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Nieve negra

IAGO

«Quedan dos millas», me apremié desesperado, «tan solo hemos de cruzar este bosque, mi caballo y yo, alcanzar el repecho y llegar a mi granja, de donde nunca debí marchar y abandonarlos».

«Dos millas», me repetí, «intentando convencerme, no están muertos. Manon y el niño son resistentes, han sobrevivido también a esta epidemia».

Fue la anciana señora Bradford, la mujer del gobernador de la diminuta colonia de Plymouth, en Nueva Inglaterra, quien me dio la mala noticia. Otro nuevo brote de escorbuto había alcanzado las haciendas de la costa en Duxbury, al norte del Cabo Cod.

—¿Se sabe algo de mi esposa y mi hijo? —le insistí cuando escuché los primeros rumores en el mercado.

Ella me dio el pésame con la mirada y se santiguó a modo de respuesta. Solté las pieles de castor que había cazado y preparado la última semana. Una última ganancia cómoda antes de partir de la plantación de Plymouth y abandonar mi última identidad como Ely.

Una década después de arribar a las costas de Nueva Inglaterra a bordo del Mayflower, en noviembre del año de Nuestro Señor de 1620, había llegado el momento de abandonar un hogar feliz, un hijo amado de ocho veranos y una esposa, acaso la más fuerte y decidida de todas cuantas amé.

Y era tanto lo que dejaba atrás, tanto lo pasado a su lado, en aquella granja sobre un acantilado rocoso…

No nos inquietaban los inviernos extremos de aquella costa tan agreste. Manon había demostrado una resistencia fuera de lo común.

Cronista incansable de todo lo que acontecía en la colonia de Plymouth, la conocí como una joven viuda que perdió el marido semanas antes de embarcar. Con la suma pagada para el viaje, no le quedó más remedio que partir sola sin su esposo. Despertó ciertas reservas entre los puritanos y sus mujeres, pues no se veía bien que una mujer viajara ni viviera sola, y mucho menos que supiera leer y escribir, pero desde el primer día fue imprescindible para la colonia.

Después me confesó que era la primera vez que abandonaba las tierras del rey Jacobo I y salía de Inglaterra. «Hemos tenido una reina virgen que no ha precisado de marido para gobernar el mayor imperio del orbe, ¿no puedo yo viajar sin esposo al Nuevo Mundo?», me dijo el día que embarqué junto a los puritanos en el puerto de Southampton.

Después de escuchar los oscuros augurios de la señora Bradford partí al galope, cruzando el bosque nevado de pinos, que me azotaban la cara con sus ramas heladas. Los indios wampanoag habían abierto senderos estrechos durante centurias, pero mi caballo apenas podía pasar entre los troncos. Me era igual, piqué espuelas hasta extenuarlo. El peso de mi mala conciencia me cegaba y solo veía el momento de volver a un hogar del que nunca debí partir.

Salté y desmonté del caballo al llegar al acantilado, ni Manon ni el niño estaban labrando las tierras, nadie plantaba maíz aquel día, las gallinas me escucharon y se agolparon en la verja, intuí que llevaban días esperando un pienso que no llegó.

Grité sus nombres, nadie acudió a mi encuentro. Rodeé nuestra granja, tropezando con algunos aperos que la nieve había ocultado, y finalmente encontré lo que jamás habría querido hallar: la tumba de mi esposa, Manon Adams. Un montículo de tierra, dos maderos torpemente amarrados en forma de cruz. Era mi hijo quien había cavado aquella fosa, pero no había ni rastro de la sepultura del niño. ¿Seguía vivo? Grité su nombre una vez más, entré en nuestra cabaña y allí, sobre el lecho, encontré su cuerpo congelado. Él también había muerto por la epidemia, aunque tuvo fuerzas para enterrar a su madre.

Tal vez si me hubiera quedado con ellos…

Tal vez los habría alejado, al escuchar los primeros rumores.

Tal vez habría podido salvarlos.

