No quieras saberlo
ADRIANA
Lo encontré un par de horas más tarde, en la cala de la Arnía. No me había llamado y no cogía el móvil. Anulé la maldita reunión con todo el personal del museo y recorrí todas las carreteras y las playas de la costa hasta dar con él.
Iago tenía su pelo negro aún mojado por una tormenta que había bajado un par de grados la temperatura y había dejado el ambiente húmedo y brumoso.
Creo que él no era muy consciente. Estaba sentado junto a las rocas, apenas se dio cuenta de que llegué y me senté a su lado.
—¿A qué ha venido? —le pregunté directamente. Para qué dar rodeos.
—Está merodeando.
—¿Estamos en peligro, tú o yo?
Levantó la cabeza y miró al mar.
—Con Gunnarr siempre. Ven, siéntate entre mis piernas.
Me acerqué y dejé que me rodease con sus brazos, pese a que su ropa estaba aún calada y todo lo que sentí fue frío.
—¿Igual que con Nagorno, entonces? —insistí.
—No, aún no lo entiendes, querida Dana: Gunnarr nos supera a todos. En todo. A Lür: en humanidad, es irresistiblemente, torpemente, desesperadamente humano y empático.
—¿Gunnarr es empático?
—Así es, tiene más empatía que ninguno de nosotros. No es un cínico, no es un sociópata, ni un psicópata. Al contrario, es encantador, es carismático. Pero no es en el único aspecto en el que está muy por encima de todos. A mí me supera en inteligencia.
—Eso lo dudo.
—Durante centurias creí que Gunnarr tenía dos cerebros. Sé que es complicado de entender, pero créeme: no has estado nunca ni estarás frente a un cerebro como el suyo.
—¿En qué crees que supera a Nagorno? —pregunté, con la garganta seca. Ese detalle me preocupaba. Me preocupaba mucho.
Iago apoyó la barbilla sobre mi hombro.
—A Nagorno, en todas las artes de la guerra y la estrategia. Tiene una visión panorámica de los acontecimientos que le da ventaja, siempre le da ventaja. Gunnarr es todo eso y más, elevado a la enésima potencia. Si Nagorno va diez partidas por delante y yo cincuenta, Gunnarr va mil. No puedes ganarle si entra en el juego. Simplemente es mejor retirarse y renunciar a jugar.
«De acuerdo».
—¿Y qué le mueve? —pregunté, después de pensarlo durante un buen rato.
—¿Cómo?
—A todo el mundo le mueve algo: un trauma, un empeño, una deuda, una pasión.
—El me adoraba, y yo a él. Pese a lo distintos que éramos. Pero lo que le hice…, la traición…
—¿Qué ocurrió?
—Gunnarr tiene razón para estar enfadado y dolido conmigo. Él confiaba en mí, y lo traicioné, no calibré el daño que le hizo mi inconsciencia, mi frivolidad. No fui un buen padre, ni siquiera fui una buena persona.
—Me cuesta creer lo que estás contando, Iago. Ese no es el hombre que yo conozco.
—Deja de mirarme con buenos ojos, esta vez no soy el bueno de la historia.
—No me has contestado —le hice ver.
—Hoy no, Adriana. Hoy no.
—Cuéntame algo —le rogué—, necesito saber a qué nos enfrentamos.
—Entonces tal vez deba comenzar por su nacimiento —concedió al fin.
—De momento me sirve. Vayamos a casa, olvidémonos del museo por un día, comamos, encendamos la chimenea, tengamos una tarde de sexo escandalosamente bueno y cuando estés despejado me cuentas esa historia que tanto te duele contarme.