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Un café en París

IAGO

Al día siguiente tomé un vuelo a París, de nuevo había retomado la identidad de Wistan Zeidan. Me rasuré la barba hasta dejar una perilla similar a la que Pilkington había conocido y tuve que acudir otra vez a las lentillas marrones y a las monturas de pasta negra. De nuevo el científico rastreador de los candidatos a los Premios Hooke.

En esta ocasión fue Pilkington quien se ofreció a viajar a Europa. Cuando le llamé fingiendo que su candidatura tenía muchas posibilidades de resultar la ganadora del premio, me contó que la Corporación Kronon estaba planeando abrir una sede europea y tenía programado un viaje a París desde hacía tiempo.

La noticia me alivió y frenó un poco la cuenta atrás que llevaba en mi cabeza. No tendría que perder dos días en viajes transoceánicos para volar a la sede de la Corporación Kronon en San Francisco, tan solo un par de horas de vuelo a la capital francesa.

Pese a que el invierno también castigaba aquel año a la región, aquella mañana un sol blanco y luminoso calentaba los puentes y las farolas parisinas.

Le había propuesto a Pilkington un café discreto que conocía bien. En la primera planta había un reservado de cojines granates y dorados para esos clientes que buscábamos una discreta intimidad. La mayoría le daba unos usos menos científicos que los nuestros, pero sabía que Pilkington también agradecería el detalle.

A la hora en punto subí por las escaleras del café Procope, pagué una espléndida propina al camarero para que no entrase nadie en nuestro reservado bajo ningún concepto y me senté sobre el mullido sofá a esperar a mi confidente.

La puerta se abrió minutos después, pero Pilkington no iba solo. Lo acompañaba una mujer joven. Una ejecutiva morena a quien no pude ver bien el rostro hasta que se sentó frente a mí.

«Es imposible».

Eso fue lo único que acerté a pensar al verla.

«Es imposible».

—Querido Wistan. Espero que disculpe nuestro retraso, el vuelo ha tenido más turbulencias de las que pueda relatarle sin aburrirle. Estamos recién llegados a París, ni siquiera hemos pasado por el hotel para dejar nuestras maletas. Se las hemos fiado al camarero. Confío en que no haya ningún problema…

Yo no escuchaba sus palabras, solo la miraba a ella. Y ella a mí.

«¿Eres tú, eres realmente tú?».

—Y discúlpeme por no haberle avisado antes de que iba a venir acompañado. Ella es Marion Adamson, mi superior jerárquico en la Corporación Kronon. Se encarga de supervisar mi trabajo y es la máxima autoridad en la empresa en lo que se refiere al comportamiento de la telomerasa. Ella supo en su día de la primera visita que nos hizo en relación a los Premios Hooke.

Me levanté del asiento, con todo el aplomo que pude reunir, y alargué la mano para estrechársela.

—Encantado, Marion.

—Lo mismo digo, querido Wistan.

Ella me miró a los ojos, y los mantuvo allí clavados largo rato. ¿Estaba tan desconcertada como yo?

Escruté su rostro y lo que hallé fue que estaba pendiente de mis reacciones.

¿Era Marion Adamson una descendiente de Manon Adams, la esposa que tuve en el siglo XVII en Nueva Inglaterra, la que murió de aquella epidemia, la que nuestro hijo enterró tras la granja de la colina de Duxbury?

¿Y si no era ella, y si era una tataranieta idéntica?

La garganta se me había secado, acudí al exclusivo café que el camarero me había dejado servido y carraspeé, incómodo.

Me obligué a tomar el control de la conversación y ejecutar el plan que previamente había trazado sin desviarme de él por aquel… imprevisto.

—Como sabe, Mister Pilkington, me encuentro en estos momentos deliberando qué instituciones he de presentar como candidatos a los premios Hooke. Si bien, tal y como le dije hace un año, los descubrimientos de la Corporación que ustedes representan no me parecían los más adecuados para el perfil del ganador, debo decirle que una vez estudié en profundidad el material que amablemente me proporcionó, he cambiado de parecer.

Pilkington, que me había escuchado en tensión, reclinado sobre un mullido sillón frente al mío, pareció relajarse al oír mis palabras.

«¿Hasta dónde sabe tu jefa?», le pregunté con la mirada. El me respondió en silencio pidiéndome discreción.