Tal vez…

Para qué engañarme, acababa de abandonarlos, una semana antes. Había asumido que no volvería a verlos, que la Parca se los acabaría llevando. Pero no tan pronto, no tan pronto ni de una manera tan miserable.

Desolado, salí de la cabaña y caí de rodillas sobre la nieve negra. Noté el cuero de mis calzones empapado por la tierra fresca.

Tomé una decisión, no quedaría ni el recuerdo de aquellas vidas segadas.

Cogí un madero y lo prendí, improvisando una antorcha. Entré en el granero, quemé la paja almacenada para el invierno.

Y por una vez pensé: «Si ellos van a arder, tal vez debamos arder juntos».

Y me dejé llevar por la dulce idea de acabar con todo el sufrimiento, de inmolarme con ellos, como había visto hacer a tantas esclavas en Scandia. Dejé caer a mis pies la antorcha, que prendió alrededor de mis botas de cuero embarradas, cerré los ojos, sintiendo las llamas, hasta que me lamieron las manos. Entonces recordé que mi padre me esperaba en Londres, al otro extremo del mundo. Ajeno a que su hijo había renunciado al regalo que él le hizo, ajeno a que no volvería a su cueva de la infancia a esperarlo un solsticio de verano, ajeno a que solo sería un montón de cenizas al pie de un acantilado en el Nuevo Mundo.

Salí de mi granja justo en el momento en que las llamas comenzaban a devorarme la ropa, me lancé hacia el exterior y rodé sobre la nieve para apagar mi propio incendio. Después dejé que toda la granja se convirtiera en una llamarada. Pero nada pude hacer por la última familia que abandoné.

Finalmente me alejé sin mirar atrás ni una sola vez, con la camisa tiznada de negro y la ropa ahumada.

«Te recordaré durante siglos; Manon, os recordaré a este hijo y a ti, por curarme las heridas, por esta década de paz que trajiste a mi alma desgastada. No olvidaré, no pienso olvidar».

Y hui hacia el norte, donde los nativos me acogieron los primeros días, antes de partir hacia un lugar que más tarde sería llamado Maine.

Como un cobarde.

Me fui como un cobarde, abandoné a mi esposa y a mi hijo sin despedirme. Los dejé en lo peor del crudo invierno, confiando en su fortaleza.

… y entonces la herida que me hizo mi hija Lyra, la cicatriz de la mano, comenzó a quemarme. La delgada línea se puso roja y sentí que me abrasaba. Me abrasaba tanto que acabé aullando de dolor.

—¡Iago! ¡Iago, despierta! Estás gritando otra vez el nombre de Lyra.

Aturdido y desorientado, me incorporé en la cama dando un respingo. Estaba en Cantabria, siglo XXI. Mi última esposa, Adriana Alameda, me había despertado de mi enésima pesadilla y me miraba preocupada y medio dormida. Era una madrugada de invierno pero mi cerebro ardía.

Me miré la cicatriz, que latía con pulso propio, y estaba roja como un río de sangre. Cerré el puño instintivamente y se lo oculté a Dana. Ella no lo entendería: la sensación de alerta, de oscuro presagio, suficiente como para que mi hija se revolviese en su tumba.

Algo nefasto e inmediato nos iba a suceder.

—¿Has vuelto a soñar con Lyra?

—Por suerte hoy no —contesté, sin ganas de hablar. Aún sentía el olor de la paja quemada de mi granja en la pituitaria.

—¿En qué siglo te has quedado entonces?

—Neolítico. Sexto milenio antes de Cristo. Çatal Hüyük —mentí.

Ella se incorporó de un salto.

—¿Has soñado con Çatal Hüyük? Cumplí los veintisiete años allí.

—Lo sé, Dana. Lo sé —suspiré. Ahora llegaba la batería de preguntas, y mi cabeza seguía estancada en el siglo XVII.

—Cuéntame entonces, ¿estamos acertados los arqueólogos con nuestras conclusiones?

