no lo hacía si no tenía nada que añadir o si no le convenía darme una respuesta. Simplemente me ignoraba y no parecían incomodarle los silencios.
—Mi madre fue la psicóloga de Nagorno —le dije, solo por continuar hablando—, de hecho, intentó sin éxito tratar al psicópata de tu tío. Un caso perdido.
—No lo subestimes, sabes que comprendo el odio que sientes hacia él, te ha tocado ver su lado peor. El que asesina a tu madre, el que te secuestra, pero yo diría que pese a todo, ejerces en él un efecto que no he visto en ninguna mujer. Es más, cuando todo esto se resuelva satisfactoriamente, estoy seguro de que Nagorno no volverá a molestarte. Sé que ahora está atormentado por ese motivo, él quisiera haber resuelto este asunto de otra manera, sin implicarte.
—Eres muy optimista, ¿de verdad crees que Iago llegará a tiempo? Lo que le habéis pedido raya lo imposible, y tú tienes cerebro para darte cuenta de eso y más.
—Tienes que confiar más en mi padre. Todos tenemos que hacerlo. Yo lo hago. Sé que hará lo imposible por curar a tío Nagorno a tiempo. Entonces él dejará de molestarte, de hecho, creo que te has ganado un protector. Creo que durante las décadas que te queden de vida, Nagorno cuidará de ti en la sombra, en la distancia, como siempre hace por los que quiere. Y yo le permitiré a mi maldito orgullo perdonar de una vez a mi padre. Si te aprecia como mereces, me doy por satisfecho con el sufrimiento que estará padeciendo con tu secuestro. Confía en mi padre, stedmor. Él pondrá de nuevo orden en La Vieja Familia, que tanto lo necesita.
—Tu padre… —Suspiré—. Iago estaría alarmado si supiese cuáles son mis pensamientos, y yo también estoy preocupada por mis reacciones, en cierto modo.
—Explícate.
—¿Cómo hacerlo? Intentaré que lo entiendas sin que te rías de mí. Verás, Gunnarr: los días son muy largos en la celda, me obligo a no pensar en Iago, me enfermaría pensar en lo desesperado que debe de estar por mi secuestro y por la amenaza de Nagorno y la tuya también, para qué nos vamos a engañar… Y pese a ello, creo que mi cabeza me está jugando una mala pasada. Pensé que era más fuerte, que tendría más aguante, pero me encuentro teniendo pensamientos repetitivos, recordando una y otra vez las historias que me cuentas de los berserkir, deseando que llegues por las noches y me cuentes un poco más.
—Tienes miedo de estar dependiendo de mí para no volverte loca.
—Para ser claros, Gunnarr: tengo miedo de estar padeciendo un síndrome de Estocolmo contigo.
Gunnarr tiró de las riendas y su caballo frenó en seco.
—Eso implica una dependencia enfermiza hacia tu captor.
—Así es.
—No lo creo, acabas de intentar escaparte de mí.
—Tenía que intentarlo, ¿no crees? Pero mientras me dejaba guiar por la yegua de Nagorno, no dejaba de pensar: «Se acabó, puedo ser libre. Todo puede acabar pronto». Y me planteaba también las consecuencias: si Iago te perdonaría, si volvería a saber de ti, de tus historias, de qué pasó contigo, y sobre todo, si algún día me enteraré de lo que ocurrió en Kinsale y separó a un padre y a un hijo que tanto se quieren como vosotros dos.
Gunnarr guardó silencio, emprendió la marcha y yo no veía nada, solo notaba su cinturón y su pecho golpeando rítmicamente mi espalda mientras el caballo avanzaba al trote.
—Gunnarr, ¿estás ahí? —le pregunté—. ¿Te has dormido o algo así?
—He estado a punto —dijo, pero su tono había cambiado ya. Era frío, era distante, y eso era lo que yo buscaba. Una reacción, un cambio—. Me aburren mucho tus explicaciones, stedmor. Y créeme, si alguien tiene ganas de que este secuestro acabe, ese soy yo.
Llegamos a la cuadra en silencio, Gunnarr encendió una pequeña luz para dejar a los caballos en su sitio y miró con el ceño fruncido a un cielo que ya clareaba.
—Debemos entrar, mi tío despertará en cualquier momento.
Pero yo no quería dejar pasar la ocasión. Gunnarr parecía dispuesto aquella noche de confidencias a contármelo casi todo.
—Lo que has dicho antes del fuego… las marcas que tienes en el cuello son de un incendio, ¿verdad?
El me miró, sorprendido.
—Hacía tiempo que nadie se fijaba en ellas —murmuró, para sí—. Imagino que porque hace muchísimo tiempo que no tengo a nadie tan cerca como para que las vea.
Se quitó su camiseta oscura con una de esas frases que estaban en todas partes últimamente: Keep calm and carry swords.
«Mantén la calma y trae las espadas». Muy propia de Gunnarr.
—¿Qué ocurrió? —pregunté, mirando las cicatrices que se extendían por el pecho.
—Yo tenía un barco y una tripulación. En el siglo XIV me ganaba la vida llevando a peregrinos ingleses a través del Canal de la Mancha hasta dejarlos en la costa española, donde ellos continuaban en su ruta hacia el antiguo Camino de Santiago. Conocí a una mujer, líder de los suyos. Era poderosa, intuí que pérfida. En cierto momento me pidió un favor, un favor costoso, que incluía derramar mucha sangre. Yo se lo hice, pero me aseguré de dejarla atada a una promesa. Estas quemaduras me las hice al volver en barco de aquella misión, mi ropa prendió, el barco naufragó y perdí a todos mis hombres.
Me acerqué para verlo mejor en la penumbra.
—Entiendo que a unos ojos de mujer mis heridas les resulten repelentes.
—No, no es eso —dije, pasándole la mano por la piel cicatrizada del pecho. Estaba más bien horrorizada de que alguien hubiera sobrevivido a aquello—. Es solo que las quemaduras te cubren todo el pecho, debiste de pensar que tu corazón iba a arder aquel día.
—Tú lo has dicho, stedmor. Mi corazón estuvo a punto de carbonizarse aquel aciago día.
Me acompañó hasta la celda en silencio y no cerró con llave hasta que me vio tumbarme en la cama, pero estaba tan pensativo que ni siquiera se despidió.
Esperé a que apagase la luz y por fin pude sonreír en la oscuridad.
Mi intento de fuga había resultado fallido, pero Gunnarr me había dado datos suficientes acerca de mi ubicación: ya me había hecho una idea de dónde me retenían.
Solo necesitaba que Gunnarr siguiese creyendo en mi síndrome de Estocolmo. La próxima vez que quisiera probar mis reacciones no se iba a encontrar con un simulacro.