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La lista del Mayflower

Londres, 1620 d. C.

IAGO

Mi padre extendió un mapa sobre la mesa de madera del tugurio:

—Se lo robé a un espía del embajador de España en Londres —susurró—, pero no te inquietes, lo voy a devolver.

—¿Estás de nuevo metido en asuntos de espionaje? ¿Es eso lo que te retiene en Londres?

—No exactamente. Deja que te cuente. Pedro de Zúñiga, el que fuera embajador español hasta el año 1609, se empeñó en advertir al rey Felipe II de España que pusiera fin a la empresa inglesa del rey Jacobo I de fundar colonias en la costa Oeste del Nuevo Mundo. De hecho, el primer barco de la Compañía de Plymouth, el Richard, partió de Inglaterra en agosto de 1606 pero fue interceptado y capturado por los españoles cerca de Florida en noviembre. Aunque el siguiente intento tuvo más éxito, en principio. Salieron dos barcos, el Gift of God y el Mary and John, que llegó al río Kennebec en agosto del 1607 y construyeron lo que ves en este documento. Pedro de Zúñiga se hizo con este mapa y lo envió como prueba a Felipe II. Pude falsificar una copia rápida que ahora está en ciertos archivos de Madrid, pero volveré algún día a reponer la original.

Tomé una vela y la acerqué al dibujo. No acertaba a comprender el interés de mi padre. Vi una edificación en forma de estrella, construcciones interiores, un almacén de provisiones, un granero… no quería saber nada de edificios defensivos. O tal vez todo me recordaba todavía a Kinsale.

—Es un fuerte —me aclaró mi padre—. El fuerte de San Jorge, en la colonia de Popham. Lo financió la Compañía de Virginia de Plymouth en 1607, al otro lado el océano. Un año más tarde fue abandonada. Desde entonces la Compañía ha estado inactiva.

—Y me estás contando esto porque…

Habíamos acudido a nuestra taberna favorita de Londres, la Devil’s Tavern, llamada así por su dudosa reputación. Pero tenía por aquel entonces casi cien años, aunque la habíamos conocido como The Pelican. Era un lugar seguro para nosotros, ningún sujeto de moral intachable osaba acercarse a aquel tugurio infame y eso siempre era bueno para nuestros planes.

Pese a todo, aquel día yo no estaba de buen humor. No dejaba de mirar fijamente mi cubilete de agua.

De agua.

Juré a mi padre y a mis hermanos que no volvería a probar el alcohol, después de que arriesgaran su vida para sacarme del presidio. Y lo había cumplido, lo había cumplido… Al menos delante de ellos no había vuelto a beber.

—Te lo estoy explicando, hijo, porque esta semana mi amigo John Calvert ha solicitado al rey Jacobo I una carta para enviar nuevos colonos a la zona de la Compañía de Plymouth para reactivarla de nuevo. Es una inversión arriesgada, pero ha conseguido que setenta comerciantes inversores aportemos mil ochocientas libras para sufragar los gastos. Hay un grupo de puritanos que se exiliaron en Leiden, Holanda, por sus desavenencias con la iglesia anglicana, pero allí tampoco acaban de encontrar su lugar. Han conseguido implicarlos en el negocio, cada uno de ellos ha recibido una acción de diez libras y el que ha querido ha sido libre para adquirir más acciones. El negocio es el siguiente: en siete años han de devolvernos la deuda y repartiremos las ganancias entre puritanos e inversores a partes iguales: haciendas, casas, bienes… A ellos los mueven otras inquietudes, además de las económicas, quieren fundar allí su Nueva Jerusalén, pero en la travesía van otros aventureros que no son puritanos. La empresa se puso en marcha el pasado agosto. En principio marcharon dos barcos, el Speedwell y el Mayflower, hacia las costas de la Compañía de Plymouth, pero el Speedwell ha tenido problemas y se han visto obligados a volver a mitad de camino. Han estado intentando repararlo en el puerto de Southampton, sin éxito, así que van a embarcar en unos días de nuevo, todos en el Mayflower. Cuarenta y dos de tripulación, ciento un pasajeros en total. Y ahí es donde entras tú. Toma, hijo —dijo, extendiéndome un papel timbrado—. Aquí tienes tus acciones. El trato es el siguiente: tú vas con los puritanos, te encargas de que la empresa sea económicamente viable y a tu vuelta nos repartimos los beneficios.

