II. DE LA NACIÓN

95.– La nación es la patria de la vida civil. Su horizonte es más amplio que el geográfico del terruño, sin coincidir forzosamente con el político, propio del Estado. Supone comunidad de origen, parentesco racial, ensamblamiento histórico, semejanza de costumbres y de creencias, unidad de idioma, sujeción a un mismo gobierno. Nada de ella basta, sin embargo. Es indispensable que los pueblos regidos por las mismas instituciones se sientan unidos por fuerzas morales que nacen de la comunidad en la vida civil.

El patriotismo nacional surge naturalmente de la afinidad entre los miembros de la nación. No lo impone la obediencia a la misma ley, ni el imperio de la misma autoridad, pues hay Estados que no son nacionalidades y naciones que no son Estados. El sentimiento civil, el civismo, tiene un fondo moral, en que se funden anhelos de espíritus y ritmos de corazones. Renán lo definió como temple uniforme para el esfuerzo y homogénea disposición para el sacrificio. Es conjunción de ensueños comunes para emprender grandes cosas y firme decisión de realizarlas. Es convergencia en la aspiración de la justicia, en el deber del trabajo, en la intensidad de la esperanza, en el pudor de la humillación, en el deseo de la gloria. Por eso es más recio en las mentes conspicuas, capaces de amar intensamente a todo su pueblo, de honrarlo con sus obras, de orientarlo con sus ideales.

El sentimiento de solidaridad nacional debe tener un hondo significado de justicia. El bienestar de los pueblos es incompatible con rutinarios intereses creados, de tiempo en tiempo necesita inspirarse en credos nuevos: despertar la energía, extinguir el parasitismo, estimular la iniciativa, suprimir la ociosidad, desenvolver la cooperación. Virtudes cívicas modernas deben sobreponerse a las antiguas, convirtiendo al sentimiento nacionalista en fecundo amor al pueblo, conforme a los ideales del siglo. Es justo desear para la parte de humanidad a que pertenecemos un puesto de avanzada en las luchas por el progreso y la civilización. En una hora grata de juventud, anticipamos estas palabras explícitas: «Aspiremos a crear una ciencia nacional, un arte nacional, una política nacional, un sentimiento nacional, adaptando los caracteres de las múltiples razas originarias al marco de nuestro medio físico y sociológico. Así como todo hombre aspira a ser alguien en su familia, toda familia en su clase, toda clase en su pueblo, aspiremos también a que nuestro pueblo sea alguien en la humanidad». Y en la ovación que subrayó esas palabras creímos sentir un homenaje a los revolucionarios de América, que, cien años antes, habían vibrado por análogos sentimientos, emancipando al pueblo de una opresión que lo envilecía.

96.– El patriotismo nacional se extiende al horizonte político. Mientras pueblos de origen distinto se desenvuelvan en medios diferentes, existirán agrupaciones nacionales con características diversas, en lo ético y en lo mental. Esta heterogeneidad es conveniente para la armonía humana; el conjunto es beneficiado por la acentuación de los rasgos propios de cada una, en el sentido más adecuado a su medio. La tipificación nacional ensancha y perfecciona el primitivo amor al terruño, extendiéndolo al horizonte civil de la nación.

Cuando pueblos heterogéneos se encuentran reunidos en un mismo Estado, los vínculos morales pueden faltar y la unidad es ficticia mientras hay subyugamiento. No existen ideales comunes a los opresores y a los oprimidos, a los parásitos y a los explotados. La autoridad no basta para imponer sentimientos a millones de hombres que cambian de nacionalidad cuando lo resuelve un consejo de diplomáticos o lo impone con su garra un conquistador. El sentimiento nacional, que florece en las uniones de pueblos afines, no concuerda forzosamente con el patriotismo político, encaminado a consagrar los resultados de la camándula o de la violencia.

