24

Akhal Teke

ADRIANA

Al día siguiente, para mi sorpresa, Gunnarr volvió con los primeros rayos del sol.

—Levanta, stedmor. Hoy hay paseo —gritó desde la puerta, con su voz atronadora—. He conseguido convencer a mi tío para que te saquemos del castillo y puedas disfrutar de este lugar. Entiéndelo como una compensación por el mal rato que te hice pasar anoche.

Me levanté de un salto, despejada y alerta. Por fin sabría adónde me habían llevado. Aunque mi alegría duró poco. Gunnarr entró en la celda y me puso en la cabeza el saco de esparto que tanto odiaba.

—Pero no hagas tonterías, stedmor. Es muy importante —me susurró mientras me sujetaba de un brazo y me guiaba, escaleras arriba—. Y no le hables a mi tío de nuestras correrías nocturnas.

Me concentré en contar los escalones. Quince pasos a la derecha y veintitrés a la izquierda después, Gunnarr detuvo su marcha y me retiró el saco.

—Toma asiento, por favor —me rogó Nagorno, señalándome una silla.

Iba vestido ya con un traje estrecho, un rojo elegante que le hacía resaltar en aquel fondo de madera. No había perdido el gusto por la ropa exclusiva y la apariencia cuidada. Imaginé el esfuerzo que le costaría aquellas mañanas el simple hecho de vestirse, afeitarse y arreglarse tan solo para deambular en un castillo habitado por su sobrino y una huésped obligada.

Obedecí y miré alrededor, estaba en una especie de salón de banquetes medieval. Una inmensa chimenea calentaba la estancia, a espaldas de Nagorno. Una larguísima mesa de madera maciza nos separaba, ya que él la presidía en un extremo y a mí me habían hecho sentar al otro extremo. De todos modos, lo que centró mi atención fue el delicioso olor de lo que Gunnarr traía en una bandeja.

Café, mermeladas, bollos, zumos.

—Estoy cocinando solo comida cardiosaludable —me dijo, mientras me servía un poco de leche en mi taza—. Mi tío debe reponerse.

Miré de reojo a Nagorno, y era cierto que tenía mejor aspecto que el último día que lo vi. En todo caso, dejé de prestarle atención en cuanto olí los cruasanes que Gunnarr ponía a mi alcance. Estaban recién horneados y al principio engullí un par de ellos sin demasiados remilgos, bajo la atenta mirada de Gunnarr, que me miraba como una madre orgullosa de que su criatura fuese buena comedora.

—Imaginé que estabas hambrienta —susurró.

A mi pesar, le dediqué una mirada de agradecimiento que Nagorno también registró y llenó la sala de un tenso silencio.

Después de que Gunnarr recogiera servilmente nuestros desayunos, me colocó de nuevo el saco y fui arrastrada hasta el exterior del edificio, escoltada por ambos en esta ocasión.

Cuando me permitieron ver de nuevo, el viento me azotaba el rostro y la humedad de un mar cercano se hacía notar cada vez que respiraba.

—Espero que al menos disfrutes de las vistas —dijo Nagorno a mis espaldas, con su voz ronca.

Frente a mí tenía una colina de césped salvaje, verde y retorcido. Más allá de la colina, un valle virgen se extendía hasta un impreciso horizonte que las brumas y la niebla se comían.

—¿Dónde estamos? —me atreví a preguntar.

—¿Dónde crees tú que estamos? —respondió Nagorno, colocándose a mi lado.

—En algún lugar de la costa del norte de Europa.

Ambos callaron, cruzaron las miradas y no se dignaron a responderme.

—Vamos —me ordenó Gunnarr—. Te he liberado de tus ataduras. Nada de carreras, nada de tonterías.

Había empezado a comprender su doble juego: frente a Nagorno, un carcelero sádico con su rehén; cuando estaba a solas conmigo, un hombre con muchas ganas de desahogarse y de hablar de su padre. La cuestión era: ¿era todo simulado, era Gunnarr un embaucador? ¿Sus intentos por ganarse mi confianza eran reales o solo parte del plan del secuestro?