—¡Cuánto me alegra escuchar sus palabras! —respondió—. Lo cierto es que lo vi muy reticente a creer en nuestras líneas de investigación, pero como sin duda se habrá documentado a lo largo de este año, los estudios acerca del antienvejecimiento se están convirtiendo cada vez más en una prioridad para todos los gobiernos y las farmacéuticas, tanto en Europa como en Estados Unidos.

—Me consta, por ello quisiera abundar en sus últimos hallazgos acerca del comportamiento de la telomerasa. Verá, tan interesante me parece el hecho de inhibir la telomerasa como de volver a activarla. ¿Han hecho algún adelanto en esa dirección?

Miré de reojo a la supuesta Marion. Noté que el rictus se le endurecía levemente al escuchar mis palabras. Solo levemente, pero suficiente como para saber que le había dejado intrigada.

Pilkington también la miró, pidiéndole permiso antes de decantarse por una u otra respuesta.

Ella le hizo un discreto gesto de asentimiento.

—Es cierto que este año nos hemos centrado en el comportamiento de la telomerasa. —Hizo una pausa y la miró de nuevo antes de continuar.

—Verá, antes de proseguir —lo interrumpió Marion— y de compartir con usted más material confidencial, tal vez debamos alcanzar algún tipo de preacuerdo en lo que a la consecución del premio se refiere.

—Creo que sabe que asegurar un premio de estas características antes de que el jurado decida, además de imposible, también es ilegal —contesté.

—No me refería a un precontrato, en el sentido legal del término, más bien un compromiso por su parte de que nuestra propuesta será vista con particular interés entre los miembros del jurado —su voz era seda. Estaba negociando duramente, pero su voz era seda.

«Diecinueve días», me recordé. «Actúa rápido, arregla después los platos rotos».

—A eso sí que puedo comprometerme —respondí, después de pensarlo un momento—. Pero tengo unos plazos muy apremiantes en estos momentos. Soy consciente del esfuerzo que les voy a pedir, pero convendría que me enviaran todos esos estudios esta misma noche.

Pilkington tragó saliva.

—¿Esta misma noche? —repitió—. Me temo que tenemos programada una agenda muy exigente para este viaje. Creo que imagina la cantidad de reuniones con posibles socios europeos a las que hemos de asistir los próximos días.

—No hay problema —interrumpió Marion, apurando su sorbete de albahaca—, dígame en qué hotel se aloja y yo misma le acercaré el material.

—Perfecto entonces —asentí—. En cuanto acabemos la reunión le facilito la dirección.

En realidad no había reservado ningún hotel. Mi plan era volver a Santander aquella misma noche para no perder un tiempo que desgraciadamente no tenía. Pero la aparición de aquella mujer, idéntica a mi esposa fallecida cuatro siglos atrás, había trastocado todo cuanto había programado.

Entonces se produjo un incómodo silencio que ninguno de los tres supo bien cómo llenar.

—La doctora Adamson es americana —se apresuró a contarme Pilkington—, pero me contó que sus orígenes son europeos, ¿no es así?

—Ingleses y holandeses —apuntó Marion, sin dejar de mirarme.

—No será una de las famosas descendientes del Mayflower —le dije.

Ella rio y se reclinó en el sofá.

—Soy consciente de que todos mis compatriotas afirman descender de aquellos ciento dos puritanos, pero en mi caso es rigurosamente cierto. Mi árbol genealógico está muy documentado.

—¿Había un Adamson en el Mayflower? —La reté con la mirada—. Yo diría que en la lista había un Adams, pero no recuerdo un Adamson.

Pilkington me miró, sorprendido.

—¿Está usted familiarizado con la famosa lista de pasajeros del Mayflower? No sabía que le gustaba la historia americana, es usted una caja de sorpresas, señor Zeidan.

—Siempre me fascinó aquella historia de los supervivientes de la colonia de Plymouth. Los primeros inviernos debieron de ser muy duros, terribles… El frío, el hambre…

—Las epidemias… —añadió Marion, acabando con su sorbete.

¿O era Manon?

—¿Conoce el terreno? —me preguntó—. ¿Ha visitado Massachusetts en alguna ocasión?

