Las viejas discusiones
IAGO
Recibí la llamada de Nagorno a media mañana. Un número oculto me anunció en el móvil que el juego había comenzado.
—Hola, hermano —susurró con una voz más quebrada de lo que recordaba.
—Sabes que voy a matarte, ¿verdad?
—Te equivocas, vas a salvarme la vida. En caso contrario, te devolveré a Adriana en cajas numeradas.
«De acuerdo, te salvo la vida y me la entregas. Dentro de setenta años, cuando ella esté muerta y no tengas nada con qué herirme, iré a por ti igualmente».
—¿Ella está bien?
—Ella está perfectamente, ha dormido doce horas y está muy descansada, ¿qué piensas, que soy un sádico?
Reprimí el impulso de lanzar el móvil al mar.
«Calma, Urko, calma».
—Entonces dime de una vez lo que quieres.
—Te pondré al día de lo que ha ocurrido en mi vida desde que me clavaste esa jeringuilla: dos infartos, Iago, dos infartos de miocardio. He consultado a los mejores cardiólogos del planeta. Tengo el corazón de una persona de cien años. Tienen la certeza de que los próximos meses tendré un tercer infarto y no voy a sobrevivir.
Escuché su sentencia, atónito. No esperaba aquellos resultados, no tan pronto, no de manera tan fulminante.
—¿Por primera vez en tu vida te has quedado sin habla? —preguntó, impaciente.
Me obligué a volver a aquella conversación, porque mi cerebro se había perdido en cálculos y nada me encajaba.
—Nagorno, esos no eran los resultados esperados.
—¿Y cuáles eran, hermano? ¿Cuáles eran?
Callé, ¿cómo contestar a aquella pregunta con Dana en su poder?
—Dime para qué has llamado. ¿Qué he de hacer para que liberes a Adriana?
—Revertir los efectos de lo que sea que me inyectaras antes de mi próximo infarto. Solo tú puedes hacerlo. Tienes tres semanas. Veintiún días. Si yo muero, Gunnarr se encargará de que ella no vuelva. Y créeme…, no querrás que deje a Adriana en manos de tu hijo.
—Hablando de Gunnarr, ¿cómo pudiste ocultarme durante cuatrocientos años que no murió? ¿Cómo fuiste capaz de no contármelo cuando toqué fondo?
Nagorno calló, al otro lado de la línea pareció pensar la respuesta.
—Sabes que siempre lo preferiré a él, hermano.
Qué inútil volver a las viejas discusiones.
—¿De verdad sigues creyendo que Gunnarr es de fiar? Todo hombre es esclavo de sus elecciones —le advertí—. Pero cuídate de los zarpazos del oso.
—Descuida, tengo reflejos. O más bien tenía. Lo que nos lleva a la cuestión central de esta conversación. ¿Podrás tener la cura preparada a tiempo?
«¿Qué cura?, Nagorno. ¿Qué cura?, si ni yo mismo tengo claro qué te inyecté».
—Voy a hacer todo lo humanamente posible porque así sea. Y no por ti, lo sabes. No por ti.
—Comienza entonces cuanto antes. Y vayamos a los asuntos prácticos. La cuenta atrás ha empezado a correr para ti y para Adriana, así que, ¿necesitas alguna muestra orgánica?
—Sí, posiblemente necesite saber todo lo que pueda del estado de tu corazón. Envíame los resultados de toda la analítica de esos doctores y una muestra de tu sangre. ¿Cómo puedo contactar contigo si necesito algo más?
—No te pases de listo, Urko. No estoy jugando.
—Yo tampoco, solo intento salvar la vida a mi esposa y a mi hermano.
—Yo te llamaré, cada pocos días.
—Tendrás que darme algo, Nagorno —lo tanteé—. Déjame hablar con ella, necesito escuchar de su propia voz que está bien.
—No voy a darte nada de eso, hermano, porque sabes que Adriana está a mi cargo y la conservaré con vida mientras me sea útil para salvar la mía. No estoy negociando. Encuentra la maldita cura, solo así volverás a verla.
Y dicho esto colgó.
Así que era eso: mi experimento había fallado, mis cálculos para que el corazón de Nagorno envejeciera como una persona normal habían sido un estrepitoso fracaso.
Tendría que volver a investigar a contrarreloj, ¿por dónde empezar?
Arranqué el coche y me dirigí a mi antiguo piso en el Paseo Pereda. En la cuarta planta aún quedaban algunos de los instrumentos que Flemming Petersen, mi buen amigo danés, me había legado. Entré en mi laboratorio casero y paseé sin ganas por aquel cuarto desangelado, con las fundas de plástico ocultando como telas de fantasmas una investigación que jamás debió empezar, que tanta gente querida se había llevado por delante.
