23

La rueda de la vida

ADRIANA

El día siguiente transcurrió de modo idéntico al anterior. Los platos con comida caliente en el suelo de la celda al despertar. El silencio insoportable de un aislamiento forzoso. Y con la noche, la presencia de Gunnarr sobre el camastro retomando su relato.

«—Ya es suficiente, Skoll —le dije, sujetándole el brazo antes de que descargara el arma en las costillas de mi padre—. Me quieres a mí, iré con vosotros.

»—Si sales huyendo esta vez, no habrá duelo en esta granja. Habrá una masacre y no nos andaremos con remilgos.

»Miré a mi padre por última vez, tendido en el suelo, casi inconsciente debido a la borrachera.

»—Vámonos ya, maestro. No tengo nada que llevarme de estos granjeros.

»Me llevaron lejos, el rey Svear los reclamaba con urgencia en el sur, en tierras de Frisia. Pagaban a cada berserker un sueldo de tres libras de oro, una fortuna por entonces, pero Skoll necesitaba presentar a doce berserkir. Ni uno menos.

»Consiguieron unos caballos y partimos hacia la costa, donde un pequeño knörr, una barcaza de guerra, nos esperaba escondida tras un ribazo. Skoll organizó el trabajo y nos dio órdenes concretas a cada uno: cargar los víveres, repasar los tablones de la quilla. Había mucho por hacer, pero a mí me mantenía siempre vigilado.

»Era casi de noche cuando en la orilla del agua, junto al casco del barco, sin que ninguno supiésemos de dónde había salido, apareció una pequeña sombra que nos observaba con calma. Tragué saliva cuando reconocí a mi tío Magnus.

»—Estoy muy ofendido —nos dijo a todos con esa calma que nunca le abandonaba—. Os habéis llevado a mi sobrino, pero nadie me ha reclamado a mí para que me una a vuestra banda.

»—¿Quién es este enano? —preguntó uno de los berserker con su espada en la mano, adelantándose a nuestro desconcierto.

»—Creo que es comerciante, uno de los hermanos de Kolbrun —dijo alguien.

»—¿A qué has venido? —Se adelantó, Skoll, interponiéndose entre mi tío y yo.

»—Ya os lo he dicho, vengo a entrar en vuestra banda.

»—Ya somos doce, y no necesitamos una mascota —contestó Skoll, vagamente alerta por la presencia del intruso, pero sin tomarlo muy en serio todavía.

»Magnus se adentró en el grupo de los berserkir, sin prisas, mirando a todos de arriba abajo.

»—El del cráneo rapado es tu mejor hombre, ¿verdad? —le dijo a Skoll, señalando a Runolf—. Lo observé durante el amago de duelo, siempre lo colocas a tu derecha, tiene la orden expresa de cubrirte las espaldas en todo momento. Buena elección, parece rápido de reflejos.

»—Y tú parece que quieres morir esta misma noche —atajó Skoll—. Runolf, mata a este enano.

»—Sin armas —intervino mi tío—. Hagamos un duelo sin armas.

»—¿Sin armas?, ¿y cómo vas a defenderte, con tus manitas? —preguntó Runolf.

»—Infeliz… —susurró Magnus, con su voz ronca.

»Aquella vez fue la primera que vi una de sus acrobacias. Mi tío tomó impulso, cogió una vara fina y larga de madera de entre los aperos del barco, la partió en dos con la rodilla y se la clavó a ambos lados del cuello.

»Casi todos quedamos regados por los dos chorros de sangre que manaron del difunto Runolf.

»—Ahora ya hay una vacante —le dijo a Skoll—. O embarco con vosotros o te mato a ti también, y esta vez no será tan rápido.

»—No puedes contra nueve berserkir. Y no dudes ni por un momento que si me matas a mí, ellos te matarán.

»—Lo sé, pero eso ni a ti ni a mí nos importa demasiado. A ti porque estarás muerto, y a mí por motivos que no alcanzarías a comprender. Os dirigís al sur, conozco las rutas y los dialectos, conozco las estrategias de los frisios en la batalla. Os adiestraré, combatís demasiado desordenados, os convertiré en una fuerza de choque más estable y con menos bajas.

»—¿Has combatido antes? —preguntó Skoll, interesado.

»—He combatido, sí. Siéntate conmigo al fuego y te mostraré lo que puedo aportar a tus guerreros.

»Magnus se llevó a Skoll junto a la hoguera y charló con él largo rato hasta que lo apaciguó, aunque yo conocía el carácter receloso del berserker y sabía que aún no se había ganado su confianza. Pese a ello, aceptó que Magnus viajase con nosotros. Era una nueva adquisición demasiado valiosa como para dejarla marchar, y Magnus lo sabía.

»Después de la cena, mientras Skoll se perdió durante un momento para ocuparse del cadáver de Runolf, mi tío se me acercó entre las sombras.

»—Tu padre y tus tíos están reclutando un pequeño ejército para rescatarte, yo he venido de avanzadilla. Solo estoy ganando tiempo —me susurró al oído, mientras yo fingía que continuaba con mis quehaceres.