—Vas a tirar tu dinero, si el fuerte de la colonia de Popham ni siquiera sobrevivió un año, ¿qué te hace pensar que en esta ocasión la colonia puede ser incluso rentable?

—Porque te envío a ti. Tú conoces las condiciones en el Nuevo Mundo, sobrevivimos a Florida y a Ponce de León. No me preocupa tu supervivencia. Lo sabes todo del frío y del hambre. ¿Qué puede matarte, después de todo lo que has pasado?

«¿El espectro de un hijo al que traicioné?», quise contestarle. Pero callé por no hacerle daño. Mi padre estaba convencido de que yo estaba prácticamente recuperado de aquel episodio lamentable.

—Hay otra colonia al sur, en Jamestown. Pertenece a la Compañía de Virginia de Londres, también privilegiada por el rey Jacobo I. Después de unos comienzos en los que el hambre acabó con cerca de los seiscientos colonos, parece que ahora han encontrado un buen negocio cultivando una cepa dulce de tabaco proveniente del Caribe. Pero no te envío para que pongas en pie una plantación de tabaco. Lo que quiero que me traigas es esto. —Se quitó su sombrero de ala ancha de pico y lo colocó sobre la mesa.

—Me envías a América para que me haga sombrerero.

—No exactamente. Los sombreros se fabricarán aquí, en Londres, como viene haciéndose desde el siglo XIV. Mira a tu alrededor, ¿no ves nuevas oportunidades en cada esquina? Londres ha pasado de tener sesenta mil habitantes a tener trecientos mil en pocas décadas. Los viejos ricos seguimos invirtiendo en propiedades y terrenos, pero los nuevos ricos se lo gastan todo en deslumbrar con sus trajes aparentes y con los sombreros de piel de castor. Hay decenas de tiendas que abren todos los días de sol a sol, y no dejan de recibir encargos. Cada sombrerero es capaz de fabricar tres sombreros al día, por lo que la demanda no deja de crecer. La piel de castor ha de ser preparada con diversos productos químicos, pero es la mejor, repele la humedad y su acabado es tan suave como apreciado. Lo que quiero que hagas es que contactes con los nativos del norte, establezcas una red comercial con ellos y ayudes a la futura colonia a enviar pieles de castor a Inglaterra. Hay otros posibles negocios: la vaca marina, como llaman en esta isla al bacalao. Aquí es muy apreciada en épocas de Cuaresma, y tengo contactos para desviar el negocio hacia Castilla. Debes ver si es viable, ya hay mucha competencia con los vascos y los franceses al norte, pero puede ser una solución que los de la colonia de Jamestown no tienen. Es un reto para ti, ¿no te subyuga, hijo?

Comprendía las motivaciones de mi padre, quería alejarme de la vieja Europa donde los malos recuerdos me estaban carcomiendo vivo. Me quería enviar lejos, a una empresa improbable que me mantuviera ocupado en sobrevivir. Yo sabía que en el fondo el retorno de su inversión le importaba menos que mi vuelta a la vida después de mi desastroso duelo por Gunnarr.

Lo que no le había contado era que dos décadas no habían servido para nada. Seguía viendo a Gunnarr en cada hombre rubio más alto que yo con el que me cruzaba. Me lo encontraba detrás de la sonrisa torcida de un posadero, montado a caballo cruzando el Támesis, uniformado y desfilando para el rey Jacobo I.

Todos eran él.

—Vamos, hijo, ¿qué me dices? ¿Me ayudarás en esto? —insistía mi padre, al otro lado de la mesa de la cantina, a miles de millas de distancia de mis pensamientos.

Tomé el vaso de madera lleno de agua y brindé con él forzando una sonrisa, y le dije las palabras exactas que él deseaba escuchar.

—¡Qué demonios! Sea, padre, ¡seamos socios de nuevo!

