Medias verdades
IAGO
Un timbrazo que provenía del portero automático me obligó a despertarme de un salto. Corrí hacia la entrada, donde una voz de repartidor me informó de la llegada a mi nombre de un envío bastante voluminoso. Me vestí de un salto con los primeros vaqueros que encontré y una camiseta gris y bajé escaleras abajo para averiguar el origen de aquella injerencia.
En el portal encontré a varios operarios portando paquetes de distinto tamaño y a Marion comprobando el listado del pedido, con el mismo gesto resolutivo que le había conocido cuatro siglos atrás en el puerto de Southampton.
—¿Qué es todo esto, Marion?
—Una cepa de ratones de laboratorio con sus jaulas, sacos de pienso y agua —dijo señalando algunas cajas—. Una pizarra transparente para que tú y yo pongamos en común nuestras teorías y apuntemos las formulas. ¿Quieres que continúe, o nos dejas pasar y comenzamos cuanto antes?
Me alisé el pelo desordenado, todavía un poco somnoliento.
—No, está bien. Diles que lo dejen todo en la cuarta planta —concedí.
Una hora después ya habíamos desempaquetado las jaulas de los animales y les habíamos encontrado un lugar al fondo de mi laboratorio. Marion se había comprado una bata blanca y me tendió una nueva para mí. Colocamos la pizarra transparente frente al ventanal y tomamos dos rotuladores blancos.
De nuevo empezaba la partida: ¿hasta dónde callar?, ¿hasta dónde contar?
Marion fingía su calma habitual, pero yo era consciente de que llevaba tiempo esperando aquel momento.
Suspiré. Comenzaba la función.
—Te voy a ser sincero: no he encontrado la causa que nos hace longevos —mentí, estudiando su reacción—. Pero en cuanto leí vuestros trabajos sospeché que tenía que ver con nuestra capacidad de tener en el cuerpo la telomerasa activa o de generarla por nosotros mismos.
—Esas son también mis sospechas, aunque no soy capaz de llegar más lejos. Continúa.
—Lo cierto es que usé a mi hermano Nagorno con un doble propósito: le clavé esa inyección sin saber muy bien lo que pasaría, pero quería observar qué le ocurre a un cuerpo como el nuestro cuando le inhibimos la telomerasa. Y si tenía que usar un conejillo de indias, él se había ganado el derecho a serlo.
—Debes odiar mucho a tu hermano para utilizarlo de esa manera —dijo, sentándose en una banqueta frente a la pizarra.
—Algún día te contaré nuestra tierna historia —respondí, sin intención de entrar en detalles—. Ahora lo que hemos de intentar es revertir ese efecto.
Le omití todos los pormenores concernientes a mi descubrimiento de que los longevos teníamos en realidad dos mutaciones genéticas: la primera, la del gen que mantenía la telomerasa activa, la segunda, la del gen que inhibía cualquier tipo de cáncer.
—¿Y eso es todo lo que averiguaste después de exprimir nuestros estudios? —preguntó, cruzando los brazos.
—¿Te parece poco? De momento sé que la telomerasa es el motivo, de otro modo, no habría tenido ese efecto en su corazón ni lo habría envejecido cien años en un año.
—¿Y ya tienes pensado cómo empezar?
—En eso espero que me ayudes tú —le dije, tendiéndole un rotulador.
Marion se levantó y comenzó a escribir en la pizarra.
—Tenemos un órgano, que es el corazón de tu hermano, artificialmente envejecido. Digamos que tendríamos que limpiar de ese inhibidor de telomerasa todas las células de su corazón.
—Y volver a activarla, como si no hubiera ocurrido nada.
—Eso es.
—Lo único que se me ocurre es hacer pruebas con estos ratones inyectándoles virus modificados genéticamente. Verás, lo que hemos averiguado este año en la Corporación Kronon es que los virus oncolíticos inyectados en el cuerpo de un paciente con cáncer se replican dentro de las células tumorales y acaban con ellas. Tu hermano ahora no tiene telomerasa, así que podríamos trabajar en modificar uno de estos virus, no para que limpien células tumorales, sino para que eliminen el inhibidor de telomerasa que le inyectaste.
