19

Charles de Gaulle

IAGO

Marion sopesó mis palabras, algunos pequeños copos de nieve le caían sobre el cabello negro, pero pareció no darse cuenta.

—Por eso tenías tanta prisa… —murmuró, con semblante serio.

—Así es.

—Entonces, ¿esto es todo? ¿Nos reencontramos, y te vas?

—Marion, no sé cómo encajar esto ahora mismo en mi vida. Solo sé que la vida de mi esposa depende de mí y que tengo menos de tres semanas para dar con lo imposible. No soy capaz de ver más allá de eso, no quiero ver más allá de eso. Mañana vuelvo a Santander de madrugada. Tienes mi tarjeta con un móvil en el que localizarme, yo puedo contactar contigo a través de Pilkington.

—¿Esto es una despedida?

—Me temo que sí.

Marion levantó el rostro hacia el cielo oscuro y cerró los ojos, como encapsulando aquel momento.

Después se levantó y del bolso vintage de Cartier se sacó un pendrive.

—Aquí tienes la recopilación de todo lo investigado por la Corporación Kronon en lo referente al comportamiento de la telomerasa. Está encriptado, la clave de acceso es el nombre de nuestro hijo.

Y después abandonó la terraza y sus pasos de reina la llevaron con dignidad escaleras abajo.

Me metí el pendrive en el bolsillo y me precipité tras ella.

—¿Cómo se llamaba, Marion? ¿Cómo se llamaba nuestro hijo?

Marion me miró, sorprendida, y frenó en su carrera hacia la puerta del apartamento.

—¿No lo recuerdas? ¿Qué fuimos, una familia más entre las mil más que has tenido?

«No, Marion, los más queridos, los más amados, los más añorados».

—Recuerdo que nuestro hijo tardó un invierno más de lo habitual en empezar a hablar. Recuerdo que heredó mi puntería, recuerdo que odiaba el estofado con maíz que le preparabas y que cuando tú no te dabas cuenta le daba el cuenco al perro que teníamos. Lo recuerdo cavando zanjas a mi lado, hora tras hora, madrugada tras madrugada, para después plantar semillas que los grajos se intentaban llevar. Recuerdo mi empeño en hacer de él un buen granjero.

—¿Por eso eras tan duro con él?

«Tenía que dejarlo preparado para cuando os abandonara».

—Marion, no me prives de ese recuerdo, ¿cómo se llamaba?

—Te has privado tú solo. Como longevo deberías ya saberlo: elegimos qué recordar y elegimos qué olvidar. Y tú elegiste olvidar su nombre.

—Tal vez porque su recuerdo escocía demasiado.

—¿Fuiste feliz a mi lado, pese a lo dura que fue nuestra vida allí?

«Mucho, Marion, así lo recuerdo. Tú me curaste de las heridas que dejó Gunnarr».

Pero era inútil seguir habitando en el pasado.

—Si no vas a decirme la clave de acceso a las investigaciones deberías irte y yo debería descansar, mi vuelo sale por la mañana. Tengo las horas contadas para salvar a mi esposa. Buenas noches, Marion. Te deseo una larga vida.

Desperté al alba y tomé un taxi hacia el aeropuerto Charles de Gaulle. Me quedaban un par de horas para embarcar, así que me distraje en la zona de las boutiques en cuanto comenzaron a subir las persianas, comprando bombones de chocolate belga para mi padre en el local de Godiva. Volvía a casa con las manos vacías, sin ningún avance que me acercara a la investigación. Había perdido veintisiete horas y la cuenta atrás no se detenía.

Frustrado, deambulé por los locales hasta que las botellas de las licorerías se me antojaron demasiado tentadoras y hui en dirección contraria, metiéndome en la penumbra trendy de una boutique de Hugo Boss. Tomé un par de camisas azules para zafarme de la implacable persecución del joven y trajeado dependiente de marca y me escondí tras la gruesa cortina del último probador.

Me desnudé de cintura para arriba y estaba abotonándome una de las camisas cuando vi a Marion entrar en el probador, quedarse a mi espalda y cerrar la cortina. Nuestros ojos se encontraron en el espejo.

—Peregrine —se limitó a decir.

—Peregrine —repetí.

Era cierto, ¿cómo lo pude olvidar? Nuestro hijo se llamó Peregrine.

—¿A qué has venido, Marion? —dije, recuperando de nuevo mi camisa de científico.

—Voy a ayudarte.

—Ya lo has hecho dándome la clave de acceso a las investigaciones.

—Me refiero a ayudarte de verdad. A que no estés solo en esto, te ayudaré con ese inhibidor, y mientras tanto te ayudaré a localizar a tu esposa. Tengo contactos en todas las fronteras. Si han salido de España, alguien tiene que haber recibido una buena suma por fingir no ver nada.

El aire acondicionado de aquel cubículo rezumaba un olor masculino de canela para activar los deseos de compra de los clientes, pero no era en comprar camisas en lo que Marion y yo pensábamos en esos momentos.

Conocía lo que me estaba pidiendo con la mirada y desvié los ojos hacia la pared, mordiéndome el labio.

—Si tu esposa muere y después acabas volviendo a mí, siempre nos preguntaremos si estás conmigo porque no está ella. Necesito que viva, necesito que viva y que te plantees a cuál de las dos eliges.

—De acuerdo —cedí finalmente.

Fueran cuales fueran sus razones, necesitaba ayuda con la investigación, y puede que alguien familiarizado con la telomerasa a ese nivel fuera la única persona en el mundo capaz de ayudarme.

«Todo por Dana, lo que sea por ella», me repetí. «Arregla los platos rotos después».

—¿Y qué vas a hacer con tu trabajo en la Kronon? —le recordé—. ¿Lo has pensado?

—Lo he pensado, sí —dijo, suspirando—. Tenía dos meses para poner en marcha la sede europea, voy a tener que atrasar todas las reuniones y los trámites durante estos dieciocho días. No les hará gracia, imagino, pero lidiaré con ello.

—De acuerdo, Marion. Ven a Santander conmigo. Tenemos dieciocho días para hacer historia. Después, lo prometo, tomaré una decisión.