—Bastante, aunque hay detalles que tenéis delante y se os escapan. —Mi sueño se negaba a abandonar mis pensamientos, y una duda me escocía como ácido: ¿cómo se llamaba el hijo que tuvimos Manon y yo?

—¿Recuerdas que todos los huesos de mujer encontrados tienen el primer metatarsiano deformado? —le pregunté, intentando centrarme en un presente mucho más aséptico.

—Sí, tuve muchos entre mis manos. ¿Era algún tipo de costumbre deformativa, como vendar los pies de las niñas en la China del siglo XVI, o como sujetar los cráneos con tablillas en la cultura maya?

—No, las mujeres de Çatal Hüyük se pasaban el día de rodillas triturando cereales sobre molinos de piedra. Era una postura muy forzada y les deformaba el dedo del pie.

Dana asimiló deprisa el nuevo dato. Se sentó sobre la colcha, vestida solo con mi vieja camiseta del zorro ártico que se había acabado apropiando, muchos meses atrás.

—¿Y te adaptaste? —quiso saber.

—Yo no, pero no iba solo, mi padre me acompañaba. Lür fue más flexible, imagino que porque él ya había vivido un gran cambio en su mundo, al pasar de la glaciación de Würm a un continente de bosques… pero yo fui incapaz. Las mujeres eran… —La miré de reojo, dudando.

—Puedes decirlo, Iago. No tengo problemas con tu pasado.

—Eran sumisas y complacientes. Yo hasta entonces había tenido compañeras, no una propiedad privada. Y los hombres… muchos no hacían mucho más que gandulear sentados, mientras sus mujeres se desgastaban trabajando. Pero no eran los únicos cambios. Aquella inmensa ciudad de barro era muy parecida a una colmena. Vivir allí nos obligaba a dormir y comer en cubículos a los que accedíamos por escaleras desde el tejado. Llegué a odiar aquellas malditas escaleras.

Salí de nuestro lecho, la madrugada aún no había llegado, pero para mí la noche y sus liturgias ya habían terminado.

Me acerqué, desnudo como estaba, a la chimenea que Dana y yo habíamos dejado encendida la noche anterior. Todavía quedaban algunas ascuas y un madero se resistía a consumirse.

«¿Cómo se llamaba nuestro hijo?», me repetí, frustrado. Pero no encontré respuesta alguna.

Me senté en el suelo sobre la alfombra mullida de lana, frente a un fuego que ya agonizaba, y me arropé con una vieja manta escocesa traída de alguno de mis viajes. Dana se levantó también, algo despeinada y un poco somnolienta, y se acomodó entre el hueco de mis piernas, quedando sentada como yo, con la mirada perdida en una llama hipnótica.

Habíamos convertido una casona del siglo XVIII frente a la Costa Quebrada en nuestro hogar. Habíamos tapizado los gruesos muros de piedra de sillería de recuerdos y habíamos decorado todas las habitaciones con objetos comunes, hasta dejarlo reconocible para ambos. Sobre la repisa de la chimenea, la fotocopia enmarcada del «Mea culpa de un escéptico» presidía nuestro dormitorio. Un recordatorio de la noche en que Dana se rindió a la evidencia y decidió creerme por fin.

Año y medio de precario equilibrio entre alguien que lo quería saber todo del pasado y alguien que todo lo quería olvidar.

Apoyé la cabeza en su hombro y cambié el rumbo de la conversación.

—Hoy me reúno con la dirección de la Neocueva de Altamira, quiero ver si podemos conseguir un convenio de colaboración después de todo el revuelo de las últimas dataciones. ¿Qué tienes hoy en la agenda? —le pregunté.

—Otra entrevista de trabajo para el Área de Edad Media.

—Bien, en cuanto acabe con la reunión iré contigo.

Le sonreí, Dana llegaría un poco tarde, como siempre acostumbraba.

Con algo de suerte, ambos conoceríamos a la vez al candidato.