—¿Me estás proponiendo que tratemos a mi hermano con terapia viral? —le pregunté, frunciendo el ceño. No era una opción que me hubiese planteado nunca. Era arriesgada y un campo muy poco explorado.
—Suena un poco desesperado, lo sé —asintió—, y los efectos secundarios serían totalmente impredecibles, dado lo excepcional del caso.
—Así que me sugieres que consigamos un virus que se replique dentro de las células del corazón de Nagorno y provoque la muerte del inhibidor de telomerasa, para que todo funcione como lo hacía antes —pensé en voz alta.
Ella asintió, estábamos a punto de comenzar una investigación improbable y desastrosa, y ambos lo sabíamos, pero fingíamos muy bien no saberlo.
—De acuerdo, tenemos entonces el tiempo justo para trabajar con los ratones y hacer como mucho una o dos pruebas antes de enviarle a Nagorno su maldita cura —dije.
—No te precipites, Iago. Primero hay que extraerle células a tu hermano, cultivarlas durante unos diez días y luego hacerle una transfusión de sangre.
—Ya tengo sus muestras, se las pedí en cuanto me llamó para explicarme las condiciones del secuestro de mi esposa.
Marion asintió, pero en sus ojos vi un brillo triste, como si le dolieran mis últimas palabras. Aunque lo disimuló con aplomo y nos perdimos durante horas en complicados cálculos que solo interrumpimos para bajar al Paseo Pereda y tomar unas tapas al mediodía.
A última hora de la tarde, con la cabeza embotada de datos, la invité a bajar a la tercera planta y nos sentamos en el sofá de Lyra. Casi ni me di cuenta, pero al cabo de un rato Marion acabó tumbada, mirando el techo, como tantas veces hizo mi hija. Y hablamos durante horas de otros tiempos, y reímos con nostalgia como dos viejos. Estaba a punto de acariciar su mejilla, como hacía con Lyra, cuando fui consciente de lo que iba a hacer y me censuré.
—Me costó quitarte el luto en Nueva Inglaterra, me alegra que hayas desechado el negro de tu atuendo —dije, señalándole su bata blanca de científica.
Ella sonrió, aceptando el cumplido.
—No eras viuda, ¿verdad? No hubo nunca un señor Adams.
—No, jamás existió. Durante los últimos milenios, sobre todo en Europa, me resultó muy cómodo fingir que era viuda. Una mujer soltera, una virgen, siempre era una pieza codiciada que traía demasiadas complicaciones. Pero siendo viuda se me podía asumir cierto patrimonio, cierta experiencia, y sobre todo, bastante libertad para no tener que tomar una y otra vez esposo, y la obligación de la maternidad, con el riesgo que suponía cada parto.
—¿Qué hiciste después, cuando abandonaste nuestra granja en Duxbury?
—Deambulé por la zona, y acabé décadas después en Salem —se limitó a decir.
—¿Me estás diciendo qué…?
—No quisiera hablar de eso ahora.
La comprendía, ¿para qué recordar? Lyra también lo sufrió en 1610 y nunca la forcé a contarme cómo escapó del horror. Me sentía demasiado culpable por no haber cuidado de ella, perdido en el condado de Cork por culpa del alcohol.
—Parte de mi familia vivió los juicios que se derivaron de Zugarramurdi, en Navarra. Acusaciones de campesinas y criadas que provocaron un infame auto de fe en Logroño. Cuarenta vecinas fueron acusadas y doce murieron en la hoguera —dije.
—¿Puede Adriana comprenderlo, Iago? —me preguntó, incorporándose de repente—. El terror de ser acusada por tus vecinos, ¿tú no temiste ninguna caza de brujas? ¿Tú no viviste aterrado cuando la Inquisición te rondaba demasiado cerca?
