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Cuatro jinetes

IAGO

Tuve que apoyarme en la esquina del mueble porque por un momento perdí el equilibrio. A Gunnarr pareció hacerle gracia mi reacción pero continuó sentado, como un despreocupado rey nórdico en su trono. Volver a ver vivo a mi hijo después de cuatrocientos once años resultó una sensación demasiado aterradora para mis sentidos.

—Te hacía en el Valhalla —acerté a decir.

—Digamos que me volví a medio camino.

¿Sonó retador, o eran los recuerdos de mis recuerdos los que le dieron aquel matiz?

—¿Y la lanza que te cruzó el cráneo? —le pregunté. Las sienes me bombeaban y no podía dejar de tragar saliva.

—¿Eso os contó el tío Nagorno? —dijo, riendo—. Él siempre tan dramático.

—¡Ya, basta! —estallé—. Basta de risas, Gunnarr. No puedes darte por muerto, dejar que te lloremos durante medio milenio y volver aquí para reírte de mis reacciones.

—¿No puedo, padre? ¿De verdad que no puedo? —gritó, alzando la voz e incorporándose.

Llevaba el pelo exactamente igual que cuando lo perdí por primera vez. Largo, sucio y desaliñado. Todo su aspecto me auguraba lo peor: que cuatro siglos no habían conseguido civilizarlo.

—Y hablando de los que me llorasteis, ¿dónde está el abuelo, y qué hay de tía Lyra y tío Nagorno? Vosotros siempre os movíais en manadas.

—No, Gunnarr. Antes me explicas a qué has venido y cómo me has encontrado.

—Disculpadme ambos. —Había olvidado que Dana estaba frente a nosotros, mirando a uno y a otro alternativamente—. No es que yo tenga que deciros lo que hay que hacer después de que un padre y un hijo no se hayan visto en cuatrocientos años pero ¿no deberíais daros un abrazo, o algo así?

—Y la pacifista, ¿quién es? —preguntó Gunnarr.

—Es mi esposa, Adriana Alameda.

—Tu esposa, Adriana Alameda… —repitió, masticando las palabras antes de escupirlas en el suelo—. Eso sí que es interesante, padre.

Me lo temía. No me había perdonado. Nuestra relación estaba exactamente donde la dejamos aquel 3 de enero de 1602.

«Céntrate», me obligué. Urgía ser resolutivo.

—Vamos a dar una vuelta, Gunnarr. Tengo que ponerte al día.

Mientras tanto, Gunnarr se había acercado a Dana y le había hecho una reverencia.

Kære stedmor

Dana se giró hacia mí, con aire cansino.

—¿Qué demonios ha dicho?

Suspiré.

—Mi querida madrastra —traduje del danés.

Abrí la puerta y los invité a abandonar el despacho. Paula, la secretaria, fingió que tecleaba sobre su portátil mientras nos miraba pasar de reojo.

Bajamos al aparcamiento y Gunnarr aspiró aire como para llenar un zepelín.

—Ah…, me va a gustar estar aquí. Adoro esta brisa marina sobre la cara.

—¿Piensas quedarte mucho? —pregunté con recelo.

Ignoró mi pregunta y montó sobre una moto del siglo pasado.

—Un buen motor, imagino —comenté, cambiando de tercio. Gunnarr amaba los circunloquios y raramente contestaba una pregunta directa.

—Es un modelo XA de 1942. Durante la Segunda Guerra Mundial el gobierno americano construyó solo mil cien unidades de esta Harley para el norte de África. En teoría era para el desierto, pero yo la uso en Europa y me va bien —dijo, arrancándole al motor un gemido atronador.

—Te sigo, Iago del Castillo —dijo con una sonrisa burlona.

—Vamos, Dana. Tú conduces —le dije, lanzándole las llaves del todoterreno que había sustituido al que mató a mi hija.

Dana se metió en mi coche sin preguntar y yo me senté en el asiento del copiloto.

—Tú dirás, Iago.

—Vamos al cementerio de Ciriego.

—Me lo temía —suspiró.

Arrancó y por un momento, ambos motores vinieron a añadir más ruido a la tormenta que rugía en mi cabeza.

Bajé la ventanilla, necesitaba tomar aire.

—Iago, esto no ha sido una casualidad —me dijo, preocupada—. No después de que Nagorno huyera hace un año. Además, hay algo que no me encaja en esta escena. No sé lo que es, se me escapa, pero…

—Calla, por favor —le rogué—. Tenemos menos de un cuarto de hora hasta que lleguemos. Dame un poco de silencio. Necesito pensar rápido.

Dana obedeció, frunciendo el ceño y concentrándose en la carretera. Gunnarr nos seguía a menos de treinta centímetros. Conducía igual que montaba a caballo, acelerando y frenando, molestando solo por recrearse en el juego.

Cerré los ojos e hice pinza con los dedos en el puente de la nariz, buscando aislarme del exterior.

Primero: salimos del barrio del Portío. «Mi hijo fingió su muerte».