Por mi parte, no tenía otra estrategia. Desde el primer momento en que Gunnarr se acercó a mi celda decidí fingir. Fingir que esperaba su compañía, que me hacía dependiente de sus charlas a medianoche, solo por ganarme un aliado. Un aliado del que posiblemente dependería mi supervivencia.

—¿Me has traído a tu tierra, a Dinamarca? —insistí mientras bajábamos las escaleras de piedra de la entrada.

No pensaba dejar escapar la posibilidad de saber adónde demonios me habían llevado.

—¿Eso crees? —se limitó a responder.

En realidad podía ser cualquier lugar costero del norte. Había pocos elementos para orientarse, salvo el fuerte viento y un clima propio de un mal día de invierno. Cualquier lugar de Noruega, Suecia, la costa norte de Francia, Irlanda, Inglaterra, Gales o Escocia. Cualquier isla como las Skye, las Hébridas, las islas del Canal de la Mancha… Había varios cientos de posibilidades. Intuí que sería algún lugar que los vikingos habían ocupado en el pasado, o tal vez los celtas, mil años antes, y el lugar fuese elección de Nagorno.

Escruté el horizonte, desalentada. No había rastro de civilización ni de construcciones, ningún cable eléctrico surcaba el paisaje, ningún faro, ni reconocí en el cielo estelas de rutas comerciales de aviones. Parecía ciertamente un lugar remoto alejado de todo.

—Vamos, Adriana. Quiero enseñarte algo que seguro que sabes apreciar —interrumpió Nagorno, adelantándose con su bastón e interponiéndose entre Gunnarr y yo.

Me guiaron hacia un cobertizo adyacente, y se me escapó una sonrisa cuando me di cuenta de que eran unas caballerizas. Escuché varios relinchos y me dejaron asomarme a su interior.

Solo había tres caballos, pero nunca había visto nada igual. El primer animal era simplemente gigante. No había otra manera de describirlo. Tenía una alzada de metro noventa, una persona de estatura media tendría que ayudarse de una banqueta o unas escaleras para montar sobre aquel inmenso caballo blanco.

Adiviné que era para Gunnarr, así que me giré directamente hacia él.

—¿Qué raza es? —le pregunté.

—Es un shire, la única raza que puedo montar. Durante mucho tiempo me llamaron «el Caminante». Los caballos que criábamos los nórdicos eran bastante pequeños, de patas cortas. Yo era un niño cuando tuve que dejar de montarlos porque arrastraba los pies, y mi tío Nagorno se desesperaba porque no podía enseñarme a lanzar flechas al galope, al modo escita. Descubrimos esta raza un par de siglos más tarde, ¿verdad, tío? Es la única que soporta mi peso sin agotarse.

Pero para cuando Gunnarr dejó de hablar yo había perdido interés por su gigante albino. Los otros dos caballos, una yegua y un macho, eran tan bellos que parecían sobrenaturales. Eran finos, elegantes… pero eran dorados. Lucían un pelaje corto y metalizado como el oro. Resultaban demasiado bellos para ser reales. Me acerqué con veneración al macho, lateralmente, para que me viese y no se alarmase de mi presencia. Se dejó acariciar el lomo dócilmente. Aquellos caballos eran únicos.

—Nagorno, ¿de dónde los has sacado?

—Crio esta raza desde hace dos milenios. Se llaman Akhal Teke, los originales se los compré a unos nómadas en una región que conoces como Turkmenistán. Hoy en día solo hay dos mil ejemplares vivos, todos descendientes de los que comencé a criar. Son buenos para las carreras, no hay jeque que no quiera uno, en Emiratos Árabes, en Dubai, en Arabia Saudí. De todos modos no los crío por dinero, aunque no me los comprasen seguiría encargándome de que algo tan bello no se extinga. Y esta pareja en concreto, Tuvá y Altai… estos son únicos. Todos los Akhal Teke tienen el pelaje metalizado y corto. He conseguido descendientes de capa negra, gris, blanca. Pero solo hay dos dorados en el mundo.

Me acerqué a la yegua, que no me rehuyó, y le acaricié el lomo con veneración. Por un momento me abstraje de mi crudo presente y me dejé llevar por la belleza que tenía frente a mí. ¿Cómo podía Nagorno ser capaz de lo peor y de lo mejor?

