21

Cuídate de la furia

IAGO

Embarcamos en el avión de madrugada, mientras un París dormido y aún en calma nos daba su mansa despedida.

—¿Sigues escribiendo quinientas palabras al día? —le pregunté, al observar que sacaba de su bolso un pequeño cuaderno de notas y una Parker de esmalte dorado.

—Conoces mis rutinas —comentó sin mirarme, mientras comenzaba a garabatear sobre el papel en blanco y una sonrisa se le colaba en el rostro.

Sí, las conocía y las recordaba. Manon escribía todas las noches, cuando acostábamos a Peregrine. Retirábamos los cuencos de la mesa donde habíamos cenado y escribía junto a la luz titubeante de una vela cuya cera recogía una y otra vez hasta convertirla de nuevo en otra vela que alumbraba otras cien noches de escritura.

—Nada que ver con la primera tormenta al salir del puerto de Southampton, ¿verdad? —murmuró Marion, una vez acabó, inclinada sobre la ventanilla del avión que me devolvía a Cantabria—. Ahora todo es mucho más aséptico.

—No creas, estos días hace un tiempo bipolar en Santander. El cielo se ha vuelto esquizofrénico —comenté preocupado, mirando unas nubes oscuras que cambiaban cada pocos segundos.

Era una de esas mañanas en las que los paraguas y las capuchas no servían de nada, porque un viento agresivo dirigía la lluvia a su antojo, mojándolo todo y a todos con su furia.

—No necesitas excusarte, a no ser que seas algún dios de la climatología y hayas enviado esta galerna por algún motivo concreto —contestó Marion con su sonrisa torcida, adelantándose por el pasillo del avión recién aterrizado en el aeropuerto de Santander y abriéndose camino como si aquel infierno de agua no le molestase lo más mínimo.

Minutos más tarde aproveché que Marion esperaba sus maletas frente a la cinta transportadora para hacer una breve llamada a mi padre.

—Héctor, estate preparado —me limité a decirle—. Voy a presentarte a alguien, pero solo cuenta hasta dónde yo cuente. Quiero ver su reacción.

Mi padre asintió y volví hasta donde una Marion muy resuelta tiraba de su equipaje de Loewe con la tranquilidad de quien se ha pasado los milenios cargando con sus bártulos.

Media hora más tarde aparqué el todoterreno a pocas manzanas del Paseo Pereda y nos dirigimos hacia mi edificio, en el número 33. Los árboles que escoltaban el paseo se azotaban unos a otros con sus ramas, la lluvia había barrido las calles como un aspersor y pocos eran los valientes que osaban salir a la calle aquel día endemoniado. Pero Marion y yo apenas nos inmutamos. Caminábamos con calma frente a los portales decimonónicos, yo meditando los pasos a dar a continuación; ella, imagino, en su propio inexpugnable reino mental. La invité a subir con un gesto cuando giré la llave del portal.

—Marion, ahora vamos a subir a mi laboratorio, en la cuarta planta. Allí es donde vamos a investigar, pero hay alguien que te quiero presentar.

—¿Alguien? ¿Hay alguien más al tanto de la investigación? —preguntó, y se paró un par de escalones más arriba, frunciendo el ceño—. No me dijiste nada al respecto, y nadie más debería saber que estoy aquí. No sé si eres consciente de lo que me estoy jugando.

—No es lo que crees. Ahora lo entenderás —contesté, animándola a seguir con la barbilla.

En la cuarta planta mi padre esperaba de espaldas frente al ventanal, con un traje de alpaca ceñido y elegante que le restaba unos cuantos años. Se había dejado una de esas barbas que se habían puesto tan de moda últimamente. Parecía un hipster, y también un poco más joven. Las mujeres habían comenzado de nuevo a lanzarle miradas cuando tomábamos café en las terrazas de Puertochico.

Se giró en cuanto entramos y su silueta quedó recortada a contraluz.

—Él es mi padre, Lür —le dije a Marion, sin perder un detalle de sus gestos cuando pronunciaba esas palabras—. Obviamente, es tan longevo como nosotros.