Segundo: atrás queda Liencres. «Nagorno lo sabía y nos mintió, pues nos contó que Gunnarr murió en sus brazos con el cráneo destrozado y que los ingleses se ensañaron con el cadáver de mi hijo».

Tercero: pasamos Soto de la Marina. «Gunnarr me localiza un año después de la supuesta muerte de Nagorno, haciéndose pasar por un historiador experto en Edad Media. Un juego muy propio de él».

Cuarto: cruzamos la rotonda. «Si algo me han enseñado mis diez milenios desgastando este suelo, es que las casualidades existen un una proporción estadística muy escasa. ¿Estoy ante esa remota posibilidad?».

Quinto y llegamos. «Gunnarr aún me guarda rencor, luego no ha vuelto para hacer las paces».

—Iago, no me esperaba esto, pero es evidente que Gunnarr y tú tenéis más de un asunto pendiente, ¿hay algo que deba saber de tu hijo?

—¿Hasta dónde conoces de la cultura nórdica?

—Sabes que no soy muy aficionada a las sagas. Con la Edda Menor de Snorri tuve suficiente.

Sonreí y le despeiné la melena.

—Te pongo al día, entonces. Existía la costumbre de poner apodos que nos describieran. En mi caso, me llamaban Kolbrun.

—¿Kolbrun?

El de las cejas negras como el carbón. Habrás escuchado muchos más: Sven Barbapartida, Hakon Espalda Ancha… De hecho, el mundo entero nombra a diario el apodo de un rey danés, Harald Diente Azul.

—¿Diente Azul? No lo creo, no me suena.

—Mira tu móvil, Dana. Tiene Bluetooth, ¿verdad?

—¿Y eso qué importa ahora?

—El logo de la tecnología Bluetooth son en realidad unas runas. Son las iniciales de Harald Bluetooth. El símbolo que ves es la H, la letra hagall, el granizo y la B, la letra berkana, que simboliza el abedul. Harald Bluetooh fue un rey danés y noruego del siglo X que unificó las tribus noruegas, suecas y danesas al convertirlas al cristianismo. De igual manera, el protocolo Bluetooth permite unificar los sistemas de comunicación digital.

—Bien, ¿qué apodo le pusieron a Gunnarr?

—Gunnarr el Embaucador.

Dana miró fijamente el retrovisor y aceleró para que Gunnarr no rozase el salpicadero con su rueda.

—Me hago cargo —concluyó—: Hijo conflictivo vuelve de la muerte para arreglar los asuntos pendientes con su padre.

«O algo peor, Dana. O algo peor», pensé.

—¿Crees que ha cambiado?

—Parece mentira que hayas conocido a La Vieja Familia al completo.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que los longevos no cambiamos nunca.

Poco después el coche se detenía frente a la entrada del cementerio. Había llegado el momento de la despedida, pese a que mi esposa no era consciente del peligro que yo estaba corriendo y por nada del mundo quería que sospechase que así era.

—Bien, Dana. Yo me quedo aquí. Vuelve al museo, a fingir que todo está bien. A las once y media teníamos una reunión de todas las Áreas. Intentaré llegar.

—¿Cómo vas a venir, si yo me llevo el coche?

—Tengo dos opciones: volver en moto o en taxi.

«O no volver».

—Iago, entiendo que tengáis que hablar de vuestros asuntos, pero… no sé, hay algo en todo esto que no me encaja. Llámame al móvil cada hora, así me quedo tranquila, ¿de acuerdo?

—Así lo haré —le dije, fingiendo una sonrisa mil veces ensayada.

«Y ahora vete, por favor, esto ya es suficientemente peligroso», callé.

La nubes venían para engullirnos, negras, amenazantes, espesas y cargadas de malos presagios, la mañana perdió luz y casi se convirtió en noche, con el aire cargado y enrarecido, lleno de electricidad estática. Sabía que un pequeño chispazo desencadenaría la tormenta, que amenazaba con ser de proporciones épicas. Tal vez un castigo divino, tal vez un aviso del Infierno, quién sabe.

Por fin Dana arrancó el coche, y ella y su cara de preocupación desaparecieron rumbo al MAC. Me giré hacia Gunnarr, que me miraba fingiendo estar expectante.

—¿Vamos a visitar muertos? —Se desencajó el casco y se sacudió la sucia melena.

Le di una palmada en la espalda, tal vez para comprobar íntimamente que era real y no un producto de mis pesadillas. Pero estaba allí, mi hijo había vuelto y mi cuerpo reaccionaba con todos los músculos alerta. Tenía un corte en una oreja que no recordaba, más bien le faltaba parte del lóbulo, probablemente un tajo de una espada en la batalla, o un mordisco en una trifulca.

—Vamos, sígueme —me limité a decir.

Recorrimos las cuadrículas perfectas de las calles del cementerio, trazadas a tiralíneas, donde los muertos se apilaban en ángulos rectos, sin importar si estaban orientados al Poniente o al Oriente. ¿Qué más daba?, ¿quién creía en el siglo XXI en aquello de levantarse y caminar hacia Padre Sol?

