12

Espérame despierta

ADRIANA

Me giré para verle la cara a mi carcelero, aunque hacía horas que intuía de quién se trataba. Gunnarr estaba tras de mí, pendiente de mis movimientos, por si salía corriendo de aquel lujoso salón saturado de antigüedades, sofás mullidos de seda, arpas, bustos de mármol y estanterías de libros centenarios que alcanzaban los cinco metros de altura de aquella impresionante y lujosa estancia.

—Aquí estás de nuevo, destrozándome la vida —rugí, enfrentándome a Nagorno.

Quise levantarme, pero Gunnarr puso su mano fuerte sobre mi hombro y me mantuvo arrodillada.

—No quisiera —contestó Nagorno, con un gesto duro.

—¿No quisieras? ¡Pues deja que me vaya, maldito psicópata!

—Eso está en tu mano, basta que me cuentes lo que mi hermano me inyectó.

«No, no basta. Si te lo digo ya no me necesitas con vida, y Gunnarr puede matarme igualmente», pensé.

—Nagorno, tengo un padre, un primo, familia, amigos y compañeros que ahora mismo tienen que estar muy preocupados por mí.

«Por no hablar de Iago, pero mejor no mencionarlo y enfurecerte, ¿verdad?».

—No puedes hacerme esto, tengo una vida —continué—. No puedes irrumpir en ella, secuestrarme, tomar la información que te interesa y… ¿y luego qué, Nagorno?

—¿Que no puede? —tronó Gunnarr a mis espaldas—. ¿Que no puede? ¿Has visto lo que le ha hecho mi padre a tío Nagorno? ¿En qué lo ha convertido?

Se colocó delante de mí, con los brazos en jarras. Seguía vistiendo con su uniforme de motero, la cazadora de cuero desgastada de los años 50 y las botas embarradas. Tenía delante al protagonista de Sons of Anarchy, furioso y pidiéndome explicaciones.

—¿Y en qué lo ha convertido, Gunnarr? ¿Qué ha ocurrido exactamente?

Nagorno se adelantó con dificultad, le tocó el brazo con el bastón y lo apartó de mi lado.

Pude notar su respiración pesada, ya no era el silencioso ofidio que había conocido, ahora solo era un dandi decrépito.

Me sostuvo la mirada, en eso no había cambiado: la entereza, la furia de aquellos ojos oscuros que tanto daño me habían hecho. Lo odié con todas mis fuerzas al recordar que aquellos ojos, aquel frío rostro, eran posiblemente lo último que vio mi madre en su vida.

Después salió de él un gemido, como si el esfuerzo de mantenerse en pie fuese demasiado. Gunnarr se apresuró a coger un inmenso butacón, lo levantó con la mano derecha como si fuese una pluma y se lo acercó, solícito.

—Siéntate, tío. Demasiadas emociones por hoy. Deberías retirarte a descansar.

—No, hemos llegado muy lejos en esto, Gunnarr. Antes habrá que explicarle a Adriana la situación.

—Ahora está rabiosa, no va a razonar —dijo.

Lo fulminé con la mirada, y él me fulminó con la suya, pero pese al miedo, pese a la íntima convicción de que él sería mi ejecutor en caso de que aquella frágil negociación se rompiese, medí mis fuerzas con las suyas, aunque los ojos que se clavaban en los míos eran exactamente iguales a los de Iago, y a mi cerebro le costaba aceptar una situación tan divergente.

Nagorno tomó asiento con dificultad y carraspeó, como si le molestase aquel minuto de rabiosa intimidad entre ambos. Recordé su egomanía, su necesidad de ser el centro de atención en cualquier circunstancia, en aquel detalle no había cambiado. Su esencia se mantenía intacta.

—Al principio no quise molestarte —confesó con gesto serio—. Me juré que no volvería a acercarme a tu radio de acción en lo que te restaba de vida. Me juré que ajustaría cuentas con mi hermano una vez tu ciclo de vida hubiera concluido. Unas pocas décadas no son demasiada espera, soy un hombre paciente, puedo distraerme durante años en otros empeños.

—Bien, he aquí un hombre que ni siquiera puede serle fiel a sus propias promesas, pues —le hice ver.

Gunnarr dejó escapar un silbido, algo parecido a la admiración.

—Dijiste que era de armas tomar, pero ya veo que te quedaste corto —dijo, soltando una carcajada.