—Lür… —repitió ella, casi con veneración.

La escuché tragar saliva y acercarse a él despacio, avanzando entre las bancadas del pasillo de mi laboratorio.

—Padre, ella es Marion Adamson. Aunque en 1620 se hacía llamar Manon Adams. Fue mi esposa en Nueva Inglaterra. Sé que te omití los detalles personales de la vida que llevé en el Nuevo Mundo. Sé que piensas que dediqué todo mi tiempo a la empresa que me propusiste, y así fue, pero hubo más. Marion y yo compartimos una década en la colonia de Plymouth, tuvimos un hijo al que llamamos Peregrine, y que murió en una de las muchas epidemias que tuvimos que soportar los primeros inviernos. Yo la di por muerta, y ella a mí, sin sospechar ninguno de los dos lo que realmente éramos.

Los ojos de mi padre se pusieron alerta y me preguntaron en silencio. Yo le rogué calma y se abstuvo de hacer preguntas.

—Marion trabaja actualmente para la Corporación Kronon. Al igual que nosotros, prefiere estar al tanto de los avances en el campo del antienvejecimiento. Hace un año, cuando contacté con su personal, ella me reconoció y ahora nos hemos reencontrado. Le he contado las circunstancias por las que Adriana ha sido secuestrada y va a ayudarme a encontrar el modo de revertir el inhibidor de telomerasa.

Mi padre esperó que acabase mi improvisado discurso y después le tendió la mano.

—Debo decir que no esperaba conocer hoy a alguien como tú, Marion —se limitó a decir mi padre con cierta indiferencia.

Yo lo fusilé con la mirada, sin comprender.

—¿Puedo preguntarle qué edad tiene? —susurró Marion, ajena a su fría reacción.

—Veintiocho mil años, y puedes tutearme, no soy tan viejo —dijo mi padre.

Ante mi desconcierto, Marion le hizo una leve reverencia.

—Es usted muy antiguo, Lür. Me siento bastante abrumada ante alguien de su edad.

—Es mejor que me tutees, de verdad —insistió mi padre, incómodo—, me estás haciendo sentir como una momia.

—Como quieras. Imagino que tienes muchas preguntas que hacerme.

—Así es. Has dicho Adamson, ¿verdad? —le tanteó mi padre—. ¿Qué otros nombres has tenido?

—Maia fue el primero, después vinieron Máire, Mairéad, May, Mae, Mirit, Miren, Muireann, Maeve, Mara, Maebh…

«¿Maebh? ¿Fuiste la reina guerrera de Connacht?», quise preguntarle, pero intuí que no era el momento para hacerlo.

—La vidente, la profeta, la elegida, la señora… —recitó mi padre—. Es un buen nombre para una longeva, pero preguntaba por los apellidos que sueles usar.

—McAdams, Adansen, Adansohn, Adanova, Benadam, Adánez, Adanes…

—Ya… —se limitó a contestar.

Yo no entendía muy bien aquella especie de interrogatorio al que la estaba sometiendo, no eran las maneras ni los modos de mi padre.

—Padre, Marion tiene otras aficiones, además de espiarme y espiar a empresas de biotecnología —intervine, guiñándole un ojo a Marion—. Ha sido cronista de viajes durante centurias. De hecho, durante nuestro reencuentro en París me contaba que ella escribió The Grand Tour, bajo el pseudónimo de Thomas Nugent en 1770. Seguro que lo recuerdas, padre. Su capítulo de «Pompeya en ruinas» puso de moda que miles de estudiantes ingleses fueran a visitar el yacimiento. Creo que fue la primera vez que escuché la palabra «turista». Así que imagino que te la debemos a ti.

Al contrario de lo que esperaba, mi padre se tensó aún más al escuchar aquella mención de Pompeya.

—Lür lleva un par de milenios obsesionado con esa ciudad —le expliqué a Marion—. Siempre volviendo a las excavaciones de las ruinas, una y otra vez desde que las desempolvaron en el siglo XVIII.

—Pompeya, una pena lo que allí aconteció, ¿verdad, Lür? —comentó Marion, acercándose al ventanal y escrutando el perfil de la bahía de Santander como si estuviera esperando ver emerger una columna de humo frente a nuestra costa.