—He vivido aterrado muchas veces, Marion.
—Y sabes que ella no es capaz de comprenderlo.
—Creo que sí puede comprenderlo, al menos intelectualmente. Procesarlo, empatizar conmigo. Pero obviamente no estuvo allí. —Miré hacia el ventanal, el sol bajaba por la bahía y las nubes oscurecían lo que quedaba de día.
Yo no tenía prisa por levantarme de aquel sofá, solo necesitaba dejar descansar un poco mi cerebro.
—Antes no podíamos permitirnos tener secuelas postraumáticas, ni había psicólogos a los que acudir, ni terapias para superar los horrores que vivimos —continuó Marion, parecía que le hablaba al vacío. Yo solo escuchaba lo que ya sabía—. Simplemente continuar, apretar los dientes, callar y comenzar a vivir de nuevo. Olvidar los rostros de las malas personas que nos atormentaron, esperar unas décadas, que la muerte y la vejez se ocupase de ellos para dejar de temerlos.
—Lo reconozco, yo también me he regocijado muchas veces con ese triunfo íntimo: todos nuestros enemigos van envejeciendo y muriendo, nosotros permanecemos jóvenes y vivos.
—¿No puedo llamarte Ely de nuevo? Me resulta muy extraño acostumbrarme a llamarte Iago.
—No, Marion, aquella etapa está cerrada.
«No dejes que vuelva el pasado», me obligué a repetirme.
—Hay algo que tengo que preguntarte y a lo que no dejo de dar vueltas desde el día que nos reencontramos en París: ¿por qué afirmas que somos longevos, pero no inmortales? ¿Acaso has visto morir a alguno de los tuyos? Tu hijo Gunnarr, al que diste por muerto, en realidad no lo estaba. En Plymouth viste que no nos afectaba el escorbuto. Ambos hemos pasado por epidemias y hambrunas, por mil accidentes, guerras, desastres naturales. Nos hemos expuesto a patógenos de otros continentes, a alimentos en mal estado, y aquí estamos, de una pieza. La perversión de este asunto es: ¿cómo saber si soy inmortal? Solo podré saber que no lo soy instantes antes de mi muerte, cuando comprenda lo inevitable del momento.
—No somos inmortales, Marion —la corté.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Tuve una hermana, Boudicca.
—¿Boudicca, la caudilla britana? ¿Era uno de los vuestros? —dijo, como si aquello tuviera un interés especial para ella que no fui capaz de intuir.
—Así era, y murió.
—¿Estás seguro? ¿La viste morir?
—Vimos su cadáver, me robó el veneno que yo guardaba para los suicidas, y encontramos su cuerpo comido por las alimañas del bosque.
—¿Estás seguro de que era su cuerpo, y no una puesta en escena?
—Marion, vi su cuerpo, lo que quedaba de él. Sus cabellos, sus trenzas largas…
—¿Y eso es todo? ¿Estás seguro de que era ella y no restos de otros cadáveres? ¿Podrías poner la mano en el fuego?
Entonces la cicatriz de la mano comenzó a quemarme de nuevo. Eran ellas, Boudicca y Lyra, de nuevo, advirtiéndome de un peligro. Algo muy poderoso amenazaba a toda La Vieja Familia, de otro modo no se estarían revolviendo en sus tumbas de aquel modo.
—Tuve una hija longeva, se llamaba Lyra. Era celta en su primera identidad. Murió el año pasado, en mis brazos, después de intentar recuperarla durante los veintidós minutos más largos de mi vida. Vi su cuerpo inerte. Estaba conectada a una torre de monitorización cardiaca. No hubo dudas, Marion. Mi hija murió, su corazón dejó de latir y sus restos reposan en un cementerio a pocos kilómetros de aquí.
—¿Estás seguro? ¿Has comprobado si hay algún cuerpo en esa tumba?