—Te lo dije, es de las que no se postran. Va a ser difícil llegar a un acuerdo que nos satisfaga a ambas partes.

—Deja de hablar como si esto fuera uno de tus negocios, Nagorno. Es mi vida de lo que hablamos. Dime al menos en qué parte del planeta estoy, adónde me habéis traído, cuánto tiempo he estado inconsciente…

—Yo colaboro si tú colaboras, Adriana. Y ahora déjame continuar. Te estaba contando que al principio me obligué a dejaros tranquilos a ambos. Pero después sobrevino el primer infarto. Pude salvar la vida, pero creí morir, creí morir… —dijo, ensimismado, mirando a algún punto perdido de la biblioteca de libros centenarios.

—Después de aquello nada volvió a ser igual en mi vida. Todas mis rutinas me fatigaban y me dejaban exhausto. Me agotaba disfrutar con las mujeres, me extenuaba cabalgar, jugar al golf… como un anciano. Como un maldito anciano. Mi corazón ha envejecido mucho durante este año, me siento viejo y cansado por dentro, pese a que mi apariencia sigue siendo la de un eterno treintañero. Pero no estoy senil, mi cerebro piensa igual de rápido que antes, no tengo olvidos, no tengo ningún síntoma de decadencia. Es solo este corazón: le cuesta bombear sangre… —y dicho esto se quedó callado, perdido en las espirales de algún recuerdo.

—Entonces acudió a mí —interrumpió Gunnarr—. Vino a mí y yo al principio no lo creí. Pero hace poco le sobrevino su segundo infarto, aún está recuperándose, como ves. Fui yo quien decidió extorsionarte, si tienes que buscar un culpable a quien odiar, ódiame a mí. No me importa.

«Ya lo hago», pensé. «Apenas te conozco y ya lo hago».

Los miré a ambos, me negaba a ser un juguete de las circunstancias, alguien a quien privar de su libertad, alguien a quien trasladar a su antojo, alguien a quien amedrentar para conseguir algo de información.

«Soy más que eso», pensé, «me da igual cuántos años habéis vivido más que yo. Me da igual por lo que hayáis pasado, lo que os hayan hecho vuestros enemigos. Soy más que eso».

Y en aquel momento decidí no verme nunca como alguien inferior delante de ellos. Así que me zafé de la mano de Gunnarr, que me seguía sujetando por el hombro, me puse de pie con dificultad y los miré a ambos a los ojos cuando yo misma recité mi más que probable sentencia de muerte.

—Devolvedme a la celda. No voy a hablar, ni hoy ni nunca. Os habéis equivocado de persona.

—Entonces pasamos al plan B —dijo Gunnarr—. Si no nos das ninguna pista de lo que mi padre le inyectó a tío Nagorno, nuestros médicos no van a poder salvarle. Así que habrá que enviarle una prueba de vida a mi padre para que él mismo empiece con la investigación cuanto antes.

—No —lo interrumpió Nagorno—, tú quieres una simple venganza sangrienta con tu padre, y te dejé claro que no estamos hablando solo de eso, maldita sea.

—Te equivocas. Lo que quiero es que vivas, no quiero que mueras en mis brazos en un par de semanas, pero mi padre puede dudar de que vamos en serio. Créeme, es la única manera de que se deje de tonterías y se ponga a trabajar ya.

—¿Y qué sugieres?

—Como te decía: una prueba de vida. Al igual que siempre hemos hecho, a la antigua usanza. Una oreja, algo que no comprometa la supervivencia de esta joven.

El estómago me dio una patada, desde dentro. Dolorosa.

—No, una oreja no. Si Adriana sobrevive a esto y se la entregamos a mi hermano, nunca va a perdonarme que la devolvamos mutilada de esa manera.

—No lo va a notar, sobrevivirá, yo cauterizaré la herida. Y tiene el pelo largo, lo podrá disimular toda su vida —dijo Gunnarr, tirando de mi lóbulo—. Pásame ese abrecartas.

—¡Te he dicho que no, Gunnarr! Una oreja, no.

Empecé a empapar la espalda de la camiseta.

«Va a mutilarme», alcancé a pensar, pero el terror me mantenía paralizada y la soga me mantenía las manos atadas en la espalda.

«Va a mutilarme».

—¡Lánzame el maldito abrecartas! —bramó Gunnarr, tirándome al suelo y apartando a Nagorno de la mesa—. ¿Qué demonios os ha pasado a todos estos últimos años? Os habéis ablandado, sois longevos de mantequilla.

