17

El distrito 7

IAGO

Deambulé durante un par de horas por el séptimo distrito de París hasta que llegué a la rue du Bac. Allí, en la Patisserie des rêves, horneaban deliciosos macarons de mil colores diferentes.

«A Dana le van a encantar», me dije a mí mismo, en un vano intento de convencerme de que mi vida continuaba con sus rutinas de hombre casado.

Mi esposa era muy golosa y el mejor regalo del mundo para ella eran las palmeras, lazos y polkas de hojaldre que conseguía de un buen amigo de la Cofradía del Hojaldre de Torrelavega. Se las llevaba los domingos por la mañana a la hora del desayuno y las comíamos antes de que la humedad de nuestra ciudad las ablandase.

Después me dirigí a un edificio al que no volvía desde hacía tiempo. Tuve que ordenar reconstruirlo después del bombardeo de los alemanes en la Segunda Guerra Mundial, pero el arquitecto consiguió devolverle su antigua identidad gracias a los planos originales que yo había guardado a buen recaudo durante la contienda. Una discreta empresa lo mantenía impoluto sin hacer muchas preguntas y siempre que el destino me hacía recalar en París me alojaba en un apartamento que podía llamar mi casa. Dana aún no lo conocía, como no conocía muchas de mis propiedades ni el alcance de mi cuenta corriente. No quería intimidarla demasiado. Dejé que pensase que Nagorno era el billonario de la familia, así estaba bien para todos. Con un ostentoso y poco discreto longevo era suficiente.

Me saqué de la americana la llave de mi espacioso apartamento y fui directamente al comedor. Después de la reunión con Pilkington y su jefa, había avisado de que me preparasen la cena para aquella noche. El servicio había dejado preparados los platos que les pedí y un bouquet floral de lo más provenzal, muy al gusto francés.

Soupe de poisson, sopa de puré de pescado, una coquille St-Jacques, una vieira gratinada en salsa de nata y una tarte tati.

Cené solo, como tantas veces en mi vida, frente a la claraboya ovalada que presidía el edificio, mirando a lo lejos las luces de aquella noche fría y serena de París.

Después me retiré las lentillas marrones, ¿para qué usarlas ya, si Manon me conocía con mi color de iris original?

El timbre sonó por fin, me refresqué la cara con agua embotellada de un exclusivo manantial suizo y me enfrenté con mi pasado en el recibidor del apartamento.

Me acerqué a la puerta y la abrí. Manon se había cambiado. Ya no llevaba el aburrido peinado de ejecutiva, su melena negra caía por los hombros, tal y como yo recordaba cuando se quitaba la cofia de puritana en la intimidad de nuestro hogar.

—Manon…

—Ely…

—¿Entonces no moriste en la epidemia de 1630?

—No, desde luego que no. Cavé una tumba, tallé mi propia cruz y la dejé vacía. Nuestro hijo enfermó la misma noche que tú te fuiste. Pensé que la epidemia te había alcanzado a ti también, que por eso no volviste con nosotros. Pero nuestro hijo murió en pocos días, y a mí me había llegado el momento de cambiar de nombre, de lugar… apuré mucho mi tiempo por estar con vosotros, amor mío.

Cerré los ojos al escuchar aquellas palabras, clavado en el umbral, con una mano en el pomo de la puerta.

—Fingiste tu muerte y dejaste que el cadáver de nuestro hijo se pudriese a la intemperie —fui capaz de decir.

—Así fue, ¿qué ocurrió contigo?

«Que os iba a abandonar, que volví a por vosotros cuando llegó la epidemia, que quemé nuestra granja al pensar que habías muerto, que…».

—Yo no me contagié, Manon. Pero sí que supe de vuestra muerte, y escapé de allí lo más rápido y lo más lejos que pude.

Nos quedamos en silencio, frente a frente, digiriendo las palabras.

—Entonces eres… —comenzamos a decir los dos, al unísono.

—Dilo tú —la apremié.

—No sé lo que soy, solo sé que no envejezco.

—Eres una longeva entonces, como yo…

—Una longeva… —Sonrió—. Nunca se me había ocurrido llamarme así. Sí, supongo que soy una longeva, como tú dices.

—¿Cuántos años tienes? —quise saber.

—¿Aún no has aprendido que nunca se le debe preguntar eso a una mujer? —contestó, con una media sonrisa, casi seductora.