»—Ya es tarde —le dije, sin dejar de controlar a dos berserkir que cargaban unas maromas en el barco—, embarcamos esta noche. O aparecen ya, o no llegarán a tiempo.

»—Entonces habrá que improvisar. Eres un buen cabuyero, se te dan bien los nudos. Esta noche ata a los que duerman a los maderos del barco, de piernas y brazos. Que no puedan escapar ni saltar al agua.

»—No todos dormirán, habrá uno o dos de guardia en la popa.

»—Yo me encargo de ellos. Tú limítate a tumbarte con el resto y finge dormir. Cuando empiecen a roncar, átalos con nudos prietos y extiende la brea para calafatear a su alrededor, todo el barco debe arder como yesca. Colócate en la proa, yo aguardaré en la popa. Prenderemos el barco por los dos extremos a la vez, luego salta, nadaremos de vuelta a la orilla.

»—Moriremos agotados, no podremos hacer el viaje de vuelta a nado.

»—Vuelve a cenar, aliméntate bien, no hay más remedio. En tierra no puedo matar a nueve y tú nunca has matado a un guerrero, solo a granjeros desarmados, así que dudarás ante el primero y te matarán».

—Te ahorraré los detalles escabrosos, stedmor. Todo salió según lo planeado y amanecimos casi congelados después de pasar horas nadando hacia la orilla para dejar atrás la gran bola de juego en la que habíamos convertido el barco.

«—Ahora nos perseguirán por haber matado a la guardia personal de Svear. Ese reyezuelo tiene muchos aliados, aquí no estaremos a salvo, ni podemos volver a la granja sin poner en peligro a tu padre y a todos los que allí viven —me dijo mi tío Magnus, mientras secábamos la ropa en un fuego improvisado y yo me tendía para descansar.

»—¿Qué estás tratando de decirme?

»—Tenemos que irnos, hijo. En tierra de daneses somos unos proscritos.

»—¿Hablas de escondernos por un tiempo?

»—No, no me gusta vivir escondido. Tenemos que marcharnos lejos, en dirección contraria adónde los berserkir se dirigían. Iremos a Miklagard, la ciudad milenaria».

Mi tío se refería a Constantinopla, en aquella época era la ciudad comercial más importante del mundo conocido. Un hormiguero dorado perfecto donde pasar desapercibidos.

«—Cambiaremos de nombre y de apariencia, será mejor que empieces a despedirte de todo lo que has conocido.

»—Pero ¿y mi padre, no enfermará de preocupación?

»—Tenemos que avanzar, por el camino le enviaremos un mensajero a la granja. Nos acabaremos reencontrando, aunque ellos deberían fingir normalidad durante un tiempo, unos años quizás.

»—Pero mi padre será un anciano ya. No quiero arriesgarme a no verlo más, tengo mucho todavía que vivir a su lado.

»Mi tío se quedó observando el fuego, ambos estábamos sentados y el sol invernal apenas nos calentaba las espaldas. Me escrutó como valorando si el paso que iba a dar conmigo merecía la pena.

»—Llegados a este punto, voy a tener que revelarte quiénes somos —pronunció las palabras lentamente, estudiando mi reacción.

»—¿Quiénes somos? Yo ya sé quién soy. Soy Gunnarr, hijo de Kolbrun.

»—Hijo de Néstor… —recitó él.

»—¿Cómo que hijo de Néstor? Néstor es mi tío.

»—Néstor es nuestro padre, de Lyra, de Kolbrun y mío. Y eso lo convierte en tu abuelo.

»—¡Loco, eres un maldito loco! Tus palabras me confunden, ¿qué tratas de decirme, pues? —le grité, levantándome.

»—Lo que trato de decirte, querido Gunnarr, es que la rueda de la vida, de la vida de cada miembro de nuestra familia, no se detendrá. Para ninguno de nosotros. Nunca lo ha hecho. No envejecemos. Y de momento, no morimos. Y creemos que tú eres como nosotros. La preñez de tu madre fue tan larga como la de nuestras madres. Nacimos hace muchas edades, yo al este del Volga, tu padre y tu abuelo, en Jakobsland, la Tierra de Jacobo. Tu tía Lyra, al sur de Frisia.

»Estaba espantado, tomé un leño de la hoguera y lo interpuse entre ambos, sin saber muy bien qué hacer si me atacaba.

»—¿Sois engendros de Loki, es eso?

»—Gunnarr, Gunnarr… no se trata de cómo veis el mundo los daneses, no somos malignos. ¿Hacemos algún mal a nuestro alrededor? Somos una familia que se mantiene unida y que cuidamos los unos de los otros, como tú has hecho ahora con tu padre. Y baja eso, anda, que te vas a quemar —dijo, apartando el madero de su rostro.

»Dejé caer el leño a mis pies y acabé sentándome de nuevo junto a él.

