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Monte Castillo

IAGO

Esperé a que se hiciera de noche para coger el coche y conducir hacia Puente Viesgo. Era un día entre semana y el aparcamiento de la entrada del Centro de Interpretación estaba desierto. La noche era magnífica, el cielo estaba despejado, teñido de un índigo profundo. Miles de astros que se habían apagado hacía eones de tiempo moteaban la bóveda sobre mi cabeza.

Tomé el sendero oculto de la derecha y comencé la ascensión. A mis pies, el valle de mi infancia dormía y apenas aguantaban encendidas las luces lejanas de algunas casonas apartadas. No necesitaba la linterna del móvil, la sombra blanca de Madre Luna me escoltó a lo largo del camino hasta el tilo retorcido. Al entrar en la cueva prendí una antorcha que había preparado previamente en casa. Me descalcé y me quité la camisa, llevaba los signos de ocre pintados en los brazos y en el torso. Era Urko de nuevo, volviendo a mi primer hogar.

Él ya estaba. Padre me esperaba junto al panel de las manos donde Dana y yo habíamos recitado nuestros votos frente a Madre Roca. También él había dibujado en ocre su pasado como Lür, el patriarca de La Vieja Familia.

Nos quedamos frente a frente ambos hombres, padre e hijo, poniéndonos al día en silencio, solo con la mirada. Después él se acercó, nos sujetamos los brazos y unimos nuestras frentes, al modo antiguo. El saludo de los hombres que se respetan y no se temen.

Después nos sentamos, con la espalda apoyada en la pared de la cueva.

—Recuerdo la conversación que tuve contigo hace un año, en esta misma galería, antes de partir hacia el Amazonas. Recuerdo que te dije que acabarías convirtiendo a Adriana en longeva, que acabarías sucumbiendo cuando la vieses envejecer… —dijo.

—Lo recuerdo. Pero ya te lo dije: ella no quiere, Adriana no quiere ser longeva. Le basta con vivir unas décadas más, y yo voy a respetarlo. Lo que no esperaba era el chantaje de Nagorno. Pensé que la dejaría al margen de nuestros asuntos. Y desde luego, no esperaba la vuelta de Gunnarr.

—No, yo tampoco —dijo, soltando un largo suspiro—. Si lo hubiera sospechado me habría mantenido a vuestro lado. Dime, ¿qué tienes?

—Un maldito acertijo —contesté, sacándome el papel del bolsillo trasero del pantalón.

—Déjame ver.

Mi padre conocía los entresijos de los criptogramas, él instruyó a Gunnarr y lo convirtió en un hábil descifrador de códigos.

—Veamos, «Llegarás a ella por aire o por mar» —levantó la vista, esperando mi obvia respuesta.

—Es una isla, entiendo.

—¿Yakarta, en la isla de Java…? —me tanteó.

—¿No es demasiado obvio que Nagorno se la lleve a su rincón favorito del planeta?

—Yo no descartaría ninguna respuesta, ni siquiera las más obvias.

—De acuerdo —asentí—, no lo descartamos, pero el lugar donde la hayan llevado tiene que cumplir todos los requisitos. Gunnarr no deja nada al azar.

—Continuemos entonces: «Hallarás masacres y catedrales». ¿Crees que lo dice en sentido literal o figurado?

—No lo sé. Buscaré registros de masacres en catedrales. Pero habrá cientos —repuse—: Todos los bombardeos sobre islas que hayan destrozado iglesias, solo contando las dos últimas guerras mundiales…

—Sé optimista, Urko: si son catedrales, hablamos de cristianismo. Solo hay que buscar en una horquilla de dos mil años de historia. Islas con pasados recientes.

—De acuerdo, es nuestra pista más concreta. Habrá que investigarla —le dije—. Continuemos. Lo que sigue es curioso: «¿Serán bellas, serán miles?». ¿A qué crees que se refiere?, ¿a un lugar donde haya miles de bellezas?

—O tal vez no —dijo me padre—. Lo que más me llama la atención es que lo escribe con interrogación, ¿es una duda? ¿Por qué no lo afirma?

Lancé un guijarro al fondo de la galería, frustrado.