—Vamos, Manon. Hemos compartido intimidad para eso y para mucho más.

—Entonces deberías ser un caballero e invitarme a pasar, ¿no crees?

—Tienes razón —dije, soltando el pomo de la puerta y dejándole espacio para entrar—. Ven, subamos al ático del edificio. Las vistas de París en invierno bien valen un Pétrus del 99.

—¿Has vuelto a beber?

—No, brindo con agua desde hace cuatro siglos.

Tomé la cubitera con los hielos y subimos a la última planta de mi edificio por la escalera oval de caracol. Ella no parecía intimidada por aquella opulencia. Se movía acostumbrada a la arquitectura de otros tiempos más magnánimos.

Nos sentamos en la terraza, le serví una copa fría, la alzamos por los viejos tiempos, como conocidos que se reencuentran.

Como amigos que se han querido mucho.

—¿Y ahora vas a contarme cuál es tu edad, o seguimos hablando del tiempo en Europa?

Se reclinó sobre su silla, paladeó mi vino, miró hacia los jardines del Campo de Marte.

—Tal vez fuera premonitorio, pero nací a la vez que la Historia, con la escritura. Mesopotamia, hace seis mil años.

—No tienes rasgos sumerios —le indiqué.

—Lo sé. ¿Y tú, Wistan Zeidan, cuál es tu edad y tu procedencia?

—Diez mil trescientos once años. Prehistoria, en el norte de España.

—Vaya… —murmuró, luego se rio—. Al venir hacía aquí en el taxi me preguntaba si no serías un chiquillo de solo cuatrocientos años. Pero no, eres Antiguo entonces…

—¿Antiguo? —repetí—, ¿es que has conocido a más como yo?

—No, no es eso —contestó, distraída—. Es solo que tengo un gran respeto a los ancianos —dijo, guiñándome un ojo.

«¿Por qué me estás mintiendo?».

—¿Cuál fue tu primer nombre? —quise saber.

—Maia, pero llámame Marion. ¿Y tú?

—Urko, pero llámame Iago.

—¿Iago?

—Es mi otra identidad, la de verdad.

—¿Tenemos identidades de verdad, «Iago»? ¿O somos simples disfraces con una fecha de caducidad?

—¿Así te sientes, Marion?

—A veces, sí. Demasiadas veces, tal vez. Así me siento, siempre cambiando, siempre empezando de cero, siempre terminando sin despedidas ni explicaciones. Es un proceso casi cínico. Es como llevar siempre la vida de una doble espía.

—Lo has definido bastante bien. Yo también me siento así, pero ¿qué otras opciones tenemos?

—Sabes que hay otras opciones, salir en los medios, contarlo al mundo…

—Iniciar una distopía… ¿no te daría miedo?

—Me daría terror solo de pensar en las consecuencias —susurró—. Hay que pensarlo, hay que pensarlo mucho… —murmuró para sí.

Y sus ojos se perdieron durante un momento por las calles de París. Yo respeté su silencio, como respetaba antaño sus noches de vigilia, escribiendo las crónicas de los primeros pasos de la colonia de Nuevo Plymouth.

La temperatura de la noche parisina había ido bajando, pero ninguno de los dos hicimos gesto alguno de sentirnos incómodos. Después, sobrevino una calma en la atmósfera que había presenciado mil veces.

Ambos alzamos la mirada al cielo, como animales husmeando un olor apetecible.

—Va a nevar —susurramos a la vez.

Y nos miramos, tal vez sorprendidos. Qué fácil sería todo con ella…

—¿Por qué has dicho que fue premonitorio nacer a la vez que la escritura? ¿Ese ha sido tu oficio, ser escritora? —me obligué a preguntarle para romper aquel clímax que iba en aumento.

—He tenido mil oficios, como tú, imagino. Pero siempre que he podido y las circunstancias me lo han permitido he ejercido mi vocación, que es la escritura. He sido cronista, escribana, redactora, escribiente, novelista, periodista… —susurró—. ¿Qué eres tú, Iago? ¿Cuál es tu talento? ¿Lo has desarrollado?

Por fin alguien hablando mi idioma. Sin falsas modestias.

—He cultivado mi inteligencia hasta donde he podido estirarla. Continúo retándome: más estudios, más idiomas, más conocimientos, más campos de la ciencia que dominar… Ese es mi talento.

