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La navaja de Toledo

Océano Atlántico, 1620 d. C.

IAGO

Fue entonces cuando me di cuenta de que llevaba una maroma atada alrededor de mi cuerpo y que desde la cubierta del barco, la sombra de una mujer y de un muchacho tiraron de ella hasta alzarme de nuevo a la superficie.

—Está bien, Degory —le dijo Manon Adams al chico, un joven puritano al que le entregó un par de monedas que rápidamente escondió en un bolsillo del jubón.

Yo me ovillé como pude, tiritando, abrazándome a mi ropa calada en busca de un poco de calor que me devolviera a la vida.

—He sido yo quien os ha lanzado al mar, Ely. Si habéis pensado beberos todo el alcohol que trajisteis en la barrica, ya podéis olvidaros. Tengo que explicar a William Bradford por qué he permitido que un solo hombre subiera a bordo con tanto alcohol y me creí vuestra explicación, pero si vos no cumplís con vuestra palabra, y he permitido que se embarque un simple borracho, la responsabilidad será mía. Nos quedan varios meses de penosa travesía, sin contar con las penurias que hallaremos en Virginia. Quiero que seáis consciente de que cada vez que bebáis y perdáis el sentido yo estaré allí para arrojaros al mar sin demasiados miramientos.

—¡No sabéis lo que estáis haciendo, voy a morir de un enfriamiento, maldita sea! Y no sois nadie para meteros en mis asuntos y en lo que yo quiera hacer con mi vida —le grité, lleno de rabia.

Ella no se inmutó y me tendió un coleto, unas medias y unos calzones negros.

—Tened, he robado un poco de ropa seca. Ponéosla ahora e iré a la caldera a secar vuestras prendas. Antes de que todos despierten deberéis poneros de nuevo la vuestra y devolver la que ahora os presto. Pero tened claro que si volvéis a beber, esta escena se repetirá. Y no lo hago por ayudaros a vos, creedme, sino para evitar conflictos mayores en el Mayflower.

Sea como fuere, la viuda Adams cumplió tenazmente su promesa. Fui arrojado al mar durante las noches que siguieron, incapaz, después de dieciocho años de vivir alcoholizado, de resistirme a las pocas horas de olvido que me proporcionaba la bebida.

Yo la maldije y la insulté cada vez que me izaba a cubierta, pero vi en sus ojos la firmeza de quien no pensaba deponer su actitud por muchas injurias que recibiera.

Nuestro duelo diario también trajo ventajas consigo. La viuda Adams y yo nos acostumbramos a conversar junto al fuego de la caldera cada noche, mientras todos dormían. Ella escribía sus crónicas junto a la luz de una vela y yo me secaba con trajes robados a los puritanos, buscando en el fuego un calor que comenzaba a vislumbrar en sus ojos.

Pero empecé a temer por mi vida. Pese a que siempre fui bastante resistente a las enfermedades, el chapuzón diario en las aguas cada vez más heladas del océano me estaba enfriando los pulmones y el estómago, y me sentía cada vez más débil.

Así que decidí dejar de beber, consciente de que Manon —como ya me había acostumbrado a llamarla—, no cedería y de que su voluntad era mucho más firme que la mía.

La primera noche me quedé jugando a los naipes con otros pasajeros, pero mis manos comenzaron a temblar y me concentré tanto en tratar de disimularlo que no fui capaz de seguir el rumbo de la partida. Frustrado, pagué las monedas que perdí y subí a cubierta.

Tras el mástil intuí una sombra que me acechaba, pero la ignoré y me dirigí a proa. Sabía que no lo lograría, que el espectro de Gunnarr también atravesaría los mares y lo encontraría en los bosques del Nuevo Mundo. No encontraría un lugar donde esconderme de mis pecados. Y notaba la garganta seca, añorando el sabor dulce de mi anestesia.

—Esta noche habéis tardado en subir —dijo una voz de mujer a mi espalda.

Me giré y la miré fijamente, deseando tener la fuerza de voluntad de esos ojos que siempre estaban pendientes de mis caídas.

—No habéis traído la botella —murmuró Manon para sí—. Parece que por fin está ocurriendo…

Y sus manos comenzaron a buscar entre mis ropas. Unas manos sabias cuyos roces no esperaba por parte de una viuda. Pese a mi sorpresa, le mantuve la mirada y me dejé hacer, deseando que su meticulosa inspección no acabara nunca.

—Ayudadme —le pedí, sin poder contenerme.

Manon apoyó su frente en la mía.

—No sé si podré solo —continué—. No quiero volver a Europa, y no quiero ser el hombre inútil que ahora soy, pero mi voluntad está muy menguada.

—Tiraré todas vuestras botellas —susurró.

—No servirá, robaré al resto de los pasajeros.

—¿Podéis aguantar durante el día sin beber a la vista de todos?