—Sí, reconozco que he estado varias veces en los últimos tiempos. Siempre me produce una honda impresión. No solo visitar el poblado de Plymouth reconstruido, a la manera del siglo XX, debo decir. ¿Conoce usted el Pilgrim Hall, el Museo de los Padres Peregrinos, el más antiguo de Estados Unidos?

—Lo conozco, sí.

—Algunos de los objetos expuestos en esas vitrinas me producen gran perturbación —murmuré.

¿Hasta dónde me seguía en mis tanteos? ¿Cuánto sabía de mí aquella mujer?

—El sombrero de piel de castor de Constance Hopkin, la cuna del bebé de Susana White, Dios los tenga en su gloria —se adelantó ella—. Incluso hay una pieza curiosa, casi incongruente, dados los orígenes de los Padres Peregrinos: una navaja española.

—Toledana, sí —asentí, hablando apenas entre dientes. Me dejé la navaja en la granja, junto con muchas de mis pertenencias que creí que no sobrevivirían al incendio que provoqué.

—Eso es. De Toledo, España —prosiguió Marion—. Debían de ser famosas en aquella época por su bella factura, ¿no le parece? Me pregunto qué historia habrá detrás de tan simple objeto, qué historia nos tendría que contar su dueño. ¿Verdad, Pilkington?

—Es curioso, sin duda. Doctora Adamson, sin duda. ¿Un poco más de sorbete? —preguntó.

Al escuchar la voz de Pilkington recordé que aún seguía con nosotros. Apenas era consciente de su presencia en aquella habitación. Nuestro convidado de piedra nos miraba a uno y a otro, sin comprender absolutamente nada. ¿Cómo podría siquiera imaginar lo que estaba pasando allí? ¿Lo excepcional que era que dos longevos que tanto se amaron se encontrasen cuatro siglos después en un café de París?

¿Era eso lo que estaba ocurriendo? ¿Era Marion Adamson realmente Manon Adams, o solo una impostora?

Una vieja melodía salió de su elegante americana blanca de Gucci. Aquella melodía… era antigua, medieval. Solía escucharla en las entradas de algunas fortalezas del Languedoc, en Francia. Los viejos titiriteros anunciaban su presencia con sus flautas tocando aquellas notas melancólicas. Toda la cristiandad —que era como se llamaba entonces el territorio que abarcaba la actual Europa—, la conocíamos, era como el Top Ten de las canciones más escuchadas. Después, poco a poco, se perdió, se dejó de escuchar en los caminos y en los castillos. Aquella generación de titiriteros moriría y los que vinieron después rechazarían las canciones de los ancianos.

Pero aquel recuerdo me hizo tragar saliva, vinieron a mí sabores de salsas medievales que no había vuelto a probar. Sensaciones irrecuperables como el tacto de una buena tela de Yorkshire en mi manga. Algunas desagradables, como las noches en posadas infames sobre colchones de paja infestados de pulgas, o los olores apestosos de las letrinas. Otras sublimes como las caderas de tantas mujeres que no volvería a cabalgar o perfumes florentinos con matices ya perdidos.

La voz de Marion, aquella mezcla exacta de aplomo y dulzura en sus palabras, me trajo de nuevo al siglo XXI, ¿o era al XVII?

Pilkington y yo escuchamos atentos su conversación telefónica en un perfecto francés con algún socio de la Corporación Kronon y supe que nuestra extraña reunión había tocado a su fin.

—Me temo que la agenda manda —nos dijo Marion, después de colgar—. Querido Wistan, esta noche, cuando termine todas las reuniones que hoy me van a mantener ocupada, me pasaré por su hotel y le haré entrega de esos trabajos, ¿le parece a usted bien?

Me saqué de la cartera mi tarjeta de visita falsa con el nombre de un Wistan Zeidan que nunca existió. Recordé que fue Lyra quien la diseñó y la mandó a imprimir, junto con todo el material falso de aquella efímera identidad. Garabateé una dirección en el reverso y se la tendí.

—No es un hotel —le susurré cuando pasó a mi lado, abandonando el reservado—. Es una de mis propiedades.

—Espérame allí —me dijo al oído, fingiendo que nos despedíamos con dos besos en las mejillas, al modo español—. No te vayas a vender pieles de castor esta vez.

Sentí un mareo, cerré los ojos para no caer.

Ya no tenía dudas: aquella mujer era Manon, mi esposa amada.