—Tu Zona, como dicen ahora —resumió, y los dos reímos.

Reímos como chiquillos, por poder compartir chistes anacrónicos, por conocer a alguien con quien hablar sin cortapisas del pasado y que no perteneciese a mi conflictiva familia. Alguien que me entendía sin necesidad de explicarle por qué debía entenderme. Alguien que lo entendía todo porque también pasó por ello.

—Dices que eres escribana, pero has sido reina en algún momento de la Historia, tienes el porte de las monarcas, siempre lo pensé. Incluso vestida con paños oscuros, con la cofia y los cuadrados de encajes blancos, al modo puritano. Dime, Marion, porque la pregunta me corroe desde que te he visto en el Procope, ¿alguna vez fuiste soberana?

—He tenido súbditos, sí. Pero no quisiera abundar en ello ni que te intimide esa revelación.

Se inclinó sobre la mesa que compartíamos y su blusa blanca se abrió levemente, insinuando las líneas elegantes que una vez conocí, ¿lo hizo con alguna intención?

«No», pensé. «Es demasiado señora como para insinuarse en un primer encuentro».

Y era cierto, Marion no necesitaba aquel juego, estaba bastante más allá de eso.

—¿Recuerdas los Travelogues, los libros de viajes? —me preguntó, cambiando de tercio

—Ajá —asentí.

—Son mi especialidad, comencé en el siglo IV. Partí de Gallaecia hacia Jerusalén bajo la identidad de una mujer rica y culta, Egeria. Mi empeño fue describir las rutas de los peregrinos para dejar constancia de todo lo que acontecía y así poder ayudar a los viajeros.

—Eres Egeria —murmuré, apurando mi copa de agua—. Tengo un ejemplar muy tardío de tus crónicas en mi casa de Santander. Siglo XIII, me recuerdo adquiriéndolo, no sé por qué recuerdo aquel detalle nimio, pero lo recuerdo.

—Siglo XIII —repitió, con una leve sonrisa— tuve que huir de la peste negra a Bohemia. Allí encontré bolsas de población que no se infectaron, ahora se cree que fue por el tipo de sangre. En la ciudad abundaba el cero positivo, más resistente a la cepa de la pulga de la rata negra y resultó más fácil esquivar el desastre. ¿Cómo te libraste tú?

—Sudeste asiático —sonreí recordándolo—. ¿Qué más has escrito?

—Tal vez hayas leído de la mítica reunión donde hace ciento veinticinco años comenzó la revista National Geographic. Yo no salgo en la famosa foto de 1888, por motivos obvios. Yo la saqué, en realidad, y redacté el orden del día. Me pareció una idea fabulosa, en la onda de los tiempos que corrían. El empeño de los exploradores del XIX se estaba perdiendo, viajar a las colonias exóticas había dejado de ser una obsesión nacional en Europa y en Estados Unidos. Pensé en que una publicación periódica de viajes mantendría viva la llama. Convencí a varios periodistas voluntariosos, los que han quedado como fundadores para la historia del periodismo, y sufragué los gastos de las primeras expediciones.

National Geographic… —rumié, pensando en las expediciones que aún podía desempolvar aquel emporio mediático—. ¿Sigues vinculada?

—En la sombra, obviamente, pero yo la dirijo, sí. Nómbrame un país, te doy un contacto. Dime una frontera cerrada, puedo cruzarla. Es útil si eres una… longeva, ¿no crees?

—Continúa —la animé—. Seis mil años de producción literaria de viajes han tenido que dar para mucho.

The Grand Tour, del supuesto Thomas Nugent. ¿Recuerdas que su capítulo de «Pompeya en ruinas» puso de moda en el XVIII las visitas arqueológicas a aquellas ruinas?

«Pompeya, mi padre siempre ha estado obsesionado con las ruinas de esa ciudad», estuve a punto de decirle. Pero al recordar a mi padre, callé por seguridad y el embrujo cesó de repente en mi cabeza, porque volví a la realidad, a la inquietante realidad: mi esposa, a la que había dado por muerta hacía cuatrocientos años, estaba frente a mí, tomándose una copa en el París del siglo XXI.

¿Cuántas posibilidades entre un billón había de que dos longevos se encontrasen por segunda vez en su paso por los milenios?