—Sí, el problema son las noches.

—Yo os haré compañía por las noches. No duermo mucho, aprovecho para escribir mis anotaciones y transcribir las crónicas que William Bradford me ha encargado. Os mantendré ocupado de día y de noche.

Y así hizo, apenas tuve descanso desde aquella noche. Manon me encargó una tarea tras otra, desde hacer reparaciones en la quilla después de una tormenta especialmente violenta que a punto estuvo de quebrar el casco en dos, a asistir al parto de la señora White el día que el viejo doctor, Samuel Fuller, se encontraba indispuesto. Llamaron a aquel niño Peregrine, y la mujer me hizo prometer que llamaría así al primer hijo que tuviera en el nuevo continente.

Manon me convirtió en imprescindible para la colonia y ya casi no pensaba en Gunnarr.

Pocos días después de desembarcar en la costa nevada en el Cabo Cod, muchos kilómetros más al norte de lo planeado, una expedición de dieciséis hombres partimos en una chalupa armados con mosquetes, coseletes y sables, comandados por el capitán Myles Standish. Durante las últimas semanas de travesía me había ganado el favor del gobernador Carver y le había hablado de mis planes de contactar con los nativos y establecer un comercio de pieles de castor. Había llegado el momento de cumplir con la tarea que mi padre me había impuesto de hacer viable su inversión.

Encontramos una llanura con varios montículos, yo intuía dónde nos estábamos adentrando, pero los ingleses no parecían darse cuenta. Algunos soltaron sus armas cuando vieron unos cestos de vivos colores y descubrieron que había mazorcas de maíz.

—Nos servirán para plantar semillas en la colonia —dijo uno de los hombres, tomando un cesto con intención de llevárselo.

—Os ruego que lo dejéis donde lo habéis encontrado —les pedí, adelantándome—. Los nativos no han abandonado estos cestos al azar. Son ofrendas, ofrendas para sus muertos. Estamos sobre sus tumbas. Eso es un cementerio.

Todos miraron con aprensión a sus pies. Standish se puso a escarbar y descubrió un esqueleto que por su atuendo parecía haber pertenecido a un gran jefe, pese a que su melena era rubia. Todos nos miramos con extrañeza, sin comprender.

Recordé el viaje que hizo Gunnarr seis siglos antes y la colonia que Leif Eriksson fundó más al norte, en Vinlandia. ¿Podría haber sido algún descendiente de aquellos nórdicos? ¿Habría dejado allí Gunnarr su simiente? ¿Podría pertenecer aquel cadáver a uno de mis biznietos? Cuántas veces me hice preguntas similares en todos los rincones del planeta.

Unos gritos furiosos me sacaron de mis cavilaciones, los nativos nos atacaron con flechas de punta de piedra y todos corrieron a refugiarse en la maleza de un bosque de enebros cercano.

Todos menos yo, que corrí tras los nativos y los atajé saltando entre los troncos de los árboles.

Quedé frente a un pequeño grupo, todos me apuntaron con sus arcos. Estaban alterados y muy ofendidos. Yo me quité toda mi ropa y me tiré desnudo con los brazos en cruz sobre la nieve, como había aprendido de mi padre cuando era un adolescente. Era el signo ancestral del hombre desarmado. Todas las tribus antiguas lo conocían y lo respetaban. Después me concentré en sus gritos, en las palabras que repetían, «hombre, padre, hombre muerto, gran hombre, líder».

Sachem —les dije.

«Quiero ver al gran sachem, llevadme con vuestro líder».

Uno de los indios, con la cabeza rapada a ambos lados y una cresta tupida, se acercó y comenzó a registrar mis ropas. Sacó de un bolsillo del jubón una de mis armas y dijo en español:

—Una navaja de Toledo.

—¡Por las barbas de Cristo!, ¿cómo demonios sabes mi idioma? —exclamé también en español, mientras me levantaba.

—¿Non Englishman? —me preguntó con cautela. Su inglés también parecía fluido.

—No, soy español. Aunque los ingleses no lo saben.

Ambos reímos, y él ordenó al resto de los guerreros que bajasen los arcos y me pidió con un gesto que me vistiera, aunque miré casi con avaricia las pieles calientes que llevaban sobre los hombros.

—Soy Squanto, el último del pueblo wampanoag. Hace unos años un inglés llamado Thomas Hunt me secuestró y me vendió en Málaga a unos monjes. Ellos me educaron en los ritos cristianos. Una vez que fingí que me habían convertido, me permitieron viajar a Inglaterra, donde me embarqué de nuevo para volver a Patuxet, mi poblado y encontrarlo vacío. Me he unido a los nauset, ellos me contaron que las epidemias de los últimos inviernos acabaron con todos los de mi pueblo.

