Piel de oso
Actual Dinamarca, 800 d. C.
IAGO
Llevaba cinco noches escuchando aquellos cánticos y conjuros, pero los hombres no teníamos acceso a los ritos para propiciar un buen parto, aunque en el skali, la casa grande, no había intimidad posible. Habíamos construido la vivienda principal de nuestra hacienda al modo de los daneses, un gran edificio alargado de turba sin habitaciones, ni puertas ni paredes para dividir estancia alguna.
—¡Dejadme pasar, os he dicho! —grité por enésima vez a la barrera silenciosa de mujeres que se interponía entre el lecho de mi esposa, Gunborga y mi impaciencia mal reprimida.
Mi padre y Nagorno —o Néstor y Magnus, como se hacían llamar desde que vivíamos en las tierras de la antigua Dinamarca—, también estaban expectantes. El embarazo había durado doce meses lunares y sabía que albergaban la secreta esperanza de que la nueva criatura fuera como nosotros.
Después de tan larguísimo parto Gunborga había muerto de agotamiento, pero el recién nacido aún se demoró unas horas más. De nada le había servido a mi difunta esposa el haber pinchado su dedo con una aguja durante el séptimo mes de embarazo para dibujar con la sangre unos símbolos sobre un trozo de lino que guardó hasta el día del nacimiento de su primogénito, ni la runa Biarg para facilitar los partos que había tallado a un costado del lecho.
Iba a ser un nacimiento anómalo y todos lo sabíamos. Llevaba a una criatura gigante en sus entrañas, y muchos creían que sería un nacimiento doble, pero yo solo escuchaba un corazón a través de su abultada barriga, fuerte como el de un adulto.
—¡Que pase!, pero que no se encariñe con este engendro. Va a tener que exponerlo —graznó la seidkona, una anciana con papada y pelos blancos en la barbilla.
La vieja vidente me devolvió al bebé con un gesto de asco mal reprimido. Hablaba de la costumbre norteña del úborin börn: cuando un recién nacido era deforme, el padre tenía derecho a no aceptarlo y exponerlo a la intemperie de la noche para que muriera.
—Ya veremos, anciana. Ya veremos —me limité a responder. Le hice un gesto a mi padre con la mirada para que le diese de comer lo convenido, unas gachas con leche de cabra, y después la echase del skali.
«Dentro de esta viga mando yo», me repetí, mirando al techo.
Había hecho tallar a Gunborga aquella inscripción en el travesaño que sujetaba la vivienda, las mismas runas que había visto grabadas en todas las granjas de los hombres del norte, aunque lo cierto es que cuando tuve a mi hijo en brazos dudé de mis palabras.
No solo era un bebé gigante. Tenía todo el cuerpo y el rostro cubierto de un espeso manto de vello ambarino, casi blanco. Su cabeza era deforme, como una luna menguante. La cara alargada, la barbilla y la frente propulsadas hacia delante.
—¿Es mi hijo? —acerté a decir—. Más parece la cría de un oso albino.
—Tal vez un oso la violó y Gunborga te lo ocultó —susurró Magnus a mi lado, sin dejar de escrutar al niño.
—Puede ser —asentí.
Todos conocíamos la leyenda nórdica de la dama secuestrada por un oso y obligada a yacer con él durante una semana en su cueva. El hijo que tuvo, mitad hombre, mitad oso, fue el primer rey de lo que más tarde sería Dinamarca.
—No, Kolbrun, es hijo tuyo —me dijo mi padre, después de dejar a las seidkona atendida por las sirvientas.
Le abrió los párpados y el recién nacido se quejó, molesto. De su boca salió algo parecido a un gruñido, aunque era un sonido más animal que humano.
—Tiene los ojos del clan de tu madre.
—Por estas tierras están muy extendidos los ojos azules —le recordé.
—Es cierto, pero no como los vuestros. Tú los tenías así, casi albinos, cuando naciste.
—De todos modos, me temo que tendré que exponerlo. Parece fuerte, pero es muy deforme. Lyra —le dije a mi hermana—, tú sabes lo que supone llevar una marca en la cara. Si este niño crece, será un monstruo y todo el mundo lo rechazará, tiene el cuerpo y el rostro cubierto de vello blanco.
—Es el lanugo, lo tienen todos los bebés cuando las madres sufren mucho durante el parto. Suele caer en unos meses, lo sabes tan bien como yo —me respondió entre susurros. El resto de las mujeres de la granja pululaban a cierta distancia, fingiendo sus quehaceres, pero pendientes de nuestra decisión.