»—Gunnarr, sé que estás buscando tu camino, por eso te fuiste con los berserkir, pero no es este. Tú eres mucho más que un guerrero que necesita un hongo para sentirse inmortal. Tú ya eres invulnerable al paso del tiempo. Te enseñaré a ser longevo, a cambiar tu apariencia antes de que sospechen de tu don, a imitar los acentos, a aprender las palabras importantes de las lenguas francas, a manipular a los hombres poderosos y a seducir a sus mujeres, a ser próspero y no malgastar ni perder tus riquezas. A que no dependas de guerras ni de las desgracias de la naturaleza, o de las epidemias. Te enseñaré a ser precavido, a ser el más astuto, a lidiar con tu padre, tu tía y tu abuelo. Eres mi sobrino, pero te aprecio como al hijo que no puedo tener. Te entrenaré con todas las armas hasta que las domines como un experto, como el mayor experto. Hasta que seas el mejor guerrero de cualquier bando, y no te preocupe para quién combatas, porque tendrás la certeza de que tú sí que vas a sobrevivir. Ven conmigo, Gunnarr, será duro, pero te enseñaré a ser el más grande de todos los longevos. Vamos, hijo, ¿qué me dices?».

—Y te fuiste con él.

—Así fue, partimos hacia Miklagard y después recorrimos las rutas comerciales del Este durante décadas, antes de reencontrarnos con mi padre, mi abuelo Lür y Lyra de nuevo y embarcarnos hacia Vinlandia. Como arqueóloga ya sabrás que un grupo de vikingos llegamos a América siglos antes que Cristóbal Colón, y allí intentamos mantener una colonia de los nuestros, en L’anse aux Meadows, con Leif Eriksson, el hijo de Erik el Rojo, pero esa es otra historia, tal vez otro día te la cuente. Volviendo a mis primeros años con tío Magnus, con él aprendí a ser un longevo, el longevo que hoy soy. Me hizo un experto en todo lo que implica ser un longevo en la sombra. Soy experto en el arte de hacer y conservar el dinero y propiedades. Soy experto en fingir mi muerte, puedo hacerlo creíble de mil maneras diferentes. Skoll, por ejemplo, me enseñó a usar ciertos polvos que creaban la apariencia de un corazón que no late. Soy experto en… experto en… —dijo, y de repente se retorció de dolor y se sujetó el brazo.

—¿Qué pasa? ¿Te duele algo? —pregunté, sin comprender su rictus de dolor.

—Soy experto en… —repitió, espantado, cayendo al suelo—. ¡Mi brazo!, ¡me duele, me duele mucho!

—¡Gunnarr, me estás asustando!, ¿estás bien?

Pero Gunnarr ya no me escuchaba, me miraba desde el suelo con ojos aterrados, pidiéndome ayuda a gritos en silencio.

Se retorció de dolor sujetándose el pecho y entonces lo comprendí: estaba siendo víctima de un infarto.

«¿Qué demonios es esto, una plaga de ataques al corazón que está acabando con los longevos? ¿Lo que le inyectó Iago a Nagorno es contagioso?».

O acaso Gunnarr estaba también intentando curar a Nagorno por su cuenta. Tal vez estaba experimentando con alguna cura y se la había inyectado, como en su día hizo Flemming.

Pero Gunnarr no estaba para responder a mis preguntas, su rostro enrojecido era una máscara de dolor y tensión, me lancé hacia él y comencé con las maniobras de reanimación cardiopulmonar. Le abrí la boca, puse mis labios en sus labios. Insuflé aire, esperando que sus inmensos pulmones se llenasen.

Por suerte empezó a toser y le dejé espacio para que pudiera respirar, aliviada.

—Basta, basta, ya es suficiente —dijo, incorporándose.

—¿Pero, y tu corazón? —pregunté, todavía acelerada.

—Mi corazón muy bien, gracias. Muy tranquilo.

—¿Estás bien? ¿No te duele nada?

—No, stedmor. No me duele nada, aunque a ti te va a doler ahora un poco el orgullo, ¿verdad?

—¿Has fingido un ataque? —le grité, ofendida—. Me lo había creído, pensé que el infarto era real.

—No escuchas nada, te estaba diciendo que soy un experto en fingir mi muerte y acto seguido me dispongo a demostrártelo, y tú te lo crees e intentas salvarme.

—Con eso no se juega, Gunnarr, ¿qué querías, que saliese corriendo y te dejase morir?

Me miró, ya no reía. Me miraba con una nueva curiosidad, como una especie rara de insecto.

—Muchos secuestrados es lo que habrían hecho, sí. Tienes instintos que van en contra de tu propia supervivencia, no serías una buena longeva.

—Lo sé, ni quiero serlo, créeme. Mira, me sobran tus jueguecitos, Gunnarr, en serio. Me has dado un susto de muerte y ahora no necesito que te rías de mí, ¿puedes limitarte a ser un carcelero al uso, cerrar la puerta de mi celda con llave y desaparecer de una vez?

Me giré y le di la espalda.

Maldito.

Me lo había creído de verdad.