—Nagorno… si pudiese pedirte un favor. Tanto si este secuestro acaba bien como si sale mal, ¿podría, antes de irme, montar uno de los Akhal Teke? Para mí sería uno de los mejores momentos de mi vida.

Nagorno me miró de una manera extraña. No dejaba de observar cómo yo acariciaba a la hembra, sin quitarme un ojo de encima. Tal vez demasiado. Tampoco se me escapó el gesto de incomodidad de Gunnarr, como si aquel breve momento de conexión entre Nagorno y yo le estorbase.

Gunnarr carraspeó y rompió la magia del momento. Nos devolvió a la realidad y todos volvimos a nuestro papel. Una rehén, dos captores. Una efímera, dos longevos.

—Bien, ya veremos. Lo pensaré —contestó, con gesto serio, casi indiferente. Casi.

—Qué pena verlos aquí encerrados —insistí, estirando un poco más la situación—. Pobres animales.

—No somos unos sádicos, los sacamos a pasear —se defendió Gunnarr de mal humor, como si mi comentario le hubiera ofendido.

«Y eso era todo lo que necesitaba saber», pensé. «Gracias por la valiosa información, Gunnarr».

Tal vez, en algún momento, aquel dato me sería útil.

—Y ahora vámonos de aquí —ordenó—. Mi tío Nagorno necesita caminar.

A Nagorno no le hizo gracia el comentario de su sobrino. Lo miró con una expresión ceñuda y marchó delante de nosotros. Supuse que era la primera vez en su larga vida que precisaba de los cuidados de otra persona. Él, que había sido más inmune que el resto a las heridas del tiempo. Imaginé su íntima humillación por hacerme testigo de su decadencia, de una decrepitud tan poco propia de su carácter.

Partimos por un sendero estrecho, apenas marcado entre la hierba. Caminamos un buen rato hasta que pude ver, por fin, el mar. Un mar picado de invierno, un mar ruidoso que descargaba olas y bruma en una línea de costa escarpada de rocas y lejanos acantilados. Nos acercamos a una ensenada, oteé el horizonte en busca de algún trozo de tierra o de isla frente a nosotros, pero el mar se perdía sin interrupciones hasta donde mis ojos alcanzaban.

Cerré los ojos y me mordí el labio, descorazonada. No podría escaparme por mar, las corrientes en aquellas latitudes eran demasiado fuertes y el agua estaría helada. No había rastro de embarcaciones, ni de puertos. Aquel trozo de tierra y de agua parecía realmente deshabitado.

—Sé que asumes que tu esposo te está buscando —dijo Gunnarr a mi lado, interrumpiendo mis oscuros pensamientos—, pero nadie vendrá a rescatarte. La construcción donde te ocultamos no figura en ningún mapa, ni antiguo ni contemporáneo. Y sé lo que estás pensando, pero tampoco aparece en Google Earth.

—¿Y eso cómo es posible?

—Tengo buenos contactos en Silicon Valley —dijo encogiéndose de hombros, sin atisbo alguno de falsa modestia—. El castillo es invisible, solo aparece terreno baldío y césped. Nadie va a encontrarte aquí. Oficialmente este lugar no existe, y el castillo ni siquiera aparece en las crónicas de su tiempo.

«Pero tal vez Iago sepa de su existencia, ¿o también se lo ocultasteis a él?».

Pero preferí callar y centrarme en las sensaciones de aquel paseo, sentir el viento en las mejillas, llenar los pulmones de aire nuevo, pasear la mirada por un infinito de niebla y no tropezarme por una vez con la monótona vista de las piedras de la pared de mi celda.

Me dejaron cenar junto a ellos, unos pescados a la parrilla con una salsa de mostaza que Gunnarr nos preparó y que me supo a pueblo de pescadores, a matices de whiskey de cebada, a recetas que posiblemente ya no aparecerían en ningún libro de cocina actual.

Después Gunnarr me colocó el saco sobre la cabeza, volví a contar veintitrés pasos a la derecha, quince a la izquierda, bajamos los escalones y cerró con llave tras de mí, después de despedirse con un «ahora vuelvo».

Un par de horas más tarde escuché el ruido metálico de la cerradura y Gunnarr entró. Lo esperé sentada sobre la cama, con la espalda apoyada en la pared. Él imitó su postura y se sentó junto a mí.