Me levanté, cansado ya de aquel interrogatorio que no hacía más que hurgar en lo más sangrante, en lo más doloroso, en lo más sagrado para mí.
—No, no lo he comprobado. ¿Por qué hacer tamaño disparate? La he visitado casi a diario. Créeme, esa lápida no se ha movido.
—¿Lo has comprobado, Iago del Castillo? —insistió.
Apreté la mandíbula. La cicatriz de Lyra me envió un latigazo de dolor que me recorrió el cuerpo y lo tensó. Marion me miró, asustada, sin comprender mi gesto.
—No es nada —la tranquilicé—. Me ha dado un calambre.
—Ya.
¿Cuántas medias verdades nos quedaban por decirnos? ¿Siempre iba a ser así entre nosotros, tanto si fingíamos mutuamente ser efímeros como si nos tratábamos como los longevos que éramos en realidad? ¿Nunca podríamos hablar sin filtros?
—Creo que es mejor que me vaya, Iago. No he querido hacerte daño con mis preguntas.
—No es nada —mentí de nuevo y dejé que se fuera.
Me dejó el apartamento con su leve perfume y el recuerdo de Lyra en la cabeza.
Entonces me miré la cicatriz de la mano una vez más. No estaba seguro de si era Lyra o era mi manera de somatizar su duelo y la sensación de peligro que tanto me estaba alterando desde que Gunnarr volvió.
Me permití pensar en mi hija una vez más, en los últimos años, en mis desesperados intentos por mantenerla viva en contra de su voluntad, como aquel invierno después de la muerte de Fénix, Syrio y Vega. Su familia, su constelación, como a ella le gustaba llamarlos.
Recordé sus paseos nocturnos por la playa de las Catedrales, en Ribadeo.
De repente lo vi todo claro: las catedrales.
¿Cómo no lo pensé antes? Me saqué el móvil del bolsillo del pantalón y llamé a mi padre, nervioso.
—No habíamos pensado en la playa de las Catedrales, en Lugo. Puede ser una de las pistas que Gunnarr me dejó.
Mi padre calló unos segundos.
—Reconozco que estaba buscando un poco más lejos. Ribadeo está a apenas…
—Tres horas en coche, a unos trescientos kilómetros —me adelanté.
¿Cuántas veces había hecho ese recorrido en las últimas décadas? Conocía bien la zona, había tenido una casa junto a la playa que más tarde vendí. Era incapaz de pasear por la playa de las Catedrales sin recordar la desolación de Lyra, para mí se convirtió en un lugar incómodo al que no volver.
—¿Estás en tu casa? —le pregunté. Él asintió—. Espérame, voy para allá.
Minutos más tarde aparcaba en la Cuesta de las Viudas y me dirigía corriendo a la casona recién recuperada de mi padre. Él me esperaba de pie junto a la chimenea. Había colocado un mapamundi enorme en una pared y lo había llenado de chinchetas de colores.
Le pedí con la mirada que me lo explicara.
—Las rojas son puntos probables porque reúnen varias de las condiciones: llegarás por aire o por mar, no serán grandes, hallarás masacres y catedrales, serán miles, serán bellas. Las verdes solo reúnen una o dos condiciones, pero no las desestimo por si Gunnarr se quería burlar un poco de tu paciencia.
—Comencemos con la pista de la playa de las Catedrales, ¿cuántas islas cercanas tenemos?
Mi padre se acercó al portátil y me lo mostró.
—En la provincia de Lugo tenemos apenas islotes, casi todos demasiado pequeños siquiera para albergar alguna construcción donde esconder a Adriana. Todos esos los he descartado. Pero tenemos la isla Pancha en Ribadeo. Hay un faro de 1857, aunque en mi opinión está demasiado cerca del pueblo, hay un puente que la une a tierra y los fines de semana se llena de excursionistas. Adriana podría estar retenida en el faro, pero no es un lugar muy adecuado para un secuestro.