Cuando la justicia no preside a la armonía entre las regiones y las clases de un Estado, el patriotismo de los privilegiados ofende el sentimiento nacional de las víctimas. El culto mítico de la patria, como abstracción ajena a la realidad social, fue siempre característico de tiranuelos que inmolaron a los ciudadanos y deshonraron a las naciones. Aunque invoquen la patria para cubrir su bastardía moral, son enemigos de la nacionalidad los que no presienten el devenir de su pueblo, los que lo oprimen, los que lo engañan, los que lo explotan. Enemigos, también, los que sirven y adulan a los poderosos y a los déspotas: histriones o lacayos, cómplices o mendigos. La mentira patriótica de los mercaderes es la antítesis del tierno sentimiento que constituye el patriotismo del corazón y de la armonía espiritual que pone dignos cimientos al nacionalismo civil. El patriotismo convencional de los políticos es al nacionalismo ingenuo de los pueblos como los fuegos artificiales a la luz del sol.

Sólo es patriota el que ama a sus conciudadanos, los educa, los alienta, los dignifica, los honra; el que lucha por el bienestar de su pueblo, sacrificándose por emanciparlo de todos los yugos; el que cree que la patria no es la celda del esclavo, sino el solar del hombre libre. Nadie tiene derecho de invocar la patria mientras no pruebe que ha contribuido con obras a honrarla y engrandecerla. Convertirla en instrumento de facción, de clase o de partido, es empequeñecerla. No es patriotismo el que de tiempo en tiempo chisporrotea en adjetivos, sino el que trabaja de manera constante para la dicha o la gloria común.

97.– El trabajo y la cultura son los sillares de la nacionalidad. Es vana quimera toda esperanza que no pueda alentar una acción; estéril toda energía no animada por un ideal. El trabajo es la matriz de la grandeza colectiva, pero carece de estímulo si el ensueño no hermosea la vida; la cultura es la legítima coronación de la vida civil, pero agoniza cuando se extingue la fortaleza de obrar. Un pueblo no puede vivir sin soñar, ni puede soñar sin vivir.

Pensar y trabajar es uno y lo mismo. Las razas seniles no trabajan ni piensan; tampoco las ciudades muertas, que son osamentas frías de culturas extinguidas. Repudiemos los sofismas de los mercaderes: no es verdad que donde conviene la energía sobra el ideal.

Por el camino de la pereza y de la ignorancia ningún pueblo culminó en la historia. Desdeñemos la hidalga holgazanería de aquellos abuelos que aún confunden su miserable condición con la sapiencia ascética, sugiriendo que los pueblos laboriosos viven en sordidez prosaica. La historia dice que el trabajo y la cultura se hermanan para agigantarlos, que la pobreza y la ignorancia suelen ser simultáneas en su decadencia.

Cuidemos la sementera, bendigamos los campos fecundos; pero donde el arado rompe un surco, abramos una escuela. Arar cerebros vale tanto como preparar una mies ubérrima; la mies puede perderse y decaer la opulencia, la cultura no se agosta ni concluye. El trigo y el laurel son igualmente necesarios. Heracles y Atenea no son enemigos. Conspiran contra su pueblo los que alaban una riqueza ignorante o una mendicidad ilustrada.

El trabajo es fuente de mérito y base de toda humana dignidad. El porvenir será de los que trabajan. Todo holgazán es un esclavo, parásito de algún huésped. Sólo el trabajo da la libertad. Cada trabajador es una fuerza social; el que no trabaja es un enemigo de la sociedad. Ennobleciendo el trabajo, emancipándolo de todo yugo, transformándolo de suplicio en deleite, de vergüenza en honor, será posible que los ciudadanos gocen de servir a su pueblo.

Los valores morales tendrán el primer rango de la ética venidera. El ignorante es siempre débil, incapaz de confiar en sí mismo y de comprender a los demás; en la cultura está el secreto de toda elevación. Ella engendra la única excelencia legítima, apuntala nuestras creencias, aguza el ingenio, embellece la vida y enseña a amarla. Permite a los precursores decir con fe sus esperanzas y sus ideales, como si fueran la verdad y el sueño de todos; y de esa fe proviene su eficacia.

Trabajo y cultura son dos aspectos de un mismo advenimiento en la historia de la nacionalidad. Toda renovación de instituciones se inicia por una revolución en los espíritus y todo ideal pensado está ya en los comienzos de su realización.