¿De qué me servía haber descubierto el secreto de nuestra longevidad? Ahora yo era la pieza a abatir y Dana un peón a sacrificar. No, no había sido un buen momento para intentar acabar con Nagorno. Mi historia con Dana me hacía débil, una pieza extorsionable. Nunca le ganaría una partida a Nagorno en aquellas condiciones. Así que no tenía más remedio que plegarme a sus deseos, dejarla en tablas durante unas décadas, y a la muerte de Dana entonces sí, entonces acabar con él de una vez por todas.
¿En qué limbo había vivido aquel último año? ¿Cómo no anticipé que Nagorno volvería, cómo confié en que no iba a usar a mi hijo como brazo ejecutor, traído de vuelta de quién sabe qué Infierno?
Bajé a la tercera planta, abrí mi portátil y recuperé los archivos encriptados con toda la información de la Corporación Kronon. Debía ponerme al día en unas horas.
Pero yo sabía que Nagorno me acababa de pedir algo imposible, que no sabría revertir el efecto de una inyección defectuosa que le había clavado en el corazón inhibiendo su telomerasa. Que lo que él quería era como conseguir enviar una nave tripulada a Marte en varias semanas. Tal vez si me daba unas décadas… Tal vez entonces… Pero el hecho era que no había aún tecnología para conseguir aquel logro.
Y la vida de Dana dependía de un maldito milagro tecnológico. Volver a convertir en longevo un corazón efímero y envejecido precozmente.
Me quedé un buen rato ensimismado, sentado en el alféizar del ventanal de mi piso en el Paseo Pereda. Las vistas al Cantábrico más allá de la bahía me hicieron sentirme de nuevo en casa. En un año apenas había vuelto por allí. El hogar que Dana y yo estábamos construyendo nos mantenía ocupados con labores prosaicas, decisiones cotidianas como qué sofá colocar junto a la chimenea o qué vajilla era más robusta y aguantaría más años.
Más años, sonreí. Qué ironía, ¿habría más años para Dana?
Decidí quedarme allí a dormir, no me sentía con fuerzas para volver a nuestra casa común. Conocía el poder para atormentarme que tenían las ausencias, y necesitaba pensar con claridad si quería salvarla.
Después de establecer un listado de prioridades en mi cabeza, me decidí y saqué el móvil del bolsillo del vaquero. Marqué un número de teléfono, rogando a algún dios olvidado que mi padre tuviese cobertura.
Lür llevaba un año perdido en algún lugar del Amazonas, ayudando a unas sanadoras de la tribu ashaninka a dejar constancia escrita de sus conocimientos ancestrales de plantas y raíces con propiedades curativas. Algunas farmacéuticas europeas llevaban años aprovechándose de su sabiduría para patentar principios activos de granos como el sacha inchi o una liana llamada «uña de gato». Para las curanderas mi padre era un biólogo activista con ilimitados fondos financieros y una sabiduría muy poco común con respecto a las propiedades de su flora autóctona.
Pero yo lo conocía bien. Sabía que para él era una huida, no hacia delante, sino al pasado.
Lür estaba demasiado afectado por los últimos acontecimientos, por la última diáspora de la familia, por la muerte de Lyra, por mi agresión a Nagorno. Lür siempre se refugiaba en lugares vírgenes donde la naturaleza era más poderosa que el hombre o la civilización. Tal vez porque era un experto en dominar medios hostiles, pero la mano del hombre, la mano de su propia familia… Ni siquiera su sensatez nos había servido a sus hijos para evitar, una vez más, el desastre.
—Hijo, ¿cómo va todo? —preguntó. Como ruido de fondo se escuchaba un pájaro que no supe identificar.
—Ojalá pudiera decirte que todo va bien, pero no es así. Gunnarr ha vuelto.
Lo escuché murmurar otra vez para sí, luego me dijo:
—Escucha hijo, ha vuelto a pasarte. Has perdido la memoria y tus recuerdos son confusos. Te llamas Urko y naciste en lo que hoy llaman la Prehistoria…
Puse los ojos en blanco.
—Padre…
—No, atiende, es importante —me interrumpió—. Tu hijo Gunnarr falleció hace cuatro siglos. Quiero que memorices los siguientes datos y esperes a que yo vaya a…
—Padre, no he perdido la memoria. Gunnarr ha vuelto, está vivo.
—Estás en el siglo XXI, en Europa, tu última identidad es…
—Mi última identidad es la de un arqueólogo llamado Iago del Castillo, nacido en Santander en el año 1976 de la era cristiana. Dirijo como puedo un museo privado de Arqueología y Gunnarr, el hijo que se dio por muerto en la batalla de Kinsale, ha secuestrado a Adriana por orden de Nagorno, al que inyecté hace un año un inhibidor de telomerasa en el corazón y cuyos efectos secundarios le han provocado dos infartos durante los últimos meses, ¿quién ha puesto al día a quién? —dije, de corrido.
Mi padre no tardó mucho tiempo en decidirse.
—Dame veinticuatro horas. Prepárame todos los papeles para retomar mi identidad de Héctor del Castillo. Vuelvo a Santander.