Entonces Nagorno, haciendo un esfuerzo por enderezarse, le puso la mano sobre su brazo del gigante, como una serpiente enroscándose en un oso, cada uno consciente de sus poderes.

—Déjalo —se limitó a susurrar.

Porque no necesitaba más. Era Nagorno, y Gunnarr se plegó a su orden.

—Devuélvela a su celda, no quiero verla. Su presencia aquí me ha agotado.

La mirada de Gunnarr se ensombreció y apenas me dio tiempo a ver el gesto que Nagorno le hizo con la barbilla. Volvió a colocarme el saco en la cabeza y me arrastró escaleras abajo de vuelta a mi celda. Una vez allí, me lanzó sobre el camastro.

Después, para mi sorpresa, me desató las manos y yo misma me quité el costal que me impedía ver lo que estaba haciendo.

Gunnarr estaba cerrando por dentro la puerta de la celda. Se guardó la llave en sus pantalones de camuflaje y nos quedamos solos en aquella habitación cerrada.

—¿Vas a mutilarme ahora que estamos solos?

—Compréndelo, stedmor. Tenía que saber hasta dónde estaba dispuesto a llegar mi tío.

—¿Pero, si no llega a frenarte?

Me miró con un gesto elocuente.

—Haces demasiadas preguntas, mi tío ya me advirtió de tu curiosidad. Dime, ¿por eso compartes tu vida con un longevo, Adriana Alameda, por tus ansias por saberlo todo? Qué pareja más curiosa formáis mi padre y tú. El hombre reservado y la arqueóloga curiosa.

«Vaya», pensé frustrada, «nos ha calado».

Hubo un brillo de picardía en sus ojos, como el niño que acierta la adivinanza de un adulto.

Después se acercó a la pared donde se apoyaba mi camastro y puso la mano en la roca.

—Demasiada humedad —susurró para sí.

Se agachó junto a la cama y se puso a buscar algo bajo los muelles.

—¿Qué haces? —le pregunté sin comprender. Él no respondió.

Sacó una pequeña caja de plástico, me acerqué con precaución y vi que era uno de esos aparatos para absorber las humedades que se colocaban en los trasteros.

—Está empapada, mañana te traeré otra —murmuró, después de examinar la esponja interior.

—¿Me secuestras, finges que quieres amputarme una oreja, y ahora te preocupas por la humedad de mi celda?

—Me preocupo por tus huesos, sí. No quiero que enfermes, y dado que tu cabezonería va a hacer que esto vaya para largo, prefiero que estés en las mejores condiciones que tío Nagorno me deje proporcionarte.

Intenté encajar aquello en mi cabeza, pero había mucho que procesar.

—Tú me dejaste la botella de oxígeno, ¿verdad? Y estas sábanas y el edredón nórdico.

Él no asintió, pero supe que la respuesta era afirmativa.

Se limitó a levantarse del suelo, con la caja en una mano y se dirigió a la puerta en silencio.

Pero antes de cerrarla hizo un gesto de morderse una uña, pensativo, como si dudase de hacerme una pregunta.

—Oye, no he dejado de darle vueltas desde que te lo requisé junto a tu bolso y tu móvil. ¿Cómo ha llegado esto a tu poder? Una vez me perteneció.

Me enseñó la placa de bronce del berserker que Iago me había dejado nuestra última noche.

—Me lo dio tu padre el último día que pasamos juntos, que no tengo claro si fue anteayer, o incluso antes. Me contó las circunstancias de tu nacimiento, tu infancia… esos dulces recuerdos de familia que tanto os gustan a los longevos —añadí.

—Y te dio esto… —murmuró, sin dejar de mirar la pequeña placa de metal—. Es curioso que la guardara. Precisamente esta placa.

—Sí, la noche no dio para más y su relato se quedó cuando apareció en vuestra granja el berserker.

—Skoll… llevaba mucho tiempo sin pensar en él —dijo, clavando su mirada en las losas de piedra del suelo.

—Soy de las que escuchan —me atreví a decir—, y me temo que la noche se me va a hacer muy larga en tu mazmorra.

Frunció el ceño por un momento, y se tomó un tiempo para decidirse.

—De acuerdo, stedmor. De acuerdo. Ahora tengo que acostar a mi tío, espérame despierta.