Madre
Sungir, actual Rusia, 23 000 a. C.
LÜR
«¿Qué extraña criatura eres tú?», pensó Lür al verla.
Madre tenía una fisionomía singular. Era alta, sin duda, pero casi etérea. El rostro alargado, acaso demasiado. La piel cobriza, la nariz chata, los ojos oscuros algo rasgados, recordaban vagamente algunos clanes lejanos del este que Lür había conocido y que ya no había vuelto a ver desde el Cataclismo. El pelo espeso y negro, trenzado a ambos lados de la cabeza, terminaba más allá de la cintura. Madre llevaba una casaca cosida con conchas blancas y brillantes de cauri, jamás había visto tal cantidad junta, ¿cuántos años debieron pasar hasta que juntasen tantas de las preciadas conchas?
Lür se detuvo casi con reverencia en la entrada de la choza alargada. Tuvo que darle la razón a su amigo: Madre tenía un aura casi de divinidad. Tal vez era por su forma de parecer un poco ausente de todo lo que la rodeaba, como si no estuviera del todo con ellos, sino en presencia de los Viejos Padres.
Cuando acostumbró los ojos a la penumbra de la cabaña, Lür comprendió que Madre estaba inclinada sobre el cuerpo inmóvil de un bebé.
—Otro Hijo de Adán que nos deja para hacer el Tránsito. He de consolar a su madre, he de consolar a mi hija. Debo pensar en algo, no sé qué hacer para reconfortarla. —No era consciente de los dos hombres que habían entrado en la choza. Hablaba solo para ella, como si el mundo exterior le sobrase.
Su voz arrastraba los sonidos y Lür reconoció matices que ya creía olvidados. Una antigua emoción le recorrió la piel por dentro.
Negu le hizo un gesto con la mano para que se acercase, y cuando estuvo cerca de ella, pude ver cómo Madre miraba el rostro pálido del niño con tristeza infinita.
—Si pudiera hacer algo… —le susurró al bebé—. Yo ya no sé si puedo con esta carga.
—Sí que puedes, mi señora —le dijo Negu—. Yo te ayudaré a soportarla.
Ella asintió, sin mirarlo, dándole la razón sin creerle.
—Madre, te he traído a alguien que deberías conocer.
Pero ella lo ignoró, perdida en su mundo.
—Todos mis hijos están débiles. He de tomar una decisión, tal vez deba enviar a los Rastreadores en dirección al Sol Poniente. No sabemos si el Cataclismo acabó también con aquella tierra.
—Yo vengo de allí, Madre. Y no queda nada de vida —intervino Lür.
Madre giró el rostro al escuchar una voz nueva. Parecía despertar de un sueño ligero.
—¿Eres un superviviente del Poniente? —le preguntó, súbitamente interesada.
—Sí, supongo que sí.
Entonces dejó al niño sobre el cesto forrado de pieles y se acercó a Lür. Le tomó las palmas de las manos y las giró, para escrutar sus líneas. Entonces dio un respingo y se tapó la boca con sus manos de cobre.
—Tú no eres un hombre común —dejó escapar en un susurro que solo Lür y ella escucharon.
—Quisiera hablar contigo, a solas. No voy armado, no represento ningún peligro para alguien eterno como tú.
—Está bien, Negu. Déjanos solos.
Negu apretó la mandíbula, pero acabó obedeciendo. Madre continuó con su escrutinio durante un rato, sin dejar de observar a Lür.
—No acierto a comprender qué te hace especial, pero sé que lo eres. Sé que lo eres…
—Escuché de ti hace muchas edades —la interrumpió Lür—. Desde antes del Cataclismo. Madre, yo también nací hace mucho tiempo, yo también me mantengo joven y no puedo envejecer.
Madre hizo una mueca y le retiró el contacto de las manos, decepcionada.
—Ah, otro farsante.
—¿No me crees?
—Si supieras cuántos han venido antes que tú y han afirmado lo mismo…
—Salvo que en este caso es cierto, y sabes que solo hay una manera de averiguarlo.
Madre le dio la espalda y lo meditó por un momento, después pareció tomar una decisión.
—De acuerdo, quédate entre nosotros. El tiempo acabará pasando y veremos si no envejeces.
«No tengo un sitio mejor al que ir», pensó Lür. «Y no estoy muy seguro de poder soportar ni un día más la soledad, ahora que sé que no soy el único que sobrevivió».
Entonces Madre se le acercó y su dedo índice comenzó a recorrerlo desde la frente. Después bajó por el cuello, el pecho y el ombligo. Finalmente, su mano se cerró alrededor de la entrepierna de Lür.
—¿Has tenido hijos? —preguntó Madre.
Lür aguantó, incómodo, mientras una erección le crecía dentro del calor de la mano de Madre.
—Madre, no…
—Llámame Adana. Pocos han conocido mi Nombre Verdadero. Llámame Adana cuando no haya nadie cerca que pueda oírlo.
—¿Adana?
—Sí, fui la primogénita de Adán.
«¿Por qué este regalo? ¿Por qué tan pronto? ¿Por qué me muestras tanto, acaso me has creído de verdad?».
—¿Has tenido hijos? —insistió ella.
—Muchos más de los que puedo recordar.
—Tal vez algún día…, tal vez si lo que afirmas fuera cierto… —creyó entender Lür. Pero le sería imposible afirmar que aquello fue lo que dijo, porque Madre hablaba solo para ella.
—Serás mi buen amigo —le dijo ella finalmente—. Y como tales nos trataremos.
Él asintió, aunque sabía que sus miradas le decían otras cosas.