Una semana más tarde, después de haberme despedido de mi padre en Londres, conducía un carro tirado por un caballo alquilado a través del puerto de Southampton buscando un barco de nombre Mayflower. Había recibido instrucciones de buscar a Adams, la persona encargada de las provisiones y de la lista de pasajeros.

El olor a puerto siempre me resultaba una ofensa para los sentidos. Las capturas de pescado, los alimentos podridos en las travesías que se lanzaban al mar allí mismo, en la rada, los vómitos de los pasajeros primerizos… No estaba muy seguro de querer emprender aquel viaje.

De repente mi caballo hizo un quiebro y se puso a relinchar de terror como si hubiera visto al mismo diablo. Entonces vi a un hombre grande, de espaldas. Hablaba con una mujer enlutada junto al casco de un barco.

«Gunnarr, hijo, ¿eres tú?».

Bajé del carro de un salto y salí corriendo tras él, pero cuando llegué a los pies del barco, la inmensa silueta había desaparecido y solo encontré a una joven puritana, vestida al modo holandés con la cofia blanca, la falda oscura de lana y los cuellos enormes de encaje que le tapaban los hombros.

—¿Con quién estabais hablando? —le espeté, doblándome y tomando aire delante de ella por el esfuerzo de la carrera.

—Señor, ¿nos conocemos? —contestó ella.

—No, pero creí reconocer al hombre con el que hablabais hace un momento.

—Señor, llevo aquí parada desde el alba con el listado de víveres, y muchos quedan por llegar, veo que sois uno de los pasajeros —dijo, señalándome el documento real que yo estrujaba con una mano—. ¿Santo o extranjero?

—¿Es usted la esposa de Adams, el encargado de las provisiones? —quise saber, ignorando su pregunta. Mi padre ya me había advertido de que los puritanos se llamaban a sí mismos sants, hombres santos, y para ellos, el resto de los pasajeros eran strangers, extranjeros.

Ella me miró de arriba abajo, yo vestía como un aventurero, con jubón, calzones, capa corta y mosquete, además de un sombrero castoreño para enseñárselo a los indios. A mí me parecía ridículo, pero a los ojos ingleses era un artículo de lujo, y como bien dijo mi padre, de nuevo rico ostentoso, así que a los puritanos les parecería un trotamundos enriquecido y presuntuoso.

—Mi nombre es Manon Adams, y ciertamente me encargo de los listados de los pasajeros y de las provisiones. He enviudado recientemente, y como consecuencia he heredado la deuda que mi marido contrajo alegremente con la Compañía de Plymouth. Así que ya no hay señor Adams y sí que hay muchas libras por devolver.

—Vos diréis, entonces.

—Lo primero que voy a hacer es apuntaros en el listado de pasajeros del Mayflower, este viejo barco que antes cargaba vino. ¿Me permitís vuestras credenciales?

Le extendí el papel y ella frunció el ceño al leer mi nombre.

—Aquí solo pone vuestro nombre, Ely. ¿No tenéis apellido?

—Apuntad simplemente Ely. Es suficiente para identificarme.

Ella garabateó mi nombre, no muy convencida, en el manoseado pliego de papel del que no se separaba aquel día.

Y así quedó, en la famosa lista del Mayflower que tantos escolares norteamericanos estudiarían cinco siglos más tarde, un solo pasajero aparecía sin un apellido. Un pasajero al que las crónicas pronto perderían de vista.

—¿Habéis traído con vos las provisiones?

—Así es —asentí, mirando en dirección al carromato y al caballo—, ahora os acerco los dos toneles estipulados.

La viuda Adams me ayudó a descargar las pesadas barricas de madera donde había metido todo lo que me iba a acompañar en el Nuevo Mundo.

—Señor, no pretendo husmear en vuestros bienes, pero he de hacer un inventario de lo que lleváis para asegurarme de que este viaje va a ser viable y que cada viajero no carga con trastos inútiles que no ayudarían a nuestra supervivencia.

Abrió uno de los toneles y se asomó al interior, extrañada.

—¿Y la ropa? ¿No lleváis ropa para afrontar el frío invierno en la costa?

—Habrá nativos, cazaré pieles y comerciaré con ellos. Tengo informes de otras colonias, los indios tienen telares en sus campamentos.