—Disculpa mi tardanza, stedmor. Hoy mi tío está muy cansado. Quería asegurarme de que estaba bien, hasta que no le he dejado dormido no he querido bajar.

Aquella noche no dejó de preguntarme por Iago. Quería saberlo todo de nuestra historia, quería saberlo todo de nuestro último año. Nuestras rutinas, nuestros planes de ocio, nuestros restaurantes favoritos, los platos que Iago prefería, los lugares por donde paseábamos, los proyectos en el museo, los amigos que frecuentábamos. Quería saber si yo lo veía feliz, ¿era su padre, por fin, un hombre relajado?

Extrañas preguntas para alguien que buscaba venganza después de medio milenio y que me mantenía secuestrada en aquel páramo agreste.

De repente, Gunnarr dio un respingo y dejó una frase a medias. Me miró, alerta, y con un gesto me pidió silencio.

—¿Has oído eso? —preguntó, bajando la voz.

—No, ¿a qué te refieres?

—Sí, se ha escuchado un ruido, arriba. Espero que no sea mi tío —dijo, preocupado.

Y se escabulló de la cama para salir corriendo de la celda y cerrar la puerta a sus espaldas.

Me quedé esperando, pendiente de los ruidos que la noche traía, pero no conseguía identificar ningún sonido que no formara parte de los habituales.

¿Y si Nagorno estaba mal? ¿Y si se había caído? ¿Y si estaba bien pero había descubierto la ausencia de Gunnarr y su visita nocturna a mi celda?

Ninguna de las opciones era buena para mí. Incapaz de dormir, me quedé mirando la puerta fijamente, esperando que en algún momento Gunnarr volviera para explicarme lo sucedido.

Pero Gunnarr no volvió. Pasaron las horas, y Gunnarr no volvió.

Entonces reparé en un detalle que me dejó clavada en el sitio: Gunnarr había salido precipitadamente y no había cerrado con llave. No escuché el roce metálico de la cerradura cuando desapareció, como siempre que se iba.

Me acerqué sin hacer ruido y probé a girar el pomo interior de la puerta.

Estaba abierta.

Empujé con mucho cuidado y me asomé al exterior de mi celda. Solo había un pasillo, oscuro, sin luz. Ni antorchas medievales ni electricidad contemporánea. Pero yo lo había recorrido ya a oscuras, sabía dónde empezaban las escaleras, mis caderas y mis rodillas habían chocado varias veces con aquellos peldaños durante los primeros días, cuando Gunnarr me arrastraba por ellos sin demasiados miramientos. Tomé como referencia la pared y avancé en silencio, contando los pasos.

Cuando subí a lo que parecía el piso principal, la luz de los ventanales me permitió orientarme. Busqué la entrada hasta encontrar una gran puerta. El castillo continuaba silencioso, como si estuviese deshabitado. Recé para que Gunnarr se hubiese olvidado de mí y Nagorno durmiese con un sueño muy profundo. Recé para que no tuviera que volverlos a ver nunca más.

Tal y como me temí, la puerta estaba cerrada, así que fui comprobando todas las ventanas hasta que encontré una que se abría sin hacer ruido. Salté sin pensarlo dos veces, el suelo exterior estaba a apenas tres metros y aterricé lo mejor que pude.

Después corrí, corrí hacia las caballerizas y cuando llegué fui directamente a la cuadra de los Akhal Teke. Me acerqué a la yegua, la ensillé, le susurré palabras que solo ella entendió y monté en silencio.

Conocía bien a los caballos, sabía que se orientaban de noche si habían recorrido antes el camino. Pero dirigí sus pasos en dirección contraria al sendero por el que me habían llevado Gunnarr y Nagorno durante nuestro paseo matutino. Quería averiguar si había otros caminos que la yegua había recorrido antes y que me llevasen a algún lugar civilizado. Puede que a un ferry, a la casa de algún vecino lejano, o a algún lugar donde esconderme de mis captores.

La yegua orientó su caminata y marchó al trote, con la elegancia de un pura sangre. El animal sabía bien hacia dónde se dirigía.

Tal vez mi encierro estaba a punto de acabar.