III. DEL PORVENIR

89.– Lo presente es pasado o porvenir. La estabilidad discontinua es ilusoria abstracción; todo lo que llega a nuestra conciencia es continuo, se sucede, dura, deviene. Cuando en lo que pasa ante nuestros ojos creemos percibir una forma estable, ya ha dejado de ser; en la línea espacial que objetiva el concepto del tiempo, el presente es un punto sin dimensiones que separa lo inmediato pasado de lo inmediato venidero, lo que se hunde en la memoria y lo que se prevé en la imaginación. Nada es actual, nada cabalga la hipotética arista en que se intersectan el plano de lo que fue y el de lo que será. Se vive en continuo porvenir y quien viviera del pasado y en el presente, habría dejado de vivir.

En la más breve ilusión del presente refunden los hombres una pequeña parte del pasado y del porvenir más próximos, la que su conciencia no logra aún distinguir como recuerdo y la ya actualizada por la inmediata previsión. Un segundo o un día parecen presente al individuo; un año o una generación, a la sociedad. No es creíble, por ello, que exista un presente real, pues en lo que dura el creerlo ya ha sobrevenido el porvenir.

En la vida social suele hablarse de un presente relativo, pero aun así cada generación vive un minuto fugaz de un tiempo sin límite conocido. Nada comienza ni termina con ella; su obra es tender un puente y pasar, para que en el punto de llegada sobrevenga otra a renovar su esfuerzo.

Tilda acción actual sería energía, perdida para la sociedad si no tendiera a finalidades venideras; y, en rigor, todo lo que se quiere para el presente sólo puede realizarse en el porvenir. Se comprende, en suma, que el llamado espíritu conservador, cuando intenta conservar el pasado que ya no existe, sólo actúa para retardar el porvenir que deviene contra su deseo.

Se vive en un futuro continuo y toda ligadura del pasado es una atenuación de posibilidades; cuanto más han insumido los ancianos en su memoria y los pueblos en su tradición, tanto menos se revela su vitalidad creadora y fecunda para plasmar el porvenir. Sólo puede afirmar que ha vivido una generación que deja a la que vendrá más de lo que recibió de la precedente; no merecen cosechar la mies de hoy los que no siembran la simiente de mañana.

90.– Los forjadores del porvenir son inactuales. Viven en el tiempo más que en el espacio, porque al primero corresponde lo que deviene y al segundo lo que es; no se ensanchan en el hoy, se alargan hacia el mañana.

En vez de aplicarse a usufructuar lo que ya es, obran en la dirección de lo que va siendo; son audaces arquitectos de culturas en que otros se moverán como forzados locatarios. En el presente relato viven en función de lo futuro, pensándolo, predicándolo, amasándolo sin reposar jamás; en las ciencias, en las artes, en la acción, marchan a la avanzada de sus contemporáneos, prolongándose imaginariamente hasta la etapa inmediata del humano mudar sin término.

Si un pueblo es vital y tiene un destino histórico que cumplir, un ciclo que recorrer, sus grandes hombres lo prevén y lo interpretan, anticipándose con el pensamiento a la realidad que otros alcanzarán a vivir. La palabra del precursor empuja a muchos, como si fuera ala puesta en el talón de cuantos pueden marchar. En vano los que nada piensan ni hacen para el porvenir le mostrarán las manos listas para lapidarle, que ésa es la prueba crucial del genio; si lo es de verdad, forjarán sin desmayo, centuplicando el esfuerzo cada vez que se duplique la resistencia.

Un pueblo que acorta el paso ha cesado virtualmente de vivir; se encierra en lo que es y contempla lo que ha sido, renunciando a las posibilidades de ser más o mejor. Los hombres representativos de sus ciencias y de sus artes se desorientan, pierden el rumbo, tantean fuera del sendero, siguen creyéndose videntes cuando ya son estrábicos; en vano intentan probar caminos, pues cambiar el derrotero no es seguir adelante, ni basta cambiarlo para adelantar.

Los pueblos que siguen una vida ascendente confían más en los proyectistas audaces que en los guardianes de museos; cuando esa confianza reina en la conciencia social los visionarios del porvenir culminan, como acero atraído hacia la cumbre por el imán de lo que vendrá.

91.– Los pueblos sin juventud no tienen porvenir. Todo lo que es viviente nace, crece y muere: los hombres, las generaciones, los pueblos, las razas, las especies. El supersticioso teorema de la inmortalidad humana ha inspirado el corolario de la ilusoria estabilidad social, como si en toda la realidad pasada no advirtiéramos el sucederse de juventud y vejez, grandeza y decadencia, formación y muerte.

Los pueblos viejos, como los hombres, se envanecen de su pasado y desdeñan a los que, por jóvenes, nada parecen ser en el presente, aunque todo puede devenir en el futuro. La exigüidad del pasado es, precisamente, el tesoro de los pueblos jóvenes, capaces de ser núcleos de nuevas culturas; su destino está en defenderse de todo senil tradicionalismo que intente envenenar las fuentes vivas que acrecerán el cauce de su venidera grandeza.

La juventud de los pueblos nuevos debe vivir en tensión hacia el porvenir, con más esperanzas que recuerdos, con más ensueños que leyendas. Mire con ojo amigo a las viejas estirpes que le ofrecieron de sus ubres las savias iniciales; pero no olvide que si es provechoso heredar algunas fuerzas vitales aún capaces de obrar, nada hay más funesto que apuntalar derrumbamientos de culturas decrépitas y repensar supersticiones de agonizantes abuelos.

Un cambio en el equilibrio de las relaciones humanas se está operando en el mundo, can más presteza que la habitual. Todas las ventajas están a favor de los pueblos nuevos, de las razas en formación, de las culturas incipientes. Donde los intereses creados son todavía adventicios, será más fácil librarse de ellos, con un fuerte sacudir de hombros.