—¿No os importa vestir como un nativo? —preguntó la viuda, con la extrañeza pintada en el rostro.

—Serán vestimentas más apropiadas para aquellas latitudes, ¿o pensáis que vuestros cuellos almidonados y las cofias os serán de utilidad cuando caigan los primeros copos de nieve?

—¿Y tantos platos de metal? ¿Y tanto cubierto? ¿Pensáis regentar una posada?

Me reí de su ocurrencia, aquella mujer se movía dentro de parámetros muy rígidos.

—Son mi moneda de cambio con los nativos.

Cómo decirle que conocía la fascinación que ejercían nuestros brillantes platos en el Nuevo Mundo. Cómo decirle que un tonel lleno de platos me convertía a efectos prácticos en el hombre más rico de cuantos embarcaban en el Mayflower.

—¿Por qué lleváis tanta fruta fresca, no será más útil para vos la carne salada? —preguntó, abriendo el segundo tonel.

—Estos limones serán útiles si la tripulación enferma.

—Supercherías, no está probado.

«Créeme, yo sí lo he probado».

Miré con aprensión a la tenaz viuda, que comenzó a retirar los limones de la parte superior del tonel.

—Señora, simplemente dejadme pasar, lo demás es cosa mía.

Pero ella no estaba dispuesta a claudicar. Sacó una de las botellas que se ocultaban al fondo del barril.

—¿Qué vais a hacer con tanto alcohol?

—Comerciar con los nativos —mentí.

En realidad eran las reservas, mis reservas. Todavía me sentía inseguro y temía ver de nuevo el espectro de Gunnarr. Solo había una forma de alejar a mis fantasmas y era desdibujarlo todo con el alcohol. Y desde luego, aquella viuda holandesa o inglesa, o lo que fuera, no iba a cambiarme el plan.

—No puedo dejar entrar en un barco tal cantidad de bebida. William Bradford me ha puesto al frente de esta tarea y confía en mi criterio. Si la tripulación se entera de que hay disponibles tantas botellas, este viaje se puede convertir en un infierno.

—Nadie se va a enterar de que hay disponibles tantas botellas, señora. No vais a decírselo a nadie, y yo soy un hombre discreto que no gusto de compartir mis intenciones con nadie. Vuelva a leer el permiso timbrado por el rey Jorge I donde se me da libertad para embarcar con los víveres que estime convenientes —dije, cansado de tanta formalidad.

La viuda Adams comprendió que había perdido la batalla, dio un paso atrás y me dejó subir al barco.

Durante la primera cena, las familias de los puritanos se sentaron en varias mesas apartadas. Conté pocos niños y alguna mujer embarazada. Los pasajeros del fallido Speedwell se hermanaron aquella primera noche con los del Mayflower y rezaron por el éxito del nuevo viaje. Pero apenas había espacio para todos, íbamos a tener que soportar muchas semanas de hacinamiento y pude comprender la preocupación que la viuda Adams dejaba intuir en su semblante siempre alerta.

Aquella noche comenzaron ya los problemas, hui de la muchedumbre y del calor humano del comedor y subí a la solitaria cubierta con una botella escondida bajo mi capa. El aire era demasiado frio y las luces de Southampton eran ya un recuerdo, nos habíamos adentrado en el negro océano y un viento helado nos daba la bienvenida y me metía los pelos en la boca. Iba a ser un viaje desagradable, aquellas latitudes estaban muy al norte y el Atlántico no conocía de veranos ni de otoños.

No podría decir a ciencia cierta lo que ocurrió a continuación, sé que el alcohol me envolvió en la bruma en la que me sentía a salvo, pero mis ensoñaciones terminaron bruscamente, cuando sentí mi cuerpo sumergido en el mar. No recordé haberme caído por la borda, pero allí estaba, en medio del Atlántico, intentando mantenerme a flote. Me despejé en un segundo, consciente de que nadie vendría a rescatarme y de que el Mayflower seguiría su rumbo sin que sus ocupantes supieran nunca que uno de sus pasajeros iba a perecer de frio en las heladas aguas del océano.