—Este manto es algo más que lanugo, será un oso toda su vida —le repliqué—. Aunque podemos afeitarlo para que no cree tanta repulsión. Pero me preocupa la forma de su cabeza, esta barbilla y esta frente.
—Puedo entablillarla —susurró Néstor—, lo he visto hacer en algunos pueblos antiguos del Poniente. Solo serán unos meses, sus huesos son ahora moldeables, podemos darle una apariencia menos monstruosa.
—No lo expongas —interrumpió Magnus, tomando al niño—. Su embarazo ha sido extraordinariamente largo, como lo fueron los nuestros. Debe vivir. Si envejece y no es como nosotros, acabará muriendo; pero si no envejece, será un miembro más de La Vieja Familia. ¿No deseáis ser de nuevo cinco? ¿No echáis de menos los tiempos lejanos de Boudicca? Tal vez ella nos lo haya enviado de nuevo, veo rasgos en él parecidos a nuestra hermana. Su estatura y su complexión serán más que notables, y se adivinan ya inteligencia y fiereza en esta mirada.
—Eso no es un buen augurio, hermano. ¿Y si comparten destino y Gunnarr acaba muerto en una batalla, como ella? —pensé en voz alta.
Todos bajaron la mirada, incómodos. ¿Hacía cuantos siglos que no nos atrevíamos a nombrar a Boudicca en voz alta?
—Es tu decisión, Kolbrun —dijo mi padre, dándome una palmada en la espalda—. Iré a apaciguar a la seidkona y comenzaremos con los rituales de enterramiento de Gunborga. Lyra, córtale el pelo y las uñas. Magnus, ordena a los esclavos que vengan con las hachas y abran un agujero en la pared, debe ser grande para que el alma de Gunborga pase. Mañana la tapiaremos de nuevo para que la difunta no pueda volver. Nos espera una noche fría a todos, con el boquete abierto y en lo más crudo del invierno. Será mejor que encontréis con quién dormir y os caliente el lecho.
Todos salieron del edificio en señal de respeto y me dejaron solo, sentado en el lecho donde el cuerpo de Gunborga se enfriaba, con un recién nacido en mi regazo. Debía llamarlo Gunnarr, Gunborga lo había decidido y pensaba respetar su último deseo, pero ¿qué hacer con él? ¿Tendría una existencia digna un ser tan deforme? ¿No sería más piadoso acabar con una vida de calamidades allí mismo?
Miré al recién nacido, y entonces ocurrió algo extraordinario.
Sacó los dos brazos de la gruesa manta de lana que lo envolvía y cada uno de sus pequeños puños me rodeó el dedo índice de ambas manos. Levantó la barbilla, abrió los ojos y me sostuvo la mirada. No era una súplica, fue casi un reto. Gunnarr apretó sus puños con una fuerza más propia de un osezno que de un bebé humano. Había visto antes otros niños como él, ambidextros desde la cuna, pero tuve la certeza de que Gunnarr llegaría a convertirse en un ser humano excepcional.
Aquel fue su primer acto de seducción, después vendrían muchos más. En ese mismo momento decidí no abandonarlo a una muerte segura.
Días más tarde paseaba con el bebé entablillado por el granero, buscando mitigar el frío de aquel largo invierno con el calor de los animales, cuando escuché unas voces exaltadas fuera del edificio. Miré a través de los postes irregulares de madera y pude distinguir la capa azul de la vieja seidkona y su capucha de piel de gato blanco. Llevaba un pequeño cuchillo en las manos y mi padre se le había enfrentado, haciendo caso omiso del arma que la partera blandía frente a él.
—¡Por todos los dioses, anciana! ¿Qué crees que estás haciendo? —le bramó Néstor, señalando la puerta del skali.
Entonces lo vi, y se me heló la sangre. La vieja había grabado en la entrada de nuestra casa un verndarrum, una rueda de protección con ocho ejes, terminados en tridentes. Era el más poderoso de los conjuros rúnicos.
La seidkona escupió en la puerta.
—No lo habéis expuesto, ¿verdad?
—Sabes la respuesta, no me hagas perder la paciencia. ¿Por qué has osado tallar algo tan potente?
—Es para mí. Para evitar no encontrármelo nunca ni estar cerca de él.
—¿Del niño?, ¿tienes miedo de un recién nacido?
—Él será como vosotros. Y por Odín y su único ojo que sé lo que sois: sois los Errantes, sois los Antiguos, el viejo Clan, La Vieja Familia. Escuché a mi abuela hablar una vez de vosotros.