—Te has ganado la vida como cronista de viajes, ¿pero qué hace entonces una escritora en la Corporación Kronon?

—Trabajo allí desde hace algún tiempo. La ciencia no era precisamente mi campo, pero no dejo de preguntarme qué soy, qué me ha hecho así… y leí un artículo acerca del envejecimiento firmado por ellos que me pareció suficientemente serio. Me reinventé una vez más, me formé, llené las lagunas de mi currículum y finalmente pasé el proceso de selección. Entré como directora de medios, pero durante estos años trabajando allí me he especializado en el área de los telómeros. Y ahora, querido Iago, explícame qué haces tú husmeando en la Corporación Kronon.

Disimulé un gesto de fastidio. Comenzaba de nuevo la partida de póquer.

Cuánto decir, cuánto callar.

Cuánto apostar, cuánto perder.

—¿Cuánto sabes realmente de mí, Marion?

—Te investigué, no eres un ojeador de los premios Hooke. Tengo un buen contacto allí y pregunté discretamente por Wistan Zeidan. No te conocen, pero no te comprometí, descuida.

—Es de agradecer tu prudencia.

—Jamás comprometería a un longevo —murmuró—. Bastante difícil lo tenemos como para ponerte zancadillas.

—Pero no estabas sorprendida al verme. Esta mañana, en el reservado. Yo casi caigo de espaldas cuando te reconocí, pero tú… No solo has disimulado frente a Pilkington. No estabas genuinamente sorprendida.

Se miró las palmas de las manos, como si esperase encontrar un anillo que ya no estaba.

—Llevo un tiempo buscándote —dijo por fin, como si fuera una confesión deshonrosa.

—¿Un tiempo?

—Hace un año te vi en las cámaras del sistema de seguridad de la Kronon, cuando viniste a San Francisco. Te reconocí, llevabas la misma perilla que hace cuatro siglos en Plymouth, los mismos rasgos, tanto tiempo después. Nunca te olvidé, he tenido muchos hombres a mi lado, pero a ti nunca te olvidé, y te lloré durante décadas y me seguí considerando viuda durante muchísimo tiempo.

«A mí me ocurrió lo mismo, ¿cómo olvidarte, querida Marion? ¿Cómo olvidar lo que vivimos?».

—¿Vigilas todas las grabaciones de seguridad de la Kronon? ¿Ese es también tu cometido? —Carraspeé, intentando centrarme.

—No exactamente, pero controlo mucho las actividades de Pilkington. Es un hombre que hace demasiadas preguntas en todos los departamentos y eso a mis superiores no les gusta.

—¿Y quiénes son tus superiores, quién está detrás de la Corporación Kronon?

Apartó el rostro, incómoda.

—Eso es lo que trato de averiguar, son tremendamente discretos, ni siquiera sé si los nombres de los ejecutivos con los que me reúno en la sala de dirección son reales o son hombres de paja. Y tal vez no deba meterme en esos asuntos, solo quiero estar cerca si puedo tener algo más de luz para saber qué soy en realidad.

«Y yo puedo decírtelo pero es demasiado pronto para eso».

—Y sospecho que tú también estás detrás de lo que la Corporación Kronon pueda descubrir en cuanto a antienvejecimiento, ¿verdad? —añadió, terminándose el vino—. La pregunta es, ¿por qué has vuelto, después de un año? ¿No fue suficiente con lo que Pilkington te dio? ¿Has encontrado algo, un hilo del que tirar? Podemos hacerlo juntos, yo desde dentro y tú con esa identidad tan escurridiza.

Marion dejó su copa junto a la mía, y al hacerlo, un dedo rozó levemente el dorso de mi mano. Me levanté de un salto, incómodo.

—No puedo, Marion. No puedo seguir con esto.

Me acerqué a la barandilla de hormigón y me acodé, mirando las farolas.

—¿Seguir con qué?

—Tengo esposa, y todo esto es por ella.

—No acabo de entender tus palabras —dijo ella, después de levantarse y ponerse a mi lado.

—No puedo contarte más, ha sido secuestrada y solo tengo dos opciones: encontrar a quien lo ha hecho o desarrollar en diecinueve días un compuesto que revierta los efectos de un inhibidor de telomerasa.

—¿Y si no?

—Si no ella muere, Marion. Ella muere.