«Pero hay tiempo, Lür», se decía a sí mismo. «Hay tiempo para eso, ella no morirá como las otras. Ya habrá tiempo para eso».
Y Madre volvió a arrodillarse junto al cadáver del bebé y se olvidó de la presencia de Lür.
Llegaron tiempos felices. A partir de aquel día, Lür se unió a los Rastreadores que Negu, como intérprete, capitaneaba. Recorrían largas distancias en busca de clanes que hubieran sobrevivido, buscaban comida bajo la tierra, perseguían rastros de manadas pese a que casi siempre encontraban cadáveres famélicos. La tierra que los rodeaba seguía estando yerma y despoblada.
Los deshielos pasaron rápido, Lür y Negu se hicieron inseparables hasta considerarse hermanos. Negu era un excelente compañero durante las largas noches de travesía, escuchaba con atención todas las historias que Lür tenía guardadas en su memoria y todas sus preguntas eran sabias y cuerdas. Ambos cuidaban el uno del otro cuando las fuerzas fallaban, ambos guardaban un bolsillo de provisiones para el otro sin llegar a decírselo nunca. Un día, Negu le regaló una de las estatuillas que solía tallar a la luz de la lumbre, mientras Lür le hablaba de su montaña al otro lado de la Gran Cresta.
—Toma, hermano —le dijo, poniéndole el pequeño bisonte dentro de la palma de la mano—. Todos los Hijos de Adán hemos visto que tus palabras eran ciertas. Eres tan eterno como nuestra Madre, pero aún no has encontrado tu lugar en esta Tierra. Como esta bestia, que puede ser también un hombre sabio si tienes la inteligencia de saber ver ambas realidades. Tendrás que elegir muchas veces en tu vida, Lür. Instinto o sabiduría. No te desprendas nunca de esta talla, acuérdate de que una vez tuviste un hermano que te aceptó por lo que eres y no dejes de respirar hasta que todo ser que habite en el mundo sepa cómo eres y te acepte como tal.
En el clan de los Hijos de Adán, sus miembros trataban a Lür como a un hombre sabio al que recurrir ante la duda de un trozo de carne en mal estado, la mejor manera de amarrar los nudos para una trampa para liebres, o el uso de la brea caliente para enmangar una azuela. Lür acabó sentándose a la derecha de la pareja en las ceremonias y los nuevos Hijos de Adán que se iban incorporando lo consideraban parte de los tres patriarcas del clan.
El cielo de polvo rojo acabó despejándose con el tiempo, Lür y Negu descubrieron que hacia el sur la tierra comenzaba a reverdecer y los animales ya no eran espectros que deambulaban perdidos entre la niebla.
Después de convencer a Madre, iniciaron la Gran Marcha con todos los miembros del clan. Hijos, nietos, niños y ancianas, todos se pusieron en pie y siguieron los pasos de Madre, Negu y Lür.
Pero para entonces, Negu había perdido todo el pelo de su cabeza y parte de su vigor. Su barba larguísima hacía mucho que era blanca y sus andares encorvados necesitaban del brazo de Lür o de un largo bastón para coronar una simple loma.
Madre lo cuidaba con una serena paciencia. Cuando el último diente se le cayó, dejó de masticarle la carne ella misma para comenzar a hervirle caldos con huesos y hierbas y sujetarle el cuenco para que no se derramara entre sus manos temblorosas.
—Siempre ocurre igual —le dijo un día Madre a Lür, mientras Negu resoplaba rendido en la cabaña alargada—. Parezco una niña a su lado, y para mí el niño es él. He pasado tantas veces por esto… ¿Lo has vivido tú antes?
—No, nunca he tenido compañeras durante demasiado tiempo. Siempre me he ido antes de que hayan envejecido.
—Así pues, Lür, mi buen amigo, no hay una buena solución para los que somos como nosotros. Tú has ocultado a todos tu naturaleza, y por ello has renunciado a toda compañía. Yo me he dado a conocer tal y como soy, y he formado mi propio clan, pero el dolor que implica que todos se me mueran va a acabar conmigo.
—Madre, ¿vienes? —se escuchó al final del pasillo de la cabaña.
—Apenas puede con sus huesos y aún me reclama para que caliente su lecho —comentó Madre, con una sonrisa que a Lür le pareció la más triste de cuantas le había visto.
Lür la observó marchar en silencio, adentrarse en la tienda con la tranquilidad que solo tenían los que no temían el paso del tiempo.
Madre se volvió más callada que de costumbre, y Negu más locuaz, pese a que su voz era cada vez más aguda e irregular y era difícil seguir el hilo de sus historias. Lür lo solía cargar de un lado para otro del campamento, lo acostaba, lo aseaba, se encargaba de que superase un día más. Siempre un día más.
Negu vivió una larga vida, murió con una sonrisa, apretando con escasas fuerzas la mano de Madre a su derecha y la mano de Lür a la izquierda.
Todos los Hijos de Adán, incluso los que no eran sus hijos de sangre, lloraron la pérdida del patriarca.
Madre se cortó una de sus largas trenzas con una concha bien afilada y la enterró junto al cuerpo de Negu. Lür le talló la figura de un pequeño caballo barrigudo, una de sus comidas favoritas, y un disco de Padre Sol, ese que tanta luz y calor le había escamoteado a lo largo de toda una vida marcada por el Cataclismo.
El cadáver aún estaba caliente cuando Adana entró en la cabaña de Lür aquella noche.
Lür la esperaba, llevaba cuarenta ciclos esperando aquellas palabras que ella pronunció con los sonidos antiguos que solo ellos conocían:
—Ya estamos solos, amado amigo, ¿ha llegado por fin nuestro momento?