—Lo peor de la naturaleza, y tal vez lo peor del alma humana. Si…, debió de ser apocalíptico —contestó mi padre, sosteniéndole la mirada cuando ella se giró.

Marion se subió el cuello de su impecable gabardina Burberrys y avanzó por el pasillo en dirección a la salida.

—Espero que no os moleste, pero necesito almorzar algo y soy una persona que disfruta mucho de su soledad. Iago, en un par de horas te llamo y comenzamos a trabajar, si te parece —su voz de nuevo era dulce, y su gesto cálido, pero detrás de aquella fachada había una dama con sus propias decisiones ya tomadas.

—Está lloviendo demasiado, Marion. Espera al menos a que amaine.

—No me molesta la lluvia, al contrario, la encuentro muy relajante y la lluvia en Santander es una sensación deliciosa para los sentidos. Caballeros —nos hizo una inclinación de cabeza—, los dejo con sus asuntos.

Marion abandonó el laboratorio mientras nuestros ojos la escoltaban.

En cuanto Marion y su elegancia atemporal se hubieron marchado, escaleras abajo, para dejarse tragar por la orgía de lluvia y viento que le esperaba en la calle, me encaré a mi padre.

—¿Qué demonios ha sido eso?

—¿A qué te refieres?

—¿Que a qué me refiero? ¿Qué acaba de ocurrir aquí?, porque no acabo de entender muy bien tu reacción. ¿No nos hemos pasado milenios buscando a nuestros iguales? ¿No hemos estado detrás de todas las búsquedas de inmortales, elixires, fuentes de la eterna juventud…? Y ahora te presento a alguien que sin ningún género de dudas tiene más de cuatrocientos años, ¿y tú recelas?

Mi padre se quedó frente a mí, me miró a los ojos y apoyó sus manos en mis brazos, como cuando era un chiquillo y quería asegurarse de que iba a escuchar su lección.

—Urko, solo te lo voy a preguntar una vez: ¿puedes jurarme, sin ningún género de dudas, que esa mujer es la misma que conociste en 1620, la misma? ¿No existe la mínima posibilidad de que sea una impostora, una farsante?

Medité la pregunta, me la estaba haciendo desde que me senté en el lujoso sofá del Procope.

—¿Cómo, padre? ¿Cómo sabría alguien lo que viví en la colonia de Plymouth? ¿Cómo encontrar a una doble que conociera todos nuestros detalles íntimos, el nombre de nuestro hijo que ni yo mismo recordaba, lo que ella y yo pasamos en aquella granja aislada? Apenas dejamos rastro, apenas conocimos a los cien padres peregrinos con los que viajamos en el Mayflower, ni siquiera te lo conté a ti. ¿Cómo formar a alguien para que conozca los antiguos dialectos, los detalles que siempre omiten los libros de historia? —me dije a mí mismo, pasándome la mano por los cabellos.

—¿Cómo demonios alguien puede tener en su móvil una melodía que no había escuchado desde hacía mil años? —grité—. ¿¡Cómo!?

Lür no perdió el temple, se llevó las manos a los bolsillos y me escrutó el rostro.

—¿Se lo contaste a Lyra, se lo confiaste alguna vez a Nagorno?

—No, no que yo recuerde. No lo sé, padre, son detalles nimios, tal vez durante alguna borrachera… No lo sé, no puedo estar cien por cien seguro, pero te diría que no con un noventa y ocho por cien de seguridad. Creo que jamás compartí aquella identidad con ninguno de vosotros.

—No lo sé, hijo. Siempre habría una manera, alguien que lleve tiempo siguiendo nuestra pista, un burlador profesional. Alguien que la haya puesto a ella para hacerte caer en alguna trampa.

—¿Pero te estás escuchando? Pareces un conspiranoico. Padre, siempre has sido el más sensato de los dos.