—No, yo tampoco lo creo. Haciendo memoria recuerdo la isla de Area en Viveiro. Estuvo habitada hasta mediados del siglo XX, y décadas después solía ser un lugar de acampada. Tendríamos que acercarnos e inspeccionar sobre el terreno, no nos llevará mucho.
—Puedo ir solo, tú deberías centrarte en la investigación, los días están pasando demasiado rápido y Nagorno puede morir en cualquier momento.
Fruncí el ceño. Mi padre me ayudaría en cualquier empresa solo porque yo se lo pidiese, siempre había sido así. Jamás me negó nada, pero no se me escapaba que estábamos ayudando a Nagorno a sobrevivir, y eso para mi padre no dejaba de ser un alivio.
—Sigamos entonces —concedí—. ¿Qué más islas tenemos?
Me acerqué al mapamundi de la pared y clavé un par de chinchetas verdes en la isla Pancha y en la isla de Area.
—Aquí es donde empieza a ponerse interesante: las islas Farallóns. Son tres islotes, en realidad. Pero es un lugar donde han naufragado muchos barcos. Tan solo en el siglo pasado tenemos el vapor María del Carmen, hundido en 1931, el carguero Castillo de Moncada, en el 45, el pesquero Maryfran, en 1957… ¿Serán las masacres a las que se refería Gunnarr?
No las había visitado, pero las busqué en Google Earth y solo vi varios casquetes de roca, abruptos y tapizados de césped, pero ninguna construcción.
—Aquí no hay un lugar con techo donde esconder a Adriana. No creo que se encuentren allí.
Mi padre se acercó a la pared y colocó una chincheta roja.
—Por si acaso las visitaré. Nunca se sabe. Y ahora viene mi sospechosa número uno: la isla Coelleira, llamada así por los conejos que la recorrían antaño. Está un poco alejada de la playa de las Catedrales, a una hora en coche, pero su historia encaja muy bien con lo que estamos buscando. En primer lugar, porque es la isla más grande de todas cuantas he encontrado y tiene un faro, aunque es muy escarpada. Solo hay viento y brumas, poco más, pero en el siglo IX había un monasterio de monjes benedictinos que fue asaltado por los normandos.
—Así que ya tenemos la masacre.
—Y no solo eso: he encontrado un detalle muy interesante. En 1628 hay una denuncia del deán de Mondoñero, quejándose de que algunos pescadores vizcaínos usaban la isla como atalaya para pescar ballenas, actividad que casualmente se le da muy bien a Gunnarr. Y adivina, el año siguiente la isla es adquirida por una familia anónima cuyo nombre jamás ha trascendido en ningún documento.
—Por decirlo claramente, el modus operandi lleva la marca de La Vieja Familia —resumí, colocándome frente al mapamundi.
—Así es, pero las buenas noticias no acaban ahí. En el siglo XIX la isla fue desamortizada y pasó a pertenecer a la Armada Española. Fue entonces cuando instalaron un faro para la navegación.
—Desamortizada, dices —torcí el gesto, pensando en mi hermano—. Ambos sabemos que Nagorno supo burlar muy hábilmente todas las desamortizaciones a las que intentaron someter a sus bienes.
—Entonces tenemos otra chincheta roja —sonrió mi padre, clavándola en la pared—. Ya tengo por dónde empezar. Mañana a primera hora parto hacia Lugo. Inspeccionaré sobre el terreno todas las islas y sus faros.
—Tal vez… —se me ocurrió, de repente—. Tal vez Adriana no esté en la superficie. Tal vez Nagorno haya construido también algún túnel, como hizo en el MAC.
—Las rodearé con barca, entonces. Buscaré cuevas, lo que sea, hijo. Pero intentaré traértela de vuelta pronto.
—Si ves algo sospechoso, aléjate y llámame. Procura no ser visto. Gunnarr tiene ojos en la espalda.
—No me asusta Gunnarr, hijo. Yo también los tengo.