Por suerte el camposanto estaba vacío, lo cual lo convertía en el sitio más peligroso del mundo para mí, y el más seguro para el resto de la Humanidad. Gunnarr caminaba a mi lado con genuina despreocupación, silbando una melodía que creí reconocer pero no logré localizar en mis recuerdos.

Cuando llegamos al final del camino principal, torcí a la derecha y me agaché frente a un nicho vacío. Solía dejar allí los enseres de limpieza ocultos, extraje un par de cepillos de crin de caballo y una botella de plástico con agua y detergente. Le lancé a mi hijo uno de los cepillos y me giré frente a la tumba de Lyra.

—Ayúdame a limpiarla. Lyra no soportaría que el liquen se comiera su lápida.

Comencé a frotar sobre la piedra, registrando con el rabillo del ojo su reacción. Me miró como si fuera a lanzarme un arpón desde un ballenero, dejó caer el cepillo y se acercó hasta que reconoció la inscripción con su nombre.

—¿Esta es tu manera de decirme que tía Lyra ha muerto?

Derramé parte del agua jabonosa sobre las letras.

—¿Hay alguna más fácil? —contesté sin detenerme.

—Padre, ¿qué ha pasado aquí? No está el abuelo Lür, no está tío Nagorno, tía Lyra está muerta… Tienes mucho que contarme.

El día estaba cada vez más oscuro, las nubes habían dado paso a una noche prematura que se había instalado sobre nosotros. Me volví hacia él, restregando el cepillo con fuerza contra una esquina.

—No menos que tú. ¿Vas a decirme por qué has vuelto? O mejor, ¿vas a decirme por qué fingiste tu muerte en Kinsale?

Apretó la mandíbula, dejando entrever con cierta soberbia que le iba a costar negociar la información que estaba dispuesto a darme.

—Quería matarte. Eso es todo. Me alejé de ti porque, de otro modo, te habría matado.

Cerré los ojos, pese al peligro de bajar la guardia tan cerca de él, pero tenía razón. Ese era el último recuerdo que tenía de mi hijo: ciego de rabia, furibundo, fuera de sí. Loco por rajarme de arriba abajo.

—¿Y ahora? ¿Sigues queriendo matarme?

—Ahora quiero que saldemos esta deuda.

—Pero con un perdón no bastaría, ¿verdad?

Suspiró, y un relámpago lejano carbonizó algún ciprés. El aire se estaba llenando de iones enrarecidos y podíamos contar los minutos que quedaban para la tormenta.

—Ojalá lo supiera —concedió por fin. Se acercó a la tumba, algo incrédulo, y pasó la mano tosca por las letras—. ¿Cómo murió tía Lyra? ¿Al menos eso vas a contármelo?

—Murió despeñada. Embistió a Nagorno con mi coche desde un acantilado —«y ahora la bomba»—. Y no era tu tía, era tu hermana.

Cuando Gunnarr ponía los ojos en blanco y te miraba fijamente, sabías que en alguna parte del Infierno, un ejército de Exterminadores se estaba preparando para el combate y vendrían a por ti.

Sabías que ni los cuatro jinetes del Apocalipsis podrían con él. El Hambre, la Peste, la Guerra y la Muerte se postraban bajo la suela de su bota. Gunnarr se había ganado su respeto y simplemente pasaban de largo, inclinando la cabeza como semejantes cuando se reconocen.

—¿Mi hermana, padre? ¿Mi hermana? —gritó fuera de sí, asustando a varias gaviotas desprevenidas que surcaban el cielo—. ¿Pero es que eres incapaz de respetar un vínculo, humano o divino? ¿Incluso a tu padre lo traicionaste?

—Así es —tuve que admitir.

—Entonces por eso se fue el abuelo, por eso no está aquí contigo…

—No, Gunnarr. Lür no se fue por eso. Se fue porque siempre nos ocurre lo mismo, si los miembros de La Vieja Familia convivimos durante un tiempo prolongado, acabamos destrozándonos. Tú también lo has vivido.

—No, lo que yo viví fue la peor traición que un padre puede cometer con su hijo. Por tu culpa murieron mil doscientos hombres.

—Así es, pero esto no fue por los hombres que murieron. Fue por la mujer que murió.

Apretó los puños, los párpados y la mandíbula, cayeron las primeras gotas sobre el mármol, grandes, frías, casi sonoras. Medio minuto para la tormenta.

Me apartó la mirada y alzó su vista al cielo.

—Ni siquiera recuerdas su nombre, para ti solo fue una más.

«Sí que lo recuerdo, pero no por ella, sino por el daño que te hice».

Y se fue. Gunnarr me dio la espalda y se marchó, dejándome con una lluvia fiera que me golpeaba el cráneo, los hombros y la espalda con la fuerza de una mala conciencia.

Seguí sus pasos sin prisa, sabiendo que arrancaría la moto sin esperarme y se perdería Dios sabe en qué cantina en busca de pelea.