—Piensa, hijo. Te estás cegando por los acontecimientos. Comprendo que tienes una espada de Damocles sobre tu cabeza, pero todo lo que está ocurriendo no tiene nada de normal. En pocos días han vuelto a tu vida dos longevos, dos personas que creímos muertas, ¿y si hay algo en común? ¿Y si Marion no es longeva, y solo es un gancho para conseguir información de tu investigación del gen longevo?

—La he traído para observar su reacción, pero no pensé en que sería la tuya la que me descolocaría de esta manera. Te esperaba emocionado, padre. No estamos solos, hay más longevos por el mundo.

—O, insisto, ella es un fraude.

—¡No lo es! ¡No estoy hablando con una actriz! Lee en mis labios: estoy hablando de mi mujer.

—¿Tu mujer? Tu mujer es Adriana Alameda, ¿ya la has olvidado? ¿O acaso la has dado por muerta?

Lo cogí de las solapas de alpaca, más enfadado de lo que podía reconocer.

—¿Cómo te atreves, padre? ¿Cómo te atreves siquiera a dudar de mí?

Me mantuvo la mirada, pero había algo turbio en ella que me aturdía. No estábamos hablando de Dana, no estábamos hablando de Marion, estábamos hablando de algo más.

Lo solté, frustrado y le di la espalda. Apoyé la frente en el frío ventanal. Podía sentir las gotas de lluvia que resbalaban por el cristal al otro lado.

Al otro lado.

Padre y yo no estábamos en la misma habitación, algo muy oscuro y muy antiguo nos separaba.

—¿Qué demonios me estás ocultando, padre? —susurré, con la cabeza aún pegada a la cristalera—. ¿Has averiguado algo este último año? ¿Me mentiste y fuiste en realidad tras la pista de Nagorno? ¿Hay algún tipo de conspiración, algo más grande que no puedo intuir aún, algo de lo que solo he visto el primer acto?

—¿Quién es el conspiranoico ahora? —repitió, torciendo el gesto—. No hijo, nada de eso ha ocurrido, que yo sepa. Pero el reencuentro con tu antigua esposa es todo menos casual y todo menos tranquilizante, así que ándate con ojo, no te dejes llevar por la nostalgia y vigila tus espaldas. Y sé que no me has pedido consejo alguno, pero te lo voy a dar aunque ahora pienses que está fuera de lugar: cuídate de la furia de una mujer despechada. Puede ser la más destructiva de las armas.

«Tú no sabes lo que pasamos juntos, lo que Marion me curó».

—No estás siendo sincero, no lo estás siendo, y tiene que ver con Marion —insistí.

—¿Te fías de ella? ¿No te parece sospechoso que aparezca precisamente ahora? ¿No te escama que te haya espiado durante todo un año? ¿De verdad crees que ella es de fiar?

—Tiene un alma noble, eso te lo puedo asegurar. La conocí bien.

—La gente cambia, las circunstancias puede que sean otras, bien lo sabes.

—Ella es noble… —repetí, entre dientes, obcecado.

—No seas maniqueo, la gente no es buena o mala. La gente tiene objetivos, todo el mundo los tiene, y en base a si están alineados con los nuestros serán amigos o enemigos, eso es todo.

—No…, Lür. No es todo, hay algo más. Y como ese algo más pueda poner en peligro a Adriana, como me estés ocultando información que comprometa su vida o su seguridad…

—Tal vez deberías ser tú quien priorice la seguridad de Adriana en este asunto.

—Ni por un minuto pienses que no estoy valorando uno por uno el billón de posibilidades que se me plantean para explicar esto —estallé—. Ni por un minuto lo dudes.

—Pues avísame cuando termines tu análisis y comparte conmigo tus conclusiones. Y… Iago. No olvides lo esencial. Ni por un minuto pienses que no os estoy ayudando a Adriana y a ti. Si esto fuese una guerra y hubiera que tomar parte en algún bando, tú y yo estaremos en el mismo, ¿estamos?

—No, padre. Jamás pierdo de vista lo esencial.

—Me alegro entonces. Y ahora te dejo, voy a seguir buscando islas y luego tengo una reunión con la plantilla para explicarles mi vuelta, la repentina ausencia de Adriana y tu futura deserción como director del museo.