Vi el desconcierto en el rostro de mi padre, pero también un miedo, un horror que no sabría definir. Se le acercó y la empujó contra la pared del granero, a pocos centímetros de donde Gunnarr y yo escuchábamos escondidos. Apreté al niño contra mi pecho. No quería que nos descubriesen espiando, pero Gunnarr no parecía tener intención alguna de interrumpir.
—¿El viejo Clan? ¿Hace cuánto lo escuchaste? ¿Estás segura de que éramos nosotros? —le susurró al oído, con la voz deformada por la ira. No era común ver a mi padre tan fuera de sí.
—¿Quién podría ser si no?
—Calla, anciana. Estás delirando —dijo soltándola del cuello—. ¿Qué debo hacer para que no vuelvas por aquí ni le hables a nadie de nosotros?
—Darme uno de esos tesoros que guardas bajo tierra, Loki me los mostró en mis sueños.
Mi padre guardó silencio, apretando los dientes. Podía ver cómo le costaba ceder ante aquella bruja.
—Así haremos, anciana. Pero guárdate de chantajearme una vez más, a mí o a mi familia. Será una única entrega. No voy a pagarte la vejez con el sudor de mi frente solo porque te hayas cruzado en mi camino.
—No me llames anciana —dijo, recolocándose el gorro—, soy apenas una niña comparada contigo.
Y comenzó a alejarse, pero antes se volvió y gritó:
—¡El oso blanco os eclipsará a todos!
Entonces apareció Magnus, o tal vez llevaba tiempo presenciando la escena, con él siempre era difícil saberlo.
—¡Vieja supersticiosa, fuera de aquí! —le gritó, echándola a patadas—. Escóltala, Néstor. Si vuelvo a verte merodeando por nuestra granja, simplemente te degüello. Y tú sabes tan bien como yo que así será.
Gunnarr tuvo ese efecto, desde el día de su nacimiento. Todos queríamos protegerlo.
Magnus, porque estaba convencido de que sería un longevo. Lyra, por su parte, se encargó de amamantarlo. A ella todavía no se le había secado la leche después de que su última hija muriera a los pocos meses de una calentura y Gunnarr tenía tal fuerza en la mandíbula que había destrozado los pechos de las amas de cría a las que pagué. En pocos días, todas las que estaban disponibles renunciaron.
Mientras mi padre se alejaba con la seidkona y la acompañaba hasta el vallado, Lyra salió del skali, alertada por los gritos de Magnus.
Le lanzó una mirada reprobadora y le dijo:
—No debiste hacerlo, no es una farsante.
—¿Vas a creerle? —preguntó Magnus, con un gesto de fastidio.
—Durante el parto de Gunborga me indujo a un trance a mí también. Necesitaba a otra mujer que supiera recitar los cánticos y Gunborga me preparó porque veía que no sobreviviría al parto. La seidkona me hizo ver cosas, hermano —susurró Lyra.
—¿Qué te hizo ver, y qué te asusta tanto?
—Será uno de nosotros, Nagorno. Pero he visto algo que no sé cómo interpretar: Gunnarr volverá de la muerte y os trastocará la vida a todos. A Urko, a Lür y a ti.
Magnus la miró, no creía ni una sola palabra.
—Qué conveniente, ¿cómo es que a ti no te trastornará la vida?
Lyra suspiró, y aquel gesto me supo a infinito dolor.
—Jamás cuentes lo que acabo de ver, Nagorno. Jamás les hables de esto a padre y a Urko.
—Habla, pues.
—Cuando Gunnarr vuelva de la muerte, yo ya no estaré para proteger a la familia.
Él guardó silencio, asumiendo las implicaciones de lo que acababa de escuchar. Yo simplemente me negué a creerlo.
Lyra no iba a morir.
Nunca.
Yo siempre estaría a su lado para protegerla y compensar el mal que le hice.
Se mantuvieron la mirada durante un largo rato, a pocos centímetros el uno del otro. Luego Magnus le apoyó el brazo en el hombro.
—Entonces estaré yo. Nunca dejaré de velar por los miembros de esta familia.
Lyra desvió la mirada.
—No es eso lo que yo he visto.
Yo escuchaba con el recién nacido en mis brazos, pero Gunnarr también escuchaba, y si no supiera que aquello era imposible, habría jurado que comprendía todas y cada una de las palabras que se dijeron aquel día…
… y yo creo que nunca las olvidó.
«No imaginas, Adriana, las expectativas que eres capaz de crearte cuando un hijo tan excepcional en todo como Gunnarr se vislumbra como un posible longevo. Fueron tiempos felices para mí, viéndolo crecer invierno tras invierno.