—Squanto, mi Nombre Verdadero es Urko, aunque frente a los ingleses deberás llamarme Ely. Quiero ir con vosotros. Esta colonia ha llegado para quedarse, pero creo que todos podemos beneficiarnos y no ser enemigos. Coge mi sombrero —dije, lanzándoselo—. ¿Reconoces esas pieles?

Él lo atrapó al vuelo.

—Son de castor. Abundan mucho al norte, podemos cazarlos o comerciar con otros pueblos nativos. ¿Qué has traído de Inglaterra para cambiar?

Sonreí, Squanto hablaba mi idioma, en todos los sentidos.

—Espérame aquí mismo dentro de dos lunas. Trae guerreros de hombros anchos para cargar con la mercancía que traigo. Y háblale al gran sachem de mí.

—De acuerdo, Urko. Mandaré a un mensajero de pies rápidos al suroeste, al hogar de Massasoit. Estoy seguro de que te escuchará con atención.

—Sea —le dije, y apreté mi mano alrededor de su antebrazo, hermanándome con él.

—Sea —repitió Squanto, devolviéndome la navaja toledana.

Volví corriendo hacia la costa donde la chalupa estaba a punto de zarpar hacia el Cabo Cod de nuevo para reunirse con el Mayflower. Los hombres del capitán Standish me habían dado por muerto y se sorprendieron al verme, pero no les quise dar demasiadas explicaciones.

En cuanto subí a bordo, hablé con el gobernador Carver y con William Bradford. Ambos tenían bastante sentido común y les preocupaba la viabilidad económica de la empresa tanto como las almas de sus feligreses.

A la mañana siguiente hice los preparativos para partir de nuevo con el barril lleno de platos de metal y reunirme con Squanto.

—Os vais —me dijo Manon, acercándose a mí por la espalda y ayudándome a cargar el barril en la pequeña barca auxiliar que me habían prestado.

—Así es. Voy a viajar al sur a conocer al líder de los nativos y después intentaré establecer una red de comercio de pieles de castor al norte. Iré volviendo a la colonia cuando necesite mercancías para negociar y cuando tenga pieles suficientes para enviar a nuestros socios londinenses. Vos tenéis también mucho trabajo por delante. Construid cabañas que soporten este invierno —dije, mirando el cielo blanquecino—, creo que va a ser especialmente frío y crudo. Administrad como sabéis los víveres. No creo que haya disturbios por la comida entre los colonos, he visto que son gente piadosa. Yo volveré antes del deshielo, si me es posible. Intentaré traer semillas para que plantéis maíz y habas como los indios.

—No pretendáis consolarme como a una niña, esta tierra es pedregosa y está helada, costará arrancarle frutos —dijo, torciendo el gesto.

—Los indios lo hacen, toda esta tierra está arada y el maíz crece sin problemas.

—No hasta la primavera. ¿Cómo conseguiremos comida mientras tanto?

—¿Y no saben los ingleses cazar ciervos, gansos y conejos? —grité, perdiendo la paciencia.

—¿Vos no sois inglés, entonces?

Apreté los dientes, nunca me permitía un desliz semejante, pero aquella mujer, aquella mujer… Qué más daba.

—Los pasajeros están débiles —prosiguió Manon, cambiando de tema—, los puritanos solo conocen los oficios de las ciudades. Nos dejáis en un maldito cementerio.

—No, Manon. Sois fuerte, ayudaréis a la colonia de la manera que mejor sabéis, sois una mujer práctica y aquí os necesitan.

—¡No hablo de mí, maldita sea! Yo no temo por mi muerte, conozco mis fortalezas. Hablo de que sois uno de los pocos hombres útiles que tiene la colonia y la vais a abandonar.

—No la voy a abandonar, si hago esto es por la colonia. Si fuera por mí, me iría con los nativos y me olvidaría de todos.

—¿De todos? Maldito desagradecido.

Tenía razón, eso es lo que era. Un maldito desagradecido. Cambié de tercio y le hablé en un tono más tranquilo.

—Yo voy con los nativos, esta colonia necesita devolver la deuda que ha contraído y no bastará solo con cultivar maíz. Los comerciantes de Londres querrán ver cargamentos de pieles de castor, y para eso hay que ganarse la confianza de los nativos. No comerciarán con nosotros si les somos hostiles. Queríais que me mantuviera ocupado: pues bien, ya he encontrado ocupación y ni siquiera me acuerdo de las botellas que por cierto sé que tirasteis al mar sin mi permiso.

Manon se quedó mirando la costa helada, todo era brumoso y blanco a nuestro alrededor. Comenzaba a nevar de nuevo y se abrazó a su sempiterna capa de lana negra de puritana.

—Idos pues.

«Aguanta, Manon», pensé mientras saltaba al bote y me alejaba remando. «Mantente con vida este invierno y volveré a por ti».