Los patriarcas
Actual Europa, 20 000 a. C.
LÜR
Lür estaba en su choza cuando los vio partir con arcos y lanzas. Se habían pintado el rostro con ceniza blanca, algunos eran niños que ni siquiera querían acudir al Solsticio. Eran de la rama de los Guerreros, y esa elección por parte de Adana no auguraba nada bueno.
—¿Vienes, Lür? —escuchó los susurros dulces de su compañera, que lo reclamaba bajo la manta de zorros albinos.
Lür cubrió la entrada de pieles y acudió en silencio a su llamada.
Adana lo esperaba desnuda y preparada ya para recibirlo. Dejó que le lamiera el cuello y los dedos de las manos, dejó que cabalgase a horcajadas sobre él. Se susurraron las Palabras Antiguas mientras el gozo les llegaba, pero Lür no se dejó llevar como otras veces. Hacía demasiado tiempo que yacer con Adana era como poseer un paisaje espléndido, una puesta de sol, un valle infinito tras una cordillera.
Inabarcable.
Inútil siquiera intentarlo.
Lür era consciente de que Adana ya no tenía ilusión por él. Después de tantos hijos pequeños como habían perdido, Adana había vuelto a tomar otros compañeros eventuales. En ocasiones dentro del campamento, compañeros traídos por sus hijas o sus biznietas. Otras veces, partía sin Lür por los senderos, siempre escoltada por varios miembros de la rama de los Vigilantes, los encargados de escoltarla siempre y velar por su seguridad.
El clan de los Hijos de Adán estaba organizado por ramas. Cada familia se especializaba en un oficio: Intérpretes, Pescadores, Tejedores, Exploradores, Constructores de cabañas, Curtidores de pieles, Talladores de lanzas, Talladores de figuras, Tatuadores, Cocineros, Cazadores, Pintores de roca, Parteras, Sanadores, Amas de leche, Comerciantes y Cronistas, entre otros.
Después de tantas generaciones, cada uno de los integrantes de los Hijos de Adán era tan experto en su cometido, que las figuras que los Talladores preparaban eran vendidas por los Comerciantes en cualquier campamento, en cualquier encuentro de clanes. Las Parteras eran siempre reclamadas porque resolvían los partos más difíciles, instruidas desde la niñez por Adana. Ella siempre pedía que volvieran con conchas de cauri a cambio de sus servicios. La choza blanca, custodiada día y noche por los Vigilantes, contenía millones de conchas con las que Adana enviaba a comerciar a sus hijos. Con paciencia y a lo largo de muchas generaciones, Adana había conseguido que la mayoría de los clanes aceptaran las conchas en los intercambios.
Pero Lür aquel día estaba preocupado.
—¿Por qué los has enviado a ellos, Adana?
—Sabes la respuesta, ninguno de los clanes quiso compartir a sus hijas y tenemos muchos más hombres jóvenes que mujeres. Si no le pongo remedio, en una generación los niños escasearán y lo pasaremos mal como clan para sobrevivir.
—¿Compartir a sus hijas? ¿Así lo llamas ahora? Di mejor que las pierden, que no las vuelven a ver.
—Las acogemos, las cuidamos, las hacemos parte de nuestro clan, ¿no es un regalo?
—Lo sería si dejaras marcharse a las que no se adapten, pero siempre nos ocurre lo mismo cuando nos establecemos durante demasiado tiempo en un valle. Los clanes acaban dándonos la espalda cuando les llegan las historias del destino de los hijos o las hijas que han querido huir de ti. Es normal que ninguno quiera ya mezclarse con los Hijos de Adán —dijo Lür, levantándose del lecho y colocándose los pantalones y la casaca blanca.
—Si es así, nos marcharemos también de esta tierra —contestó, distrayéndose con una pulsera de cuero que uno de sus hijos había tejido para ella.
—Tal vez sea el momento de marcharse, sí… —murmuró Lür, dándole la espalda.
—¿De qué estás hablando? —dijo Adana, levantándose desnuda y abrazándose a la espalda de Lür.
No tuvo que pensarlo siquiera, llevaba siglos sabiendo que el momento elegido sería tan malo como otro cualquiera.
—No me dejarás marchar, ¿verdad? —aun así pronunció aquellas palabras y por primera vez en mucho tiempo se sintió bien.
—Nadie se marcha de nuestro clan hasta que muere —contestó Adana, con tranquilidad—. Y no querrás que te exilie.
—Pero yo no puedo morir.
—Entonces no te puedes marchar.
—¿Y si hubiera tomado ya una decisión, y si no te estoy pidiendo permiso?
—No puedes marchar, mandaría a los Hijos de Adán a por ti y te traerían de vuelta conmigo.
—Y me obligarías a estar contigo.
—Somos los patriarcas de los Hijos de Adán.
—Tal vez no quiera serlo más.
—¿Qué otro destino tienes, vagar de nuevo solo por la Tierra?
«Empiezo a echarlo de menos. Pero sin ti, Adana. Sin ti».
—Estas cambiando, no eres la dulce Adana que conocí, la compañera sabia de Negu. O tal vez ahora te estás revelando, ¿eres así en realidad? ¿Sangrienta, cruel, despiadada?
Ella lo miraba sin verlo, los ojos traspasaban la mirada de Lür y no se detenían, enfocados más allá del patriarca. Él le pasó la mano por la mandíbula alargada por última vez, ¿qué tenía en la cabeza?
Nunca lo sabía, nunca contestaba cuando las palabras los llevaban a discutir. En realidad, nunca lo tuvo en cuenta, había sido un consorte más duradero que los otros, pero Adana siempre había decidido el curso de los Hijos de Adán, y Lür entendía que así fuera. Ninguno de ellos era su descendiente. Seguía siendo solo un invitado, alguien externo al clan. Su sangre no había llegado a cuajar nunca con la de ellos.
No quiso irse como un cobarde, sin despedirse. Habló con cada niño, con cada madre, con cada anciano. Todos guardaron silencio y lo miraron con pena, como si estuviesen frente a un cadáver que habían querido mucho. Alguna vez, hacía tiempo.
Adana pronunció su maldición y Lür se alejó de las cabañas blancas, sin mirar atrás ni una sola vez.