»Cada mañana había un motivo para levantarme del lecho, Gunnarr me lo daba. Él nos trajo alegría a la granja, nadie se podía resistir a su encanto. Siempre fue voluntarioso para trabajar, desde niño. Durante años sospeché que alguna vieja esclava le contó que estuve a punto de exponerlo y él estaba tan agradecido por haber sobrevivido que para mi hijo cada amanecer era un motivo para festejar.
»Se levantaba antes que nadie, daba de comer a los animales, ayudaba a mi padre con las capturas de pesca y acompañaba a su tío Magnus al puerto a negociar las mercancías. Lyra le enseñó los conocimientos de las runas que Gunborga le había transmitido y comenzó a tallar piedras. Muy pronto no quedó objeto en la granja que no llevara su impronta. Todas nuestras dagas llevaban algún conjuro de protección, los escudos, los cuernos que usábamos para beber, incluso los puntales de la silla donde yo me sentaba para presidir los banquetes.
»—¡Mira, padre! Siempre le doy al tronco, y ni siquiera necesito mirar. Tío Magnus me ha entrenado, es más hábil que tú con las hachas —me dijo un día mientas lanzaba dos pequeñas hachuelas a un árbol donde practicaba todas las madrugadas.
»—¿Por qué usas ambas manos para todo? —le dije, tratando de ocultar mi orgullo de padre.
»—La cuestión es: andamos con dos pies, escuchamos con dos orejas, miramos con dos ojos. ¿Por qué todos usáis solo una mano, como si fuerais mancos?
»—No todo el mundo tiene tu pericia —le repetí por enésima vez.
»—Eso ya lo veo, pero no intentes limitarme solo porque el resto de vosotros seáis incapaces de igualarme, padre —soltó entre risas, con aquella voz quebrada de los adolescentes.
»Así era Gunnarr de extraordinario. Durante siglos, hasta que la Medicina me convenció de que era imposible, creí que tenía dos cerebros. Tal vez uno luminoso y otro oscuro. Aprendió a escribir con dos manos a la vez, textos diferentes, distintas lenguas. Terminaba las labores de arreglo de las barcas antes que nadie porque usaba simultáneamente diferentes instrumentos.
»Pero Gunnarr tenía también un lado imposible de domesticar que pronto nos dio problemas a todos. Ocurrió cuando tenía doce inviernos. Me superaba ya en estatura y desde entonces fue como ahora le has conocido, simplemente un gigante. No pasaba desapercibido para nadie, y tal vez fue eso lo que atrajo al berserker».
—¿Berserker? No estoy familiarizada con ese término, Iago —me interrumpió Dana, sin comprender.
Suspiré, cansado ya de remover aquellos recuerdos y me quedé mirando el fuego. Después me dirigí a una de las estanterías de la biblioteca y tomé el Gesta Danorum, las primeras crónicas de Dinamarca que escribió Saxo Grammaticus en el siglo XII. El grueso tomo ocultaba un pequeño tesoro arqueológico: una placa de bronce en la que un guerrero combatía con un hombre, mitad oso, mitad humano. Se la tendí y Dana la examinó maravillada.
—Pertenece a la era de Vendel, la encontraron en Öland. Sé lo que vas a preguntarme y la respuesta es: sí, la falsa descansa tras las vidrieras del Museo Histórico de Suecia. Esta es la original. Siempre la guardé, aunque para mí supone un mal recuerdo, el primer conflicto grave con mi hijo.
—Continúa —me animó.
—Los berserkir eran una casta de guerreros, o más bien mercenarios, que combatían como guardia personal de los reyezuelos del norte. Eran muy solicitados en tiempos de guerra, pero nadie quería saber nada de ellos después de la batalla. Estaban asociados con un extraño culto al oso. Se drogaban con un hongo muy común en aquellos bosques de abedules, la amanita muscaria, y entraban en una especie de frenesí violento en el que no entendían de amigos o enemigos. Los vi combatir en varias ocasiones, y es cierto que su fuerza era sobrenatural, las heridas no les afectaban y continuaban de pie más allá de lo humanamente posible, pero acabados los efectos, caían en un sopor y muchas veces morían deshidratados. No tenían hogar y vivían de la hospitalidad de los jarls, los hombres libres como nosotros que los solíamos acoger durante las temporadas pacíficas. Aquel se llamaba Skoll, creo recordar. Y no era un hombre, era un demonio. Y como tal lo recuerdo.
—¿Un demonio? ¿Por qué, qué hizo?
—Se llevó la parte luminosa de Gunnarr y nos devolvió al longevo más oscuro de todos nosotros.