—¿Cómo saberlo? ¿Cómo descifrar lo que tiene mi hijo en la cabeza y lo que trata de decirme después de cuatrocientos años de rumiar lo que le hice?

—Está bien, Urko. Hay mucho por hacer y poco tiempo por delante. Dividamos las tareas, ¿por dónde empezamos?

—Yo he de centrarme en la investigación de la telomerasa, tengo menos de veinte días para revertir el efecto. Por tu parte, encárgate del museo.

—Me haré cargo de él, pero voy a dedicarle el mínimo tiempo durante estas tres semanas —dijo Lür—. Mi prioridad ahora es encontrar a Nagorno, Gunnarr y Adriana. No será fácil. Si la tienen escondida, la habrán llevado a un lugar apartado.

—No tiene porqué —resoplé, agobiado—, puede estar en un apartamento frente a Central Park y ni nos enteraríamos, o en un rascacielos de la avenida más concurrida de Shanghai. Reconócelo, las posibilidades son infinitas.

—Pero Gunnarr se ha encargado de acotarlas: una isla, masacres, catedrales, miles y bellas… esas son las pistas.

—O tal vez no todas —dije—. Gunnarr es un embaucador, puede que algunas sean falsas y las haya dejado por el simple placer de provocarnos un quebradero de cabeza.

—Hasta las pistas falsas tienen su porqué, eso se lo enseñé yo. Incluso el mentiroso nos cuenta la verdad a través de sus mentiras.

Nos quedamos un rato en silencio. Mi padre estudiaba el papel, poniéndolo a contraluz por si su nieto nos había dejado algún mensaje oculto con tinta de cítrico, pero yo ya lo había comprobado antes y sabía que la respuesta era negativa.

—Urko, ¿de verdad crees que Nagorno la matará?

—Padre, mató a Vega y a Syrio, a quienes él creía sus dos sobrinos, solo por su anhelo de ser padre. Ahora es diferente, ahora se trata de su vida, y Adriana ni siquiera es de su sangre. Me está marcando el terreno, me está diciendo hasta dónde llegaría si sale de esta con vida y se me ocurre volver a intentar matarlo. Él sabe que he descubierto algo en relación con el gen longevo. Si sobrevive a esta injerencia, quiere que no vuelva a usarlo en su contra.

—Estar con Adriana te hace vulnerable, eso lo sabes. Eres muy consciente, ¿verdad?

—Siempre lo he sabido. Mientras yo sea un hombre con alguien a quien querer, con alguien que me importe, seré débil ante Nagorno.

—Por eso no has intentado tener hijos con ella.

—Así es. No soportaría pasar por lo que le hizo a Lyra, acabar con su familia. No estoy en condiciones de soportarlo.

Mi padre suspiró, con la mirada perdida en las grietas de la roca.

—No solo me preocupa Nagorno —dijo—. Está el factor Gunnarr. ¿Hay algo más que deba saber?

—Me dejó talladas unas runas en la mesa del despacho. «¿Duele, padre? Porque quiero que duela. Necesito que duela para volver a considerarte mi padre».

—Luego te está proponiendo un rito de paso para perdonarte.

—Sí, yo también lo he visto. Hay una voluntad de perdonarme, de que volvamos a ser el padre y el hijo de antaño, pero me ha de doler.

—¿Crees que con el secuestro será suficiente? —me preguntó, con voz ronca.

—¿Me estás preguntando si creo que matará a Adriana?

Asintió.

—Pongamos que finaliza el plazo con la probable posibilidad de que yo no encuentro el antídoto para Nagorno, y mi hermano muere. Está claro que Gunnarr tiene la orden de ejecutar a Adriana. Así estaríamos en paz. En el cerebro de Gunnarr, lo justo sería una muerte por otra.

—No, hijo. Siento ser yo quien te lo recuerde, pero en el complicado cerebro de Gunnarr no estaríais en paz.

—¿Cómo que no?, ¿no te parece suficiente dolor: secuestrar y matar a mi esposa?

—Si lo que quiere es igualar el dolor, falta la seducción.

Tragué saliva, no lo había pensado.

—Si quiere igualar el daño, el dolor, la ofensa… Gunnarr seguirá los pasos del pasado, lo mismo que él cree que tú hiciste con su esposa: primero la